Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
—Hay un problema con todos ustedes —empezó—. A los rarámuris no les gustan los mexicanos. A los mexicanos no les gustan los americanos. Y a los americanos no les gusta nadie. Pero están todos aquí. Y siguen haciendo cosas que se supone que no deben hacer. He visto a rarámuri ayudando a
chabochis
a cruzar el río. He visto a mexicanos tratando a rarámuri como grandes campeones. Miren a esos gringos tratando a la gente con respeto. Los mexicanos, americanos y rarámuri normales no actúan de esta forma.
En una esquina, Ted creía que podía ayudar a Manuel traduciéndole el torpe español de Caballo a un todavía más torpe spanglish. Mientras Ted parloteaba, una sonrisa tenue revoloteaba por el rostro de Manuel. Al final, se quedó quieta.
—¿Qué están haciendo aquí? —continuó Caballo—. Tienen maíz que plantar. Tienen familias que cuidar. Ustedes, gringos, saben lo peligroso que puede ser esto. No hace falta que nadie les hable a los rarámuris acerca del peligro. Uno de mis amigos perdió a un ser amado, alguien que podría haber sido el siguiente gran campeón rarámuri. Está sufriendo, pero es un verdadero amigo. Y por eso está aquí.
Todo el mundo se quedó en silencio. Ted Descalzo posó una mano sobre la espalda de Manuel. De todos los tarahumaras que podían haberlo ayudado con sus huaraches, me di cuenta, no había elegido a Manuel de casualidad.
—Pensé que esta carrera iba a ser un desastre, porque pensaba que serían demasiado sensatos para venir —dijo Caballo recorriendo el jardín con la mirada, hasta que encontró a Ted en la esquina y clavó sus ojos sobre él—. Ustedes americanos son supuestamente avariciosos y egoístas, pero los he visto actuar de buen corazón. Haciendo las cosas por amor, haciendo cosas buenas sin razón alguna. ¿Y ustedes saben quién hace las cosas sin razón?
—¡CABALLO! —se elevó el grito.
—Así es. La gente loca. Más locos. Pero hay algo en la gente loca: ven cosas que el resto no ve. El gobierno está poniendo carreteras, destrozando nuestros caminos. Algunas veces la Madre Naturaleza vence y los barre con aluviones y aludes de rocas. Pero nunca se sabe. Nunca se sabe si volveremos a tener una oportunidad como esta. Mañana tendrá lugar una de las carreras más grandes de todos los tiempos, ¿y saben quiénes la verán? Solo gente loca. Solo ustedes Más Locos.
—¡Más Locos!
Se chocaron cervezas en el aire, las botellas tintineaban. Caballo Blanco, el vagabundo solitario de las Sierras Altas, finalmente había salido de las tierras salvajes para encontrarse rodeado de amigos. Tras años de decepciones, estaba a doce horas de ver su sueño hecho realidad.
—Mañana verán lo que la gente loca ve. El pistoletazo de salida será al amanecer porque tenemos mucho que correr.
—¡CABALLO! ¡VIVA CABALLO!
Suelo visualizar un corredor más rápido, casi como un fantasma, con una zancada más veloz, que va delante de mí.
—
Gabe Jennings
, ganador de la prueba de 1.500 metros en las pruebas clasificatorias estadounidenses para las olimpiadas del año 2000.
A LAS CINCO DE LA MADRUGADA, Mamá Tita ya había puesto los panqueques, las papayas y el pinole caliente en las mesas. Como comida previa a la carrera, Arnulfo y Silvino habían pedido pozole, un sustancioso caldo de carne con tomates y gruesas mazorcas de maíz, y Tita, tan animada como un pajarillo a pesar de solo haber dormido tres horas, lo preparó sin problemas. Silvino se había puesto su atuendo especial de carrera, una preciosa blusa turquesa y una falda
zapete
blanca con flores bordadas por todo el bajo.
—Guapo —le dijo Caballo admirativamente.
Silvino hundió la cabeza, ruborizado. Caballo, inquieto, recorrió el jardín dando sorbos a un café. Había oído que algunos granjeros estaban planeando sacar a pastar el ganado por uno de los caminos, así que había estado dando vueltas toda la noche, planeando algún desvío de última hora. Cuando se levantó y se dirigió con dificultad hasta el restaurante, descubrió que el padre de Luis y el viejo Bob, su amigo vagabundo de Batopilas, ya habían acudido al rescate. Se habían cruzado con los vaqueros la noche anterior mientras tomaban fotos en el campo y les habían advertido del trayecto de la carrera. Ahora, sin una estampida de que preocuparse, Caballo estaba buscando otra causa de turbación. No tuvo que buscar demasiado.
