Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Y Mensen estaba tan solo calentando antes de meterse en asuntos más serios: corrió desde Constantinopla a Calcuta, haciendo noventa millas diarias durante dos semanas seguidas. Y no es que su cuerpo no lo notara; Mensen tuvo que dormir tres días enteros antes de emprender las cinco mil cuatrocientas millas de vuelta a casa. Así que, ¿cómo es posible que nunca sufriera de fascitis plantar? Cuando un año después murió de disentería mientras intentaba correr hasta el nacimiento del Nilo, sus piernas estaban en una forma excelente.
Mirara donde mirara, pequeños grupos de superatletas sabios aparecían de entre las sombras. A unas pocas millas de Maryland, una niña de trece años, Mackenzie Riford, estaba corriendo feliz la carrera JFK de 50 millas con su madre (“¡Fue divertido!”), mientras que Jack Kirk —también conocido como “El Demonio de Dipsea”— seguía corriendo la ominosa Dipsea Trail Race a los noventa y seis años. La carrera empieza subiendo 671 escalones por un despeñadero, lo que significa que un hombre que tiene casi la mitad de edad que Estados Unidos tenía que subir el equivalente a cincuenta pisos antes de lanzarse a correr por el bosque. “Uno no deja de correr porque se hace viejo —dice el Demonio—, uno se hace viejo porque deja de correr”.
Entonces, ¿en qué estaba fallando yo? Me encontraba en peor forma que cuando empecé. No sólo no podía correr con los tarahumaras, sino que empezaba a dudar de que la fascitis plantar fuera a dejarme siquiera acercarme a la línea de partida.
“Eres como todo el mundo”, me dijo Eric Orton. “No tienes idea de lo que estás haciendo”.
Semanas después de mi debacle en Idaho, había ido a entrevistar a Eric por un encargo de una revista. Como entrenador de deportes de aventura en Jackson Hole, Wyoming, y antiguo director del Health Sciences Center de la Universidad de Colorado, la especialidad de Eric es desmontar los deportes de resistencia hasta reducirlos a su mecanismo integral y encontrar técnicas susceptibles de ser enseñadas y trasladadas a otras disciplinas. Había estudiado la escalada en roca para encontrar técnicas en el uso de los hombros que pudieran servir a conductores de kayaks, y había aplicado el sistema de propulsión del esquí nórdico a la bicicleta de montaña. Lo que Eric busca son principios básicos de ingeniería; está convencido de que el próximo gran avance en lo que a ejercicio respecta no tendrá que ver con sistemas de entrenamiento o tecnología sino con la técnica: aquel atleta que logre dejar a un lado las lesiones será aquel que logra hacer a un lado la competencia.
Eric había leído mi artículo sobre los tarahumaras y estaba profundamente interesado en escuchar más al respecto. “Lo que hacen los tarahumaras es puro arte corporal”, me dijo. “Nadie más en todo el planeta ha conseguido hacer de la autopropulsión una virtud a ese nivel”. Eric ha estado fascinado con los tarahumaras desde que un corredor al que entrenaba regresó de Leadville contando historias maravillosas acerca de estos fantásticos indios que volaban atravesando la noche druida en sandalias y batas. Eric registró bibliotecas en busca de libros sobre los tarahumaras, pero no encontró más que algunos textos antropológicos de los años cincuenta y la crónica
amateur
de un matrimonio que viajó por México en su caravana. Existía un desconcertante vacío al respecto en la literatura deportiva. Las carreras de larga distancia son el deporte número uno del mundo en participación, pero casi nadie había escrito nada acerca de los participantes número uno.
“Todo el mundo piensa que sabe cómo correr, pero en realidad existen tantos matices como en cualquier otra actividad”, me dijo Eric. “Pregúntale a la mayoría de la gente y todos te dirán ‘La gente corre como puede, sin más’. Lo que es ridículo. ¿Acaso la gente nada como puede, sin más?”. En todos los otros deportes, tomar lecciones es fundamental; uno no se lanza a dar golpes con un palo de golf, ni a deslizarse montaña abajo sobre esquíes sin alguien que lo lleve paso a paso y le enseñe la manera adecuada de hacerlo. De lo contrario, la incompetencia está asegurada y las lesiones son inevitables.
“Correr es igual”, me explicó Eric. “Si uno no aprende a hacerlo bien, nunca podrá saber lo bien que se siente”. Me sonsacó todos los detalles de la carrera que había visto en la escuela tarahumara. (“La pequeña pelota de madera —reflexionó—. La manera en que aprenden a correr pateándola, eso no puede ser por casualidad”.) Luego me ofreció un trato: él me prepararía para la carrera de Caballo y yo, por mi parte, lo avalaría de cara a Caballo.
—Si la carrera sale, tenemos que estar ahí —insistió Eric—. Será la más grande ultramaratón de todos los tiempos.
