Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Para alcanzar el éxito como cazador, Louis tenía que reinventarse como corredor. Había sido un excelente corredor de media distancia en la secundaria, había ganado el campeonato de 1.500 metros y había quedado segundo por muy poco en la carrera de 800, pero para acompañar a los bosquimanos, tenía que olvidar todo lo que los entrenadores modernos le habían enseñado y debía estudiar a los antiguos. Como atleta de pista había bajado la cabeza y pisado el acelerador, pero como aprendiz bosquimano, tenía que mantener la vista en alto y en estado de alerta a cada paso que daba. No podía distraerse e ignorar el dolor; todo lo contrario, su mente estaba constantemente saltando entre lo inmediato —las marcas en el suelo, el sudor en su frente— y lo imaginario, según jugaba al ajedrez para pensar un paso por delante de su presa.
El ritmo no era demasiado fiero; los bosquimanos promediaban unos diez minutos por milla, pero muchas de esas millas eran sobre arena suave o hierbas, y se detenían ocasionalmente para estudiar las huellas. También pisaban el acelerador a fondo y se lanzaban un
sprint
, pero sabían cómo hacer para seguir trotando después y recuperarse mientras corrían. Tenían que hacerlo, ya que la caza por persistencia es como presentarse a la línea de partida sin saber si se trata de una media maratón, una maratón o una ultra. Al poco tiempo, Louis empezó a pensar en correr de la manera en que otra gente piensa en caminar; aprendió a desacelerar y permitir que sus piernas llevaran un trote rápido, tranquilo, una especie de movimiento de base que podía prolongarse a lo largo del día y le dejaba energía suficiente para acelerar si era necesario.
También cambió su manera de comer. Un cazador-recolector no se ajusta a horarios, puede estar caminando de regreso a casa después de un agotador día de recolectar batatas, pero si ve aparecer una presa tierna, lo deja todo y se pone en marcha. Así que Louis tuvo que aprender a sobrevivir comiendo ligero a lo largo de todo el día en lugar de llenarse con grandes comidas, a no permitirse estar sediento, como si todos los días se encontrara en medio de una carrera en marcha.
El verano Kalahari se enfrió conforme se acercó el invierno, pero la cacería continuó. Los doctores de Utah y Harvard estaban equivocados en un punto de su teoría del Hombre Corredor: la caza por persistencia no depende de la temperatura, ya que los ingeniosos bosquimanos habían diseñado maneras de dar caza a sus presas sin importar el clima. En la temporada de lluvias, tanto el pequeño antílope duiker como el gigantesco órice gacela, con esos cuernos como lanzas, se sobrecalentaban debido a la arena húmeda bajo sus pezuñas, que obligaba a sus piernas a agitarse más. El alcelafo, con sus cuatrocientas libras, se encuentra cómodo en las praderas con el follaje alto, pero se ve expuesto y vulnerable en la tierra reseca de los inviernos secos. Cuando llega la luna llena, los antílopes están activos toda la noche y agotados al amanecer; cuando llega la primavera, están debilitados por la diarrea producida por los atracones de hojas verdes.
Cuando Louis estaba casi listo para regresar a casa y empezó a escribir
The Art of Tracking: The Origin of Science
(El arte del rastreo: El origen de la ciencia), se había acostumbrado tanto a esta carreras épicas que casi las daba por sentadas. Casi no habla de correr en su libro, enfocado más en las exigencias mentales de la caza que en las físicas. No fue sino hasta que un ejemplar de la revista
Nature
cayó en sus manos que pudo apreciar por completo lo que había visto en el Kalahari, así que agarró el teléfono y llamó a Utah.
“¿Sabe por qué la gente corre maratones?”, le dijo al doctor Bramble. Porque correr se encuentra arraigado en nuestra imaginación colectiva, y nuestra imaginación se haya arraigada en correr. El lenguaje, el arte, la ciencia; los transbordadores espaciales,
La noche estrellada
de Van Gogh, la cirugía intravascular; todo tiene su origen en nuestra capacidad para correr. Correr fue el superpoder que nos hizo humanos, lo que significa que es un superpoder que todos los seres humanos poseen.
—Entonces, ¿por qué tanta gente lo odia? —le pregunté al doctor Bramble cuando terminaba de contarme acerca de Louis y los bosquimanos—. Si todos nacemos para correr, ¿no deberíamos todos disfrutarlo?
El doctor Bramble comenzó a responderme con un acertijo.
—Este es un tema fascinante —dijo—. Monitoreamos los resultados de la maratón de Nueva York de 2004 y comparamos los tiempos de llegada por edades. Lo que descubrimos fue que, a partir de los diecinueve años, los corredores van ganando velocidad año a año, hasta que alcanzan su pico a los veintisiete. Después de los veintisiete, empiezan a decaer. Así que la cuestión es, ¿a qué edad alcanza uno la velocidad que tenía a los diecinueve nuevamente?