—¿Dónde están los Niños? —preguntó.
Todo el mundo se encogió de hombros.
—Será mejor que vaya a buscarlos —dijo—. No quiero que vuelvan a matarse por no desayunar.
Cuando Caballo y yo salimos del restaurante, me quedé atónito al ver que todo el pueblo estaba ahí para saludarnos. Mientras desayunábamos, habían colgado guirnaldas de flores frescas y serpentinas de papel, y una banda de mariachis ataviados con sombreros y trajes de torero había empezado a calentar las guitarras con unas cuantas canciones. Había mujeres y niños bailando en la calle, mientras que el alcalde apuntaba al cielo con una escopeta, practicando para dar el pistoletazo de salida sin arruinar las serpentinas.
Eché un vistazo a mi reloj y de pronto sentí que me faltaba el aire: treinta minutos para que comenzara la carrera. La subida de treinta y cinco millas hasta Urique, como Caballo había pronosticado, me había “masticado y cagado entero”, y en media hora tendría que hacerlo todo de nuevo sumando quince millas más. Caballo había diseñado un trayecto diabólico: teníamos que ascender y descender seis mil quinientos pies en un trayecto de cincuenta millas, exactamente la altitud que se alcanzaba en la primera mitad de la Leadville Trail 100. Caballo no era fan de los directores de Leadville, pero a la hora de elegir el terreno, era igual de despiadado.
Caballo y yo subimos la montaña hasta el hotelito. Jenn y Billy seguían en la habitación, discutiendo si hacía falta que Billy llevara la botella extra de agua, botella que Billy no encontraba de todas formas. Yo tenía una de sobra que estaba usando para café, así que fui corriendo a mi habitación, tiré el café y se la di a Billy.
—¡Ahora vayan a comer algo! ¡De prisa! —los regañó Caballo—. El alcalde dará el pistoletazo a las siete en punto.
Caballo y yo recogimos nuestro equipo —una mochila de hidratación repleta de geles y PowerBars, el mío; una botella de agua y una bolsa pequeña de pinole, el de Caballo— y bajamos la colina. Quince minutos para la partida. Doblamos en la esquina con dirección al restaurante de Tita y descubrimos que la fiesta callejera había crecido hasta convertirse en un mini Mardi Gras. Luis y Ted bailaban y hacían girar a unas mujeres mayores y esquivaban al padre de Luis, que seguía metiéndose de por medio. Scott y Bob Francis daban palmas y cantaban lo mejor que podían con los mariachis. Los tarahumaras de Urique habían montado su propia brigada de percusión, golpeando la acera con sus varas de
palia
.
Caballo estaba encantado. Se metió entre la muchedumbre y empezó a caminar como Muhammad Ali, balanceándose y zigzagueando y lanzando puñetazos al aire. El público rugió. Mamá Tita le lanzó besos volados.
—¡Ándale! ¡Vamos a bailar todo el día! —gritó Caballo haciendo bocina con las manos—. Pero sólo si no muere nadie. ¡Tengan cuidado allá fuera!
Se giró hacia los mariachis e hizo una señal cruzando el dedo por la garganta. Acaben con la música. Ha llegado la hora del espectáculo.
Caballo y el alcalde empezaron a ahuyentar bailarines de la calle y a llamar a los corredores a la línea de partida. Nos reunimos todos, formando una colcha de retazos con nuestros diferentes rostros, cuerpos y atuendos. Los tarahumaras de Urique llevaban shorts y zapatillas de correr, además de sus
palias
. Scott se quitó la camiseta. Arnulfo y Silvino, que se apretaban al lado de Scott, llevaban las blusas brillantes que habían traído especialmente para la carrera; los cazadores de venados no iban a perder de vista al Venado ni un segundo. Por acuerdo tácito, elegimos una línea invisible en el asfalto agrietado y nos colocamos detrás.
El pecho me apretaba. Eric se las arregló para ponerse a mi lado.
—Mira, tengo malas noticias —dijo—. No vas a ganar. Sin importar lo que hagas, vas a estar ahí fuera todo el día. Así que lo mejor será que te relajes, te tomes tu tiempo y lo disfrutes. Quédate con esto en la cabeza: si sientes que requiere demasiado esfuerzo, es que estás esforzándote más de la cuenta.
—Entonces los pillaré desprevenidos —dije con voz ronca—, y tomaré la iniciativa.
—¡Ninguna iniciativa! —me advirtió Eric, para que ni siquiera se me cruzara la idea por la cabeza como broma—. Pueden hacer más de 100 grados ahí afuera. Tu trabajo es regresar a casa sobre tus dos pies.
Mamá Tita se acercó a cada corredor, con los ojos encharcados mientras nos apretaba las manos.
