Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Ni por asomo; cuando los astronautas regresaron a la Tierra, habían envejecido décadas en el plazo de unos días. Sus huesos se habían debilitado y sus músculos se habían atrofiado; sufrían de insomnio, depresión, fatiga crónica y apatía. Incluso sus papilas gustativas se habían deteriorado. Quienes hayan pasado un fin de semana largo tirados en el sofá viendo televisión conocen la sensación, porque aquí abajo en la Tierra, hemos creado nuestra propia burbuja de gravedad cero; hemos dejado de hacer el trabajo que se supone deben hacer nuestros cuerpos y lo estamos pagando. Casi todas las primeras causas de muerte en el mundo occidental —cardiopatías, ictus cerebral, diabetes, depresión, hipertensión y una docena de tipos de cáncer— eran desconocidas por nuestros antepasados. No contaban con la ciencia médica, pero tenían una bala mágica, o quizá dos, a juzgar por los dedos que mostraba el doctor Bramble.
—Podríamos, literalmente, poner freno a las epidemias con este único remedio —me dijo. Levantó dos dedos haciendo el signo de la paz, luego los giró lentamente hacia abajo y empezó a moverlos como si estuvieran trotando en el espacio. El Hombre Corredor.
—Así de sencillo —dijo—. Sólo moviendo las piernas. Porque si no creemos que hemos nacido para correr, no sólo estamos negando la historia, estamos negando lo que somos.
El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado
—
William Faulkner
,
Réquiem por una monja
YA ESTABA despierto y con los ojos abiertos en la oscuridad cuando llegó Caballo rasgando la puerta.
—¿Oso? —susurró.
—Pasa —susurré de vuelta.
Miré el reloj: 4:30. Se suponía que en media hora debíamos ponernos en marcha para nuestro encuentro con los tarahumaras. Meses atrás, Caballo les había dicho que nos dieran alcance en una pequeña cañada de árboles en la subida a las montañas Batopilas. El plan era subir y cruzar la cumbre, para luego bajar por la espalda de la montaña y cruzar el río hasta la aldea de Urique. No sabía qué haría Caballo si los tarahumaras no aparecían, ni qué haría yo si sí lo hacían.
Los viajeros que van a caballo se conceden tres días para realizar el viaje de treinta y cinco millas de Batopilas a Urique; Caballo tenía planeado hacerlo en uno. Si me quedaba atrás, ¿sería yo el que se perdería en las barrancas esta vez? ¿Y qué ocurriría si los tarahumaras no aparecían? ¿Nos llevaría Caballo en su búsqueda a tierra de nadie? ¿Sabía al menos adónde estábamos yendo?
Esos fueron los pensamientos que me mantuvieron despierto. Pero Caballo, resultó, tenía sus propias preocupaciones. Entró y se sentó al borde de mi cama.
—¿Crees que los niños estén a punto? —me preguntó.
Increíblemente, tenían buen aspecto tras su experiencia cercana a la muerte del día anterior en las barrancas. Habían engullido una buena porción de tortillas y frijoles esa noche, y yo no había oído ningún ruido de dolor proveniente del baño durante la noche.
—¿Cuánto tarda la giardiasis en manifestarse? —pregunté.
Yo sabía que los parásitos de la giardia tienen que incubar por un tiempo en los intestinos antes de estallar en una mezcla de diarrea, fiebre y retortijones estomacales.
—Una o dos semanas.
—Entonces, si esta mañana no tienen más complicaciones estarán bien hasta después de la carrera.
—Hmmm —masculló Caballo—. Sí.
Hizo una pausa, obviamente estaba callando algo más.
—Mira —continuó—, voy a tener que darle a Ted Descalzo un golpe en la frente.
El problema esta vez no eran los pies de Ted, sino su boca.
—Si se pone a hablarles en la cara a los rarámuris, van a sentirse realmente incómodos —dijo Caballo—. Van a pensar que es otro Fisher y se van a ir.
—¿Qué vas a hacer al respecto?
—Voy a decirle que tiene que callarse la boca. No me gusta decirle a la gente lo que tiene que hacer, pero alguien tiene que hacérselo entender.