A ver. Busqué una página en blanco de mi cuaderno y empecé a hacer números. Toma ocho años alcanzar el mejor tiempo a la edad de veintisiete. Si uno se vuelve más lento al mismo ritmo que ha ganado velocidad, entonces alcanzará la velocidad que tenía a los diecinueve a los treinta y seis: ocho años hacia arriba, ocho años cuesta abajo. Pero yo sabía que aquí había un truco, y estaba bastante seguro de que tenía que estar en la diferencia de ritmo de subida y bajada. “Probablemente, mantenemos un poco la velocidad una vez que la hemos alcanzado”, decidí. Khalid Khannouchi tenía veintiséis años cuando quebró el récord mundial de maratón, y a los treinta y seis todavía era lo suficientemente rápido para terminar entre los cuatro primeros en las pruebas clasificatorias del equipo americano para las Olimpiadas. Había perdido solo diez minutos en diez años, a pesar de un montón de lesiones. En honor a la Curva Khannouchi, elevé mi respuesta hasta los cuarenta años.
—Cuarenta— empecé a decir hasta que vi una sonrisa formándose en el rostro de Bramble—, y cinco —añadí apresuradamente—. Creo que a los cuarenta y cinco.
—No.
—¿Cincuenta?
—No.
—No puede ser cincuenta y cinco.
—Así es —dijo Bramble—. No puede ser. Es a los sesenta y cuatro.
—¿Está hablando en serio? Esa es… —Garabateé los números—. Esa es una diferencia de cuarenta y cinco años. ¿Está diciendo que unos adolescentes no pueden vencer a tipos que les triplican la edad?
—¿No es increíble? —dijo Bramble—. Piensa en cualquier otra disciplina deportiva en la que tipos de sesenta y cuatro años compiten contra chicos de diecinueve. ¿Natación? ¿Boxeo? Ni por asomo. Hay algo realmente extraño en nosotros los humanos; no solo somos realmente buenos en carreras de resistencia, lo somos durante períodos de tiempo extremadamente largos. Somos máquinas hechas para correr. Y la máquina nunca se desgasta.
Uno no deja de correr porque se hace viejo
—decía siempre el Demonio de Dipsea—,
uno se hace viejo porque deja de correr…
—Y es así para ambos sexos —continuó el doctor Bramble—. Las mujeres obtienen los mismos resultados que los hombres.
Lo que tiene sentido, dado que desde que bajamos de los árboles tuvo lugar una curiosa transformación: mientras más humanos nos hacíamos, también nos hacíamos más iguales. Los hombres y las mujeres son básicamente del mismo tamaño, al menos si los comparamos con otros primates: los gorilas y orangutanes machos pesan al menos el doble que sus medias naranjas; los chimpancés machos son un tercio más grandes que las hembras; mientras que en promedio, la diferencia entre hombres y mujeres es un pequeño quince. Según evolucionamos, recortamos nuestra carne y nos hicimos más sinuosos, más cooperativos… esencialmente, más femeninos.
—Las mujeres realmente han sido subestimadas —agregó el doctor Bramble—. Han sido tomadas en menos evolutivamente. Hemos perpetuado esta idea según la cual se quedaban sentadas esperando a que los hombres volvieran con la comida, pero no hay razón alguna para que las mujeres no formaran parte del grupo de cazadores.
En realidad, hubiera sido extraño que las mujeres no cazaran junto a los hombres dado que son ellas las que realmente necesitan la carne. El cuerpo humano se beneficia de la proteína de la carne durante la infancia, el embarazo y la lactancia, así que ¿por qué las mujeres no se acercarían a los filetes lo más posible? Los nómadas cazadores-recolectores trasladaban sus campamentos según el movimiento de las manadas, así que en lugar de arrastrar la comida de vuelta a casa, parecería mucho más lógico que la tribu entera fuera en busca de ella.
Y cuidar a los niños al vuelo tampoco es tan difícil, como demuestra la ultramaratonista Kami Semick; le gusta correr por caminos de montaña cerca de Bend, Oregón, llevando a su hija de cuatros años, Baronie, en una mochila a la espalda. ¿Recién nacidos? No hay problema, en la Hardrock 100 de 2007, Emily Baer llegó octava, luego de vencer a otros hombres y mujeres, deteniéndose en cada estación de socorro para dar el pecho a su bebé. Los bosquimanos ya no son nómadas, pero la tradición de parejas cazando en igualdad de condiciones todavía existe entre los pigmeos mbuti del Congo, donde maridos y esposas persiguen a los hilóqueros
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sujetando las redes hombro con hombro. “Como son perfectamente capaces de dar a luz mientras se encuentran de cacería y reintegrarse a la caza a la mañana siguiente —señala el antropólogo Colin Turnbull, que pasó años entre los mbuti—, las madres no ven razones para no participar de lleno en la tarea”.
La imagen del pasado del doctor Bramble estaba ganando claridad y color. Yo ya era capaz de imaginar un grupo de cazadores —viejos y jóvenes, hombres y mujeres— corriendo incansablemente a través de la pradera. Las mujeres delante, señalando el camino hacia huellas recientes que han divisado cuando recolectaban comida; mientras que en la retaguardia se encuentran los ancianos, con los ojos clavados en el suelo y sus mentes dentro de la cabeza de un kudu a media milla de distancia. Pisándoles los talones se encuentran los adolescentes ansiosos por empaparse de sabiduría. El músculo real se encuentra detrás: los chicos de veintitantos, los corredores más fuertes y rápidos, observando a los que guían el rastreo y guardando su energía para matar. ¿Y al final? Las Kami Semicks de la sabana, llevando a cuestas a sus hijos y nietos.
