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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (35 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Caminando, alcanzamos a Ted Descalzo. Había tenido que bajar el ritmo para poder avanzar con cuidado sobre las piedras afiladas, del tamaño de puños, que poblaban el camino. Entorné la vista ante el camino que teníamos por delante: nos quedaba por lo menos otra milla de rocas quebradizas que escalar antes de que el trayecto se nivelara y, con suerte, se alisara.

—Ted, ¿dónde están tus FiveFingers? —pregunté.

—No los necesito,— dijo—. He hecho un trato con Caballo, si consigo hacer esta excursión, no volverá a molestarse conmigo por ir descalzo.

—Ha amañado la apuesta —dije—. Esto es como correr por un cascajal.

—Los humanos no inventamos las superficies agrestes, Oso —dijo Ted—. Inventamos las llanas. Nuestros pies son perfectamente felices amoldándose a las rocas. Todo lo que hay que hacer es relajarse y dejar que el pie se doble. Es como un masaje. ¡Oh, escuchen! —nos dijo a Eric y a mí según nos adelantábamos—. La próxima vez que tengan los pies adoloridos, caminen sobre piedras resbaladizas en un arroyo helado. ¡Es increíble!

Eric y yo seguimos, dejando a Ted hablando solo mientras brincaba y trotaba. El reflejo del sol en las piedras era enceguecedor y el calor seguía subiendo, haciéndonos sentir como si estuviéramos escalando directamente hacia el sol. Y de alguna manera, eso era precisamente lo que hacíamos. Comprobé el altímetro en mi reloj y vi que habíamos ascendido más de mil pies. Aunque, poco después, el camino nos llevó a una meseta y las piedras dejaron paso a la tierra apisonada.

El resto iba varias cientos de yardas por delante, así que Eric y yo empezamos a correr para reducir la distancia. Antes de que los hubiéramos alcanzado, Ted Descalzo apareció a toda prisa.

—Es hora de echar un trago —dijo, agitando la botella vacía—. Los espero en el manantial.

El camino se empinó de súbito nuevamente, serpenteando en zigzags cerrados. Mil quinientos pies… dos mil… Nos encorvamos en la pendiente, sintiendo que no avanzábamos más que unas pocas pulgadas en cada paso. Tras tres horas y seis millas de duro ascenso, no habíamos llegado al manantial; ni habíamos visto un solo lugar a la sombra desde que dejamos la orilla del río.

—¿Lo ves? —dijo Eric, agitando la boquilla de su mochila de hidratación—. Esta gente debe estar muerta de sed.

—Y de hambre —agregué, mientras abría una barra de
granola
.

A tres mil quinientos pies de altura, encontramos a Caballo y el resto de la expedición esperando en una hondonada debajo de un enebro.

—¿Alguien necesita pastillas de yodo? —pregunté.

—No creo —dijo Luis—. Mira.

Bajo el árbol había un cuenco de piedra natural, tallado a lo largo de siglos por el chorro de agua del manantial. Pero no había agua.

—Estamos en sequía —dijo Caballo—. Se me había olvidado.

Pero era posible que el siguiente manantial, unos cien pies más arriba, sí tuviera agua. Caballo se ofreció a correr hasta ahí para comprobarlo. Jenn, Billy y Luis estaban demasiado sedientos para esperar a que volviera, así que fueron con él. Ted le dio su botella a Luis para que se la llenara y se sentó en la sombra con nosotros. Yo le ofrecí unos cuantos sorbos de mi mochila, mientras Scott compartía un poco de pan pita y
hummus
.

—¿No usas geles o barras energéticas —preguntó Eric.

—Me gusta la comida de verdad —dijo Scott—. Es igual de transportable y uno obtiene calorías de verdad, no combustible de quema rápida.

En su condición de atleta de élite patrocinado por diferentes compañías, Scott tenía acceso a un buffet de proporciones mundiales con productos nutritivos, pero luego de experimentar con todo el espectro —desde carne de ciervo hasta Happy Meals y barritas de productos naturales— se decidió por una dieta similar a la de los tarahumaras.

“Al haber crecido en Minnesota, he comido siempre mucha comida basura”, decía Scott. “Mi almuerzo solía ser dos McChickens y una ración grande de papas fritas”. Cuando era esquiador de fondo y corredor de
cross-country
en la secundaria, sus entrenadores le decían siempre que necesitaba comer mucha carne magra para reconstituir sus músculos luego de las duras sesiones de ejercicio, pero mientras más investigaba acerca de atletas de resistencia tradicionales, más vegetarianos encontraba.