Me levanté y ayudé a Caballo a despertar al resto. La noche anterior, un amigo de Caballo había cargado nuestro equipaje en un burro y había partido con dirección a Urique, así que todo lo que debíamos llevar era agua y comida suficiente para el trayecto. El viejo guía Bob Francis se había ofrecido a llevar al padre de Luis a través de las montañas en su camioneta 4×4, haciendo el camino menos largo para él. Los demás estuvieron listos rápidamente y, a eso de las cinco, ya estábamos abriéndonos paso por las rocas con dirección al río. La luna centelleaba sobre el agua y los murciélagos sobrevolaban nuestras cabezas mientras Caballo nos conducía a través de un delgado camino que rodeaba la orilla. Íbamos en fila y a paso ligero.
—Los Niños Juerguistas son increíbles —dijo Eric, viendo como se deslizaban detrás de Caballo.
—Son más bien los Niños Resucitados —asentí—. Pero la mayor preocupación de Caballo es… —dije señalando con la cabeza a Ted Descalzo, cuyo atuendo consistía en unos shorts rojos, sus FiveFingers verdes y un amuleto en forma de esqueleto anatómicamente correcto que le pendía del cuello. En lugar de una camiseta, llevaba un impermeable rojo con la capucha atada bajo la barbilla y el resto ondeándole por encima de los hombros como una capa. En el tobillo llevaba un hilo de cascabeles tintineantes, porque en alguna parte había leído que los ancianos tarahumara solían llevarlos.
—Genial —dijo Eric riendo—. Tenemos nuestro propio médico brujo.
Para cuando amaneció, habíamos dejado el río atrás e íbamos montaña arriba. Caballo estaba yendo rápido, incluso más que el día anterior. Comimos en el camino, masticando trocitos de tortilla y barritas energéticas, y bebiendo tragos cortos de agua, por si tuviera que durarnos todo el día. Cuando aclaró lo suficiente, eché una mirada atrás para orientarme. La aldea se había desvanecido como
Brigadoon
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, devorada por el bosque. Incluso el camino a nuestra espalda parecía disolverse en el follaje verde según avanzábamos. Era como si estuviéramos sumergiéndonos en un océano verde sin fondo.
—No mucho más lejos —alcancé a oír que decía Caballo, mientras nos señalaba algo que yo no podía ver todavía—. ¿Ven ese ramillete de árboles? Ahí es donde estarán.
—El famoso Arnulfo —dijo Luis con tono de admiración—. Tengo más ganas de conocerlo a él que a Michael Jordan.
Me acerqué y pude ver los árboles. No había nadie por ahí.
—La gripe ha estado rondando —dijo Caballo, bajando la velocidad e inclinando la cabeza para echar un vistazo a las colinas en busca de señales de vida—. Puede que algunos de los corredores lleguen más tarde. Si es que están enfermos. O han tenido que cuidar de sus familiares.
Eric y yo cruzamos miradas. Caballo no había dicho nada de la gripe hasta ahora. Me quité la mochila de hidratación y me preparé para tumbarme y descansar un poco. Mejor tomarse un respiro ahora para ver qué vendrá después, pensé, dejando la mochila a mis pies. Eché un vistazo atrás y me encontré con que estábamos rodeados por media docena de hombres con faldas blancas y camisas pirata. Se habían materializado en un pestañeo.
Nos quedamos todos de pie, en silencio y anonadados, esperando una señal de Caballo.
—¿Ha venido? —susurró Luis.
Recorrí con la mirada el círculo formado por los tarahumaras hasta que me topé con esa sonrisa burlona tallada sobre ese atractivo rostro de caoba. Wow, estaba aquí de verdad. E increíblemente, también había venido su sobrino Silvino, que estaba de pie a su lado.
—Es él —susurré de vuelta.
Arnulfo me oyó y miró hacia nosotros. Sus labios sonrieron nerviosa y ligeramente cuando me reconoció. Caballo estaba sobrecogido de la emoción. Pensé que no era más que alivio hasta que lo vi lanzarse con las dos manos hacia uno de los tarahumaras que tenía el rostro lastimero que recordaba a Jerónimo.
—Manuel —dijo Caballo.
Manuel no devolvió la sonrisa, pero cogió las dos manos de Caballo entre las suyas. Me acerqué hasta ellos.
—Conocí a tu hijo —dije—. Fue muy amable conmigo, todo un caballero.
—Me habló de ti —dijo Manuel—. Le hubiera gustado estar aquí.
El conmovedor encuentro entre Caballo y Manuel rompió el hielo para todos. El resto de la expedición se mezcló con los tarahumaras, intercambiando el saludo especial que Caballo les había enseñado, ese ligero roce de las yemas de los dedos que es a la vez menos abarcador y más íntimo que el viejo apretón de manos.