—No creo que yo esté hecho para correr cincuenta millas —dije.
—Todos estamos hechos para correr —dijo él.
—Cada vez que subo las millas, me rompo.
—Esta vez no ocurrirá.
—¿Tendré que usar plantillas ortopédicas?
—Olvídate de eso.
Yo tenía mis dudas, pero la confianza absoluta de Eric me estaba empezando a convencer.
—Quizá debería perder peso para aligerarle la carga a mis piernas.
—Tu dieta cambiará por sí sola. Espera y verás.
—¿Qué te parece el yoga? ¿Puede ayudar, no?
—Olvídate del yoga. Todos los corredores que conozco que practican yoga se lesionan.
Cada vez sonaba mejor.
—¿Realmente crees que puedo hacerlo?
—La verdad es esta: tienes margen de error cero, pero puedes hacerlo —dijo Eric.
Tendría que olvidar todo lo que sabía acerca de correr y empezar desde el principio.
—Prepárate para retroceder en el tiempo —dijo Eric—. Viajarás a la prehistoria.
Unas semanas después, un hombre con la pierna derecha torcida por debajo de la rodilla, se me acercó cojeando con una cuerda. Me ató la cuerda a la cintura y la tensó. “¡Vamos!”, gritó.
Me doblé sobre la cuerda, agitando las piernas conforme lo arrastraba. Soltó la cuerda y salí disparado. “Bien”, dijo. “Cada vez que corras, recuerda la sensación de la cuerda tensada. Ayudará a que mantengas los pies debajo de tu cuerpo, tus caderas dirigidas hacia delante y tus talones fuera de la imagen”.
Eric me había recomendado que iniciara mi viaje a la prehistoria yendo a Virginia para aprender bajo la tutela de Ken Mierke, un fisiólogo del ejercicio además de triatleta campeón mundial, a quien su distrofia muscular obligaba a reducir al mínimo, a la esencia misma, su estilo de correr. “Soy la prueba viviente del sentido del humor de Dios”, le gusta decir a Ken. “Fui un niño obeso con pie péndulo cuyo padre vivía para el deporte. Dada mi obesidad y mi distrofia muscular, era más lento que cualquier niño al que me enfrentaba. Así que aprendí a observar atentamente y encontrar alternativas mejores para competir”.
Cuando jugaba baloncesto, Ken no podía irse hasta el aro, así que practicó tiros de tres y un mortífero tiro de gancho. En el fútbol americano no podía perseguir al
quarterback
o burlar al
safety
, pero estudió los ángulos del cuerpo y las líneas de ataque y se convirtió en un formidable
tackle
izquierdo. No podía cruzar el campo para devolver una volea jugando al tenis, así que desarrolló un saque y una devolución de saque feroces. “Si no podía ser más rápido, sería más listo”, explica. “Encontraría las debilidades del contrario y las convertiría en mis puntos fuertes”.
Debido a los músculos atrofiados de su pantorrilla derecha, cuando empezó a competir en triatlones, Ken solo podía correr usando un calzado especial, muy pesado que él había construido con una bota de patines Rollerblade y un resorte. Tener que llevar eso suponía una desventaja considerable, en lo que a peso se refiere, frente a los otros atletas amputados de la liga de discapacitados, así que aumentar su eficiencia energética para compensar lo que suponía cargar ese zapato de siete libras podía hacer una gran diferencia.
Ken consiguió un montón de videos de corredores keniatas y los revisó cuadro por cuadro. Luego de horas de visionado, una revelación lo sorprendió: los mejores maratonistas del mundo corrían como niños de jardín de infancia. “Si ves a niños corriendo en el patio de recreo, notas como sus pies aterrizan justo debajo de ellos mismos y luego se impulsan hacia atrás”, me dijo Ken. “Los keniatas hacen lo mismo. La manera en que corren descalzos cuando están creciendo es asombrosamente similar a la manera en que corren de adultos, y asombrosamente diferente a la manera en que corren los americanos”. Ken volvió a las cintas de video, esta vez con una libreta y un lapicero, y anotó hasta el último detalle de la técnica de los keniatas. Luego se fue a buscar unos conejillos de Indias.
Afortunadamente, Ken ya había empezado a hacer exámenes fisiológicos con triatletas como parte de sus estudios de kinesiología en la Universidad Politécnica de Virginia, así que tenía acceso a bastantes atletas para sus experimentos. Los corredores podían haber tenido ciertos reparos a que alguien estuviese ajustando su técnica, pero los Ironmen se apuntan a cualquier cosa. “Los triatletas son muy abiertos —explica Ken—. Es un deporte joven, así que no se encuentra atado a la tradición. Allá por 1988, los triatletas empezaron a usar manillares curvos en sus bicicletas y los ciclistas se burlaron de ellos sin piedad. Hasta que Greg Lemond puso uno en su bicicleta y ganó el Tour de Francia con una ventaja de ocho segundos”.