Como los monjes maratonistas de Japón, acerca de los cuales acababa de leer; los monjes habían corrido una ultramaratón diaria a lo largo de siete años, haciendo unas veinticinco mil millas sin ingerir nada más que sopa de miso, tofu y verduras. ¿Y qué hay de Percy Cerutty, el genio loco australiano que había entrenado a algunos de los más grandes corredores de la milla de todos los tiempos? Cerutty creía que no debían comerse alimentos cocinados, ni mucho menos pasados por el cuchillo carnicero; sus atletas hacían sesiones triples de ejercicios comiendo una dieta basada en copos de avena crudos, frutas, nueces y queso. Incluso Cliff Young, el granjero de sesenta y tres años que asombró a Australia en 1983 ganando a los mejores ultramaratonistas del país en una carrera de 507 millas desde Sidney a Melbourne, no comía más que frijoles, cerveza y avena (“Solía alimentar al ganado con mi propia mano y las reses pensaban que yo era su madre —contaba Young—. No podía dormir las noches en que iban a ser sacrificadas”. Así que cambió a una dieta de granos y patatas, y consiguió dormir mucho mejor. Y no corría mal, tampoco).

Scott no estaba seguro de por qué las dietas sin carne habían funcionado para los grandes corredores de la historia, pero decidió que confiaría en los resultados primero y ya luego buscaría las explicaciones científicas. A partir de entonces, ningún producto animal se posaría sobre sus labios —nada de huevos, ni queso, ni siquiera helado— y tampoco mucha azúcar o harina de trigo. Dejó de llevar Snickers y PowerBars durante las carreras; en su lugar, llenaba la cangurera con burritos de arroz, pan pita con
hummus
y aceitunas Kalamata, o pan casero con frijoles adzuki y pasta de quinoa. Cuando se torció el tobillo hizo a un lado el ibuprofeno y confió su tratamiento al acónito y potentes raciones de ajo y jengibre.

“Por supuesto que tenía mis dudas”, decía Scott. “Todo el mundo me decía que me iba a debilitar, que no me iba a recuperar tras las carreras, que iba a sufrir fracturas de estrés y anemia. Pero descubrí que, en realidad, me sentía mejor, porque como alimentos con más nutrientes de mejor calidad. Y luego de que gané la Western States, nunca volví a mirar atrás”.

Al basar su alimentación en frutas, vegetales y cereales integrales, Scott obtiene la máxima cantidad de nutrientes del menor número posible de calorías, así que su cuerpo no se ve forzado a cargar o procesar volumen innecesario. Y dado que los carbohidratos abandonan el estómago con mayor rapidez que las proteínas, le es posible meter más horas de ejercicio en el día, ya que no debe esperar sentado a digerir las albóndigas. Las verduras, cereales y legumbres contienen todos los aminoácidos necesarios para reconstruir los músculos de la nada. Al igual que los corredores tarahumaras, Scott está listo para hacer cualquier distancia, en cualquier momento.

A menos, claro, que se quede sin agua.

—Malas noticias, chicos —gritó Luis mientras trotaba de vuelta—. La otra fuente también está seca.

Luis estaba empezando a preocuparse. Acababa de intentar mear, y luego de cuatro horas sudando a 95 grados, su orina tenía el mismo color del café.

—Creo que deberíamos regresar —dijo Luis.

Scott y Caballo estuvieron de acuerdo.

—Si salimos ahora, estaremos abajo en una hora —dijo Caballo—. Oso, ¿estás bien? —me preguntó.

—Sí, estoy bien —dije—. Y todavía nos queda algo de agua.

—Ok, hagámoslo entonces —dijo Ted Descalzo.

Empezamos a correr en fila, con Caballo y Scott al frente. Ted Descalzo era increíble, estaba acelerando montaña abajo pisándole los talones a Luis y Scott, dos de los mejores corredores cuesta abajo del campo. Con todos esos talentos presionándose los unos a los otros, el ritmo se estaba haciendo feroz.

—SÍÍÍÍ
, MUCHACHOS! —gritaban Jenn y Billy.

—Desaceleremos un poco —dijo Eric—. Vamos a reventarnos si intentamos seguirles el ritmo.

Nos estabilizamos en un paso moderado, retrasándonos mientras el resto agarraba a toda velocidad las curvas en zigzag. Correr cuesta abajo puede joderte los cuádriceps, por no hablar de los tobillos, así que el truco consiste en pretender que estás corriendo cuesta arriba: mantener los pies justo debajo del cuerpo, como un leñador corriendo sobre un tronco, y controlar la velocidad reclinándote y acortando la zancada.

A media tarde, el calor se había estancado en el cañón y estaba por encima de los cien grados. Habíamos perdido a los otros de vista, así que Eric y yo decidimos tomarnos nuestro tiempo, corriendo a paso suave y pegando sorbos de nuestras menguantes mochilas de hidratación mientras nos íbamos orientando en la confusa maraña de caminos, ignorantes de que Jenn y Billy habían desaparecido.

—La sangre de cabra es buena —continuaba insistiendo Billy—. Podemos bebernos la sangre y luego comernos la carne. La carne de cabra es buena.

Había leído el libro de un tipo cuyo truco para escapar de la muerte en el desierto de Arizona había sido matar a una caballo salvaje a pedradas y luego chupar la sangre de su garganta. “Jerónimo solía hacerlo”, pensó Billy. “Espera, quizá era Kit Carson…”.