Después de todo, ¿con qué otros recursos contamos? Ninguno más allá de que corremos como locos y permanecemos juntos. Los seres humanos se encuentran entre los primates con un carácter más grupal y cooperativo; nuestra única defensa en un mundo lleno de peligros ha sido la solidaridad, y no hay razones para pensar que nos hayamos dispersado de pronto al enfrentarnos al más crucial de los retos: la cacería de alimentos. Recordé lo que los indios seri le dijeron a Scott Carrier después de que sus días de caza por persistencia hubieran llegado a su fin: “Era mejor antes”, un anciano seri se lamentaba. “Hacíamos todo en familia. La comunidad entera era una familia. Compartíamos todo y cooperábamos unos con otros, pero ahora hay muchas discusiones y riñas, cada hombre por su lado”. Correr no solo hizo a los seri personas. Como el entrenador Joe Vigil diría después a sus atletas, correr los hacía
mejores
personas.
—Pero hay un problema —me dijo el doctor Bramble, tocándose la frente—. Y está aquí arriba.
Nuestro mayor talento, me explicó, podía también dar origen al monstruo capaz de destruirnos. A diferencia de cualquier otro organismo de la historia, los humanos tienen un conflicto mente-cuerpo: tenemos un cuerpo hecho para la acción, pero un cerebro que siempre está buscando la eficiencia. Vivimos o morimos debido a nuestra resistencia, pero debemos recordar que la resistencia pasa por la conservación de la energía, y esa es una tarea que corresponde al cerebro. La razón por la que alguna gente usa su don genético para correr y otra no es que el cerebro es un comprador de gangas.
Durante millones de años, vivimos en un mundo sin policías, taxis ni Domino’s Pizza; nuestra seguridad, alimentación y transporte dependían de nuestras piernas, y no es que uno pudiera esperar a que una tarea terminara antes de empezar otra. Recordemos a Louis cazando con !Nate; seguramente !Nate no tenía planeado correr diez millas después de medio día de caminata y cacería a toda velocidad, pero aun así encontró la energía necesaria para salvar la vida de Louis. De la misma manera, sus antepasados nunca tenían la certeza de que, tras cazar a su presa, ellos mismos no se convertirían en una; el antílope que venían persiguiendo desde el amanecer podía haber atraído otros animales más voraces, lo que obligaría a los cazadores a dejar tirado el almuerzo y salir corriendo para salvar sus vidas. La única manera de sobrevivir era dejando algo en el tanque de reserva, y ahí es donde entra a tallar el cerebro. “El cerebro está siempre maquinando cómo reducir costes, conseguir más por menos, almacenar energía y tenerla lista en caso de emergencia”, me explicó Bramble. “Digamos que tenemos esta máquina de lujo, y está controlada por un piloto que está pensando ‘Ok, ¿cómo hago para hacer correr esta belleza sin usar nada de combustible?’. Tú y yo sabemos lo bien que se siente correr porque lo hemos convertido en un hábito”. Pero una vez que pierdes el hábito, la voz que oirás gritando en tu oído será tu antiguo instinto de supervivencia, apremiándote para que descanses. Y he aquí la amarga ironía: nuestra fantástica resistencia fue la que le dio a nuestro cerebro el alimento necesario para crecer, y ahora nuestro cerebro menoscaba nuestra resistencia.
“Vivimos en una cultura que ve el ejercicio extremo como una locura —dice el doctor Bramble—, porque eso es lo que nuestro cerebro nos dice: ¿para qué apretar el acelerador si no hace falta?”.
Para ser justos, nuestro cerebro ha sabido perfectamente lo que hacía el 99 por ciento de las veces a lo largo de nuestra historia; sentarse a reposar era un lujo, así que cuando teníamos la posibilidad de descansar y recuperar fuerzas, había que hacerlo. Es hace poco que contamos con la tecnología necesaria para convertir el holgazaneo en una forma de vida; hemos cogido nuestros cuerpos vigorosos y resistentes de cazadores-recolectores y los hemos dejado caer en un mundo artificial de ocio. ¿Y qué ocurre cuando soltamos una forma de vida en un ambiente extraño? Los científicos de la NASA se preguntaron lo mismo antes de los primeros viajes al espacio. El cuerpo humano está construido para desarrollarse bajo la presión gravitacional, así que quizá el deshacerse de esa presión actuaría como una Fuente de la Juventud en versión trayectoria de escape, haciendo que los astronautas se sintieran más fuertes, inteligentes y saludables. Después de todo, cada caloría que comieran iría directamente a nutrir sus cerebros y cuerpos, en lugar de empujar hacia arriba luchando contra ese implacable tirón descendente, ¿cierto?