—Ten cuidado, cariño —nos rogaba.
“¡Diez!… ¡Nueve! …”
.
El alcalde lideraba a la multitud en la cuenta atrás.
“¡Ocho!… ¡Siete! …”
.
—¿Dónde están los Niños? —gritó Caballo.
Eché un vistazo alrededor. Ni rastro de Jenn y Billy.
—¡Dile al alcalde que se detenga! —grité de vuelta.
Caballo negó con la cabeza. Se giró y se colocó en posición, listo para la carrera. Había esperado años y arriesgado su vida para este momento. No iba a posponerlo por nadie.
“¡BRUJITA!”.
Los soldados señalaban detrás de nosotros.
Jenn y Billy llegaron corriendo cuando el público llegó a “cuatro”. Billy llevaba solo unas bermudas, sin camiseta, mientras que Jenn llevaba unas licras negras, un sostén de deporte negro, y el cabello en dos trenzas a lo Pippi Calzaslargas. Distraída por su club de fans militar, Jenn lanzó su bolso con comida y medias de repuesto en el lado equivocado de la calle, asustando a los espectadores, que brincaron cuando el bolso voló hacia sus piernas para luego perderse por ahí. Fui corriendo hasta donde estaba, lo recogí y lo coloqué sobre la mesa de socorro justo cuando el alcalde halaba el gatillo.
¡PUM!
Scott dio un salto y gritó, Jenn aulló y Caballo rugió. Los tarahumaras se limitaron a correr. El equipo de Urique partió como una manada, desapareciendo camino abajo en las sombras anteriores al amanecer. Caballo nos había advertido que los tarahumaras saldrían con todo, pero ¡wow!, esto era feroz. Scott se puso detrás de ellos, con Arnulfo y Silvino pisándole los talones. Yo salí lentamente, dejando que el pelotón me adelantara hasta encontrarme en la última posición. Hubiera sido genial tener algo de compañía, pero en ese momento me sentí más seguro estando solo. El peor error que podía cometer era retrasar el paso de alguien.
Las primeras dos millas eran un paseo por tierra plana, fuera del pueblo y por un camino de tierra hasta el río. Los tarahumaras de Urique llegaron al agua primero, pero en lugar de atacar directamente el cruce poco profundo de cincuenta yardas, se detuvieron de pronto y empezaron a escarbar en la orilla, volteando algunas rocas.
“¿Qué demonios …?”, se preguntó Bob Francis, que se había adelantado con el padre de Luis para tomar fotos desde el lado opuesto del río. Desde ahí vio cómo los tarahumaras de Urique sacaban unas bolsas de plástico que habían escondido bajo las rocas la noche anterior. Se colocaron las
palias
bajo el brazo y metieron los pies dentro de las bolsas, tirando con todas sus fuerzas de las asas, para empezar a cruzar el río chapoteando, demostrando qué ocurre cuando una nueva tecnología viene a reemplazar algo que ha funcionado perfectamente bien durante diez mil años: temerosos de mojar sus preciosas zapatillas del Ejército de Salvación, los tarahumaras de Urique iban haciendo malabares con sus botas impermeables caseras.
—Dios —murmuró Bob—. Nunca había visto nada así.
Los tarahumaras de Urique estaban todavía resbalándose sobre las rocas cuando Scott llegó a la orilla del río. Scott se lanzó al agua directamente, seguido de Arnulfo y Silvino. Los tarahumaras de Urique alcanzaron la otra orilla, se quitaron las bolsas y las guardaron en sus shorts para usarlas después. Empezaron a trepar la empinada duna de arena mientras Scott se acercaba a toda prisa, con los pies revoloteando sobre la arena. Para cuando los tarahumaras de Urique llegaron al camino de tierra que conducía hacia la montaña, Scott y los dos Quimares ya los habían alcanzado.
Jenn, por su parte, tenía ya un problema. Ella, Billy y Luis habían cruzado el río de lado a lado con un grupo de tarahumaras, pero cuando Jenn asaltó la duna de arena, la mano derecha le estaba molestando. Los ultramaratonistas confiaban en unas botellas de mano que se atan con correas para ser llevadas con facilidad. Jenn le había dado a Billy una de sus botellas de mano, y se había atado a la otra mano una botella de agua mineral con una venda inelástica adhesiva. Conforme luchaba duna arriba, su botella de mano casera empezó a sentirse pegajosa e incómoda. Era una pequeña molestia, pero una pequeña molestia con la que tendría que lidiar minuto a minuto durante las próximas ocho horas. Así que, ¿debía continuar llevándola? ¿O debía arriesgarse, otra vez, a cruzar las barrancas con solo una docena de sorbos de agua en la mano?