Caballo empezó a presentarnos. Sin usar nuestros nombres. De hecho, creo que no volví a escucharlo utilizar nuestros nombres. Había estado estudiándonos a lo largo de estos tres días, y así como había visto un oso dentro de mí y Ted Descalzo había visto un mono dentro de sí mismo, Caballo sentía que había identificado el animal interior de todos los demás.
—El Coyote —dijo, colocando una mano en la espalda de Luis.
Billy se convirtió en El Lobo Joven. Eric, silencioso y atento, era El Gavilán. Cuando tocó el turno de Jenn, vi que una llama de divertido interés se encendía brevemente en los ojos de Manuel Luna.
—La Brujita Bonita —la bautizó Caballo.
Para los tarahumaras, imbuidos en la reminiscencia de sus dos magníficos años en Leadville y la batalla épica entre Juan Herrera y Ann “La Bruja” Trason, que una joven corredora recibiera el apodo de “La Brujita Bonita” tenía exactamente el mismo impacto que si un novato de la NBA recibiera el título de “Heredero de Jordan”.
—¿Hija? —preguntó Manuel.
—Por sangre, no. Por corazón, sí —respondió Caballo.
Finalmente, Caballo se giró hacia Scott Jurek.
—El Venado —dijo, consiguiendo que incluso el impertérrito Arnulfo reaccionara.
¿A qué estaba jugando este gringo loco? ¿Por qué Caballo llamaría “El Venado” a ese tipo alto, delgado y, en apariencia, extremadamente seguro de sí mismo? ¿Estaba guiñándoles un ojo, dándoles una pequeña pista de cómo debían jugar sus cartas en la carrera? Manuel recordaba muy bien la manera en que Caballo había alentado a los tarahumaras a mantenerse pisándole los talones a Ann Trason y “la cazaran como a un venado”. ¿Ayudaría Caballo a los tarahumaras en detrimento de su compatriota? O quizá era una trampa… Quizá Caballo estaba intentando engañarlos para que se mantuvieran detrás mientras este americano les sacaba una ventaja insuperable…
Todo les resultaba misterioso y complicado y tremendamente divertido a los tarahumaras, cuyo amor por la estrategia en las carreras rivalizaba su amor por la cerveza de maíz. Tranquilamente, empezaron a bromear entre ellos hasta que irrumpió Ted Descalzo. Accidental o preventivamente, Caballo se había saltado a Ted en la presentación, así que Ted se presentó a sí mismo.
—¡Yo soy El Mono! —anunció.
Espera un momento, pensó Ted. ¿Hay monos en México? Quizá los tarahumaras ni siquiera sabían lo que era un mono. Por si acaso, empezó a aullar y rascarse como un chimpancé, mientras los cascabeles de su tobillo tintineaban y las mangas de su impermeable rojo le bailaban sobre la cara, porque de alguna manera pensaba que imitando a una criatura que no habían visto jamás les haría entender de qué criatura se trataba.
Los tarahumaras lo miraban. Ninguno de ellos, por cierto, llevaba cascabeles.
—Ok —dijo Caballo, deseoso de correr el telón—. ¿Vámonos?
Nos pusimos las mochilas a la espalda. Habíamos estado subiendo casi cinco horas seguidas, pero teníamos que seguir adelante si queríamos vadear el río antes de que oscureciera. Caballo se puso al frente y el resto nos colocamos detrás, mezclados con los tarahumaras, en una sola fila. Intenté colocarme al final para no retrasar al pelotón, pero Silvino no me dejó. No iba a moverse si no me movía yo primero.
—¿Por qué? —pregunté.
Costumbre, me dijo Silvino. Como uno de los mejores jugadores de pelota de las barrancas, estaba acostumbrado a cuidar la espalda de sus compañeros y a dejar que ellos marcaran el ritmo hasta que llegara el momento de rematar las últimas millas. Me sentía emocionado de formar parte de un Equipo de las Estrellas Tarahumara-Estados Unidos, hasta que traduje a Eric lo que Silvino me había dicho.
—Puede ser —dijo Eric—. O quizá la carrera ya ha comenzado.
Y señaló con un movimiento de cabeza hacia delante. Arnulfo estaba justo detrás de Scott, vigilándolo atentamente.