¿Beber sangre?
La garganta de Jenn estaba tan seca que le dolía al hablar, así que sólo lo miraba.
Se le está yendo la cabeza
, pensó.
Casi no podemos caminar y Cabeza de Chorlito está hablando acerca de matar una cabra que no podemos cazar con un cuchillo que no tenemos. Está mucho peor que yo. Está …

De pronto, el estómago le apretó tanto que casi no podía respirar. Ahora lo entendía. Billy no sonaba como un loco debido al calor. Sonaba como un loco porque la única cosa sensata de la que podía hablar era la única cosa que nunca admitiría: no había escapatoria. En un buen día, nadie podría haber dejado atrás a Jenn y Billy en una miserable carrera de seis millas, pero este estaba resultando ser un día bastante malo. El calor, sus respectivas resacas y sus estómagos vacíos se habían ensañado con ellos antes de que hicieran la mitad del camino montaña abajo. Habían perdido de vista a Caballo en una de las curvas en zigzag, luego llegaron a una bifurcación del camino. Lo siguiente que supieron es que estaban solos. Desorientados, Jenn y Billy deambularon por la montaña y se internaron en un laberinto de piedra que se abría en todas direcciones. Los muros de roca reflejaban el calor con tanta furia que Jenn sospechaba que ella y Billy estaban yendo hacia cualquier lugar que pareciera tener un poco de sombra. Jenn estaba mareada, como si su cabeza estuviera flotando fuera de su cuerpo. No habían comido nada desde que partieron esa PowerBar seis horas antes y no habían tomado ni un sorbo de agua desde el mediodía. Incluso si un golpe de calor no acababa con ellos, Jenn sabía que estaban condenados: una vez que la temperatura empezara a bajar, seguiría bajando. Cuando cayera la noche, la fría oscuridad los pillaría temblando en bermudas y camiseta, muriéndose de sed y frío en una de las esquinas más inaccesibles de México.

Iban a ser unos cadáveres extraños, pensaba Jenn mientras avanzaban con dificultad. Quien fuera que los encontrara se preguntaría cómo es que este par de salvavidas de veintidós años con bermudas había terminado en el fondo de un cañón mexicano, como si una ola gigante los hubiera arrastrado hasta aquí desde Baja California. Jenn no había estado tan sedienta nunca en su vida; una vez había perdido doce libras durante una carrera de cien millas, pero ni siquiera entonces se había sentido tan desesperada como ahora.

—¡Mira!

—¡La suerte del Cabeza de Chorlito! —se maravilló Jenn.

Debajo de un saliente de piedra, Billy había divisado un charco de agua fresca. Corrieron hacia ella, mientras quitaban las tapas de sus botellas y luego se detuvieron. El agua no era agua. Era barro negro y limo verde, con moscas sobrevolando y removido por cabras salvajes y burros. Jenn se agachó para mirarlo de cerca.
¡Puaj!
El olor era horrible. Ambos sabían lo que podía hacer un solo sorbo. Cuando llegara la noche estarían tan debilitados por la diarrea y la fiebre que no podrían ni caminar, o podían contraer cólera, giardiasis o dracontosis, que no tenían otra cura que arrancar lentamente los gusanos de tres pies que asomaran por los abscesos que estallaban en la piel o por las cuencas de los ojos.

Pero sabían también lo que ocurriría si no daban ese sorbo. Jenn acaba de leer acerca de esa pareja de mejores amigos que se habían perdido en un cañón de Nuevo México y enloquecieron hasta tal punto debido al sol que, tras un solo día sin agua, terminaron apuñalándose el uno al otro hasta la muerte. Había visto fotos de expedicionistas que habían sido encontrados en el Valle de la Muerte atragantados de tierra: en sus últimos momentos de vida habían intentado extraer algo de agua de la arena ardiente. Billy y ella podían alejarse del charco y morir de sed, o podían beber unos pocos tragos y arriesgarse a morir de alguna otra cosa.

—Aguantemos un poco —dijo Billy—. Si no encontramos una manera de salir de aquí, volvemos.

—Bueno, ¿por aquí? —dijo Jenn, señalando en la dirección contraria a Batopilas y directamente hacia la nada que se extendía por cuatrocientas millas hasta el Golfo de California.

Billy se encogió de hombros. Esa mañana habían tenido demasiada prisa y habían estado demasiado groguis para prestar atención al camino, y no es que hacerlo hubiera cambiado muchos las cosas: pusieran la vista donde fuera, todo lucía igual. Conforme avanzaban, Jenn recordó cómo se había burlado de su madre la noche anterior a que ella y Billy partieran hacia El Paso. “Jenn”, había suplicado su madre. “No conoces a esta gente. ¿Cómo sabes que cuidarán de ti si algo sale mal?”.

“Diablos”, pensó Jenn. “Mamá había dado en el clavo”.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —le preguntó a Billy.

—Unos diez minutos.

—No puedo esperar más. Regresemos.

—Está bien.

Cuando encontraron la charca de nuevo, Jenn estaba lista para dejarse caer de rodillas y empezar a sorber, pero Billy la detuvo. Retiró el moho, cubrió la boca de la botella con la mano y la llenó con líquido del fondo de la charca, medio rogando que el agua debajo de la mugre estuviera un poco menos llena de bacterias.

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