El primer conejillo de Indias de Ken fue Alan Melvin, un triatleta veterano de sesenta años de categoría mundial. Primero, Ken estableció un patrón al hacer que Melvin corriera cuatrocientos metros a toda velocidad. Luego le enganchó un pequeño metrónomo eléctrico a la camiseta.
—¿Para qué es esto?
—Vamos a ajustarlo a un ritmo de ciento ochenta golpes por minuto, para que corras a ese ritmo.
—¿Por qué?
—Los keniatas corren con pasos superrápidos —dijo Ken—. Los movimientos de piernas rápidos y ligeros son más económicos que los largos y enérgicos.
—No lo entiendo —dijo Alan—. ¿No se supone que debería tener una zancada larga en lugar de una corta?
—Déjame hacerte una pregunta —respondió Ken—, ¿alguna vez has visto a uno de estos tipos corriendo descalzos una carrera de diez kilómetros?
—Sí, es como si corrieran sobre brasas ardiendo.
—¿Alguna vez has podido ganarle a alguno de esos tipos descalzos?
Alan se quedó pensando.
—Buen punto.
Luego de practicar cinco meses, Alan volvió para otra ronda de pruebas. Corrió cuatro series de una milla de distancia, y a cada vuelta fue más rápido que su mejor tiempo en los cuatrocientos metros de la vez anterior. “Estamos hablando de un tipo que ha corrido durante cuarenta años y se encuentra entre los diez mejores de su grupo de edad”, señaló Ken. “No estamos hablando de la mejora de un principiante. De hecho, a sus sesenta y dos años, en lugar de mejorar debería empezar ya a decaer”.
Ken estaba experimentando consigo mismo también. Era un corredor tan flojo que en su mejor desempeño en un triatlón hasta la fecha había acabado la carrera de bicicleta con diez minutos de ventaja frente al resto y aun así había perdido. En 1997, un año después de crear su nueva técnica, Ken se hizo invencible, llegando a ganar el campeonato mundial para atletas con discapacidad dos años consecutivos. Una vez que se empezó a correr la voz de que Ken había creado una técnica que no solo aportaba velocidad sino que era amable con las piernas, otros triatletas empezaron a contratarlo como entrenador. En los próximos años entrenaría a once campeones nacionales y tendría una lista de cien atletas a su cargo.
Ken estaba convencido de que había redescubierto un arte milenario, así que llamó a su estilo
Running Evolution
(Evolución del correr). Por la misma época habían aparecido otros dos métodos para correr descalzo. El “Chi Running”, basado en el equilibrio y minimalismo del tai chi surgió en San Francisco; mientras que en Florida, el doctor Nicholas Romanov, un fisiólogo del ejercicio ruso, estaba enseñando el método POSE. El repentino auge del minimalismo no fue fruto del plagio o la polinización cruzada; más bien, parecía ser el resultado de la urgente necesidad de encontrar respuestas a la epidemia de lesiones relacionadas con correr, y la pura lógica mecánica de lo que Ted Descalzo llamaba “el bricolaje de ir descalzo”, la elegancia de una cura basada en el principio “menos es más”.
Pero el que una técnica sea sencilla, no significa que sea sencilla de aprender, como yo mismo descubriría cuando Ken Mierke me filmó en acción. En mi cabeza mis pasos eran fáciles, ligeros y suaves, pero el video mostraba que todavía seguía balanceándome de arriba abajo a la vez que seguía agachándome hacia delante como si estuviera atravesando un huracán. La facilidad con que había adoptado el estilo de Caballo había sido un error: “Cuando le enseño esta técnica a alguien y le pregunto cómo se siente, si la respuesta es ‘¡Genial!’, yo digo ‘¡Demonios!’. Eso significa que no ha cambiado nada. Debería sentirse incómodo. Uno debe atravesar un periodo durante el cual ya no corre con facilidad en la forma equivocada pero en el que tampoco se siente completamente cómodo corriendo de la forma adecuada. No es solo que esté adaptando su técnica, es el cuerpo mismo el que está adaptándose; está activando músculos que han permanecido inactivos la mayor parte de su vida”.
Eric tiene un sistema a prueba de tontos para enseñar el mismo estilo. “Imagina que tu hija está corriendo por la calle y que tienes que salir corriendo descalzo para alcanzarla”, me dijo Eric cuando me reuní con él luego de haber estado bajo las órdenes de Ken. “Automáticamente te colocarás en la postura correcta: estarás erguido sobre tus pies descalzos, con la espalda recta, la cabeza estable, los brazos altos, los hombros moviéndose con rapidez y los pies tocando el suelo velozmente con la parte delantera de la planta y pateando hacia atrás”.