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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (111 page)

Osugi, después del aterrizaje que le había descoyuntado los huesos, estaba tendida en el suelo, gimiendo de dolor.

—¡Vaya, abuela, si eres tú! —exclamó, sorprendido al ver que su atacante no era ni un hombre de Yoshioka ni uno de los sacerdotes airados. Rodeó a la anciana con un brazo y la ayudó a levantarse—. Ahora empiezo a comprender —le dijo—. Eres tú quien ha contado a los sacerdotes un montón de chismes sobre mí, ¿no es cierto? Y supongo que, como se lo decía una vieja dama valiente y honrada, se han creído hasta la última palabra.

—¡Ah, me duele la espalda! —Osugi ni confirmó ni negó su acusación. Se retorció un poco, pero le faltaba fuerza para oponer mucha resistencia. Le dijo con voz débil—: Musashi, ya que hemos llegado a esto, no sirve de nada preocuparse por lo que está bien y lo que está mal. La Casa de Hon'iden ha sido desafortunada en la guerra, así que córtame ahora mismo la cabeza.

Musashi pensó que probablemente esa actitud no era sólo dramática. Aquéllas parecían las palabras sinceras de una mujer que había llegado tan lejos como le era posible y quería terminar de una vez.

—¿Estás mal? —le preguntó, negándose a tomarla en serio—. ¿Dónde te duele? Puedes pasar aquí esta noche, así que no tienes por qué preocuparte.

Cogiéndola en brazos, la llevó adentro y la tendió en su camastro. Entonces se sentó a su lado y cuidó de ella durante toda la noche.

Cuando amaneció, Seinen trajo la caja de comida que Musashi le había pedido, junto con un mensaje del sacerdote jefe, el cual, tras pedirle disculpas por su rudeza, urgía a Musashi para que se pusiera en camino lo antes posible.

Musashi le envió a su vez un mensaje, diciendo que ahora tenía a su lado a una mujer enferma. El sacerdote, que no quería a Osugi en el templo, le hizo una sugerencia. Parecía ser que un mercader de la ciudad de Ótsu había llegado al templo con una vaca, dejándola al cuidado del sacerdote jefe mientras él iba a resolver unos asuntos. El sacerdote ofreció el animal a Musashi, diciéndole que la mujer podría bajar la montaña en su lomo. Una vez en Otsū, podían dejar la vaca en el muelle o en alguno de los almacenes vecinos.

Musashi aceptó agradecido el ofrecimiento.

Un poco de leche

El camino que descendía a lo largo de una estribación del monte Hiei desembocaba en la provincia de Ōmi, en un lugar poco más allá del templo Miidera.

Musashi conducía a la vaca por medio de una cuerda. Miró por encima del hombro y dijo suavemente:

—Si quieres, podemos hacer un alto y descansar. Ninguno de los dos tenemos prisa.

Pensó que, por lo menos, estaban en camino. Osugi, que no estaba acostumbrada a las vacas, primero se había negado a montarla, y Musashi tuvo que poner en juego todo su ingenio. El argumento que convenció a la anciana fue el de que no podía quedarse indefinidamente en un bastión sacerdotal del celibato.

De bruces sobre el cuello de la vaca, Osugi gimió de dolor y mantuvo la misma actitud hacia él. A cada señal de solicitud por parte de Musashi, se recordaba a sí misma su odio y transmitía en silencio el desprecio que sentía al ser cuidada por su enemigo mortal.

Aunque él sabía perfectamente que la mujer no tenía más razón de vivir que vengarse, era incapaz de considerarla como un verdadero enemigo. Nadie, ni siquiera los enemigos mucho más fuertes que ella, le había causado jamás tantas molestias y apuros. Sus mañas le habían llevado al borde del desastre en su propio pueblo. Por culpa de ella se habían mofado de él y le habían vilipendiado en el Kiyomizudera. Una y otra vez Osugi le había echado la zancadilla y frustrado sus planes. Había habido ocasiones, como la noche anterior, en que la maldijo y cerca estuvo de ceder al impulso de cortarla en dos de un tajo.

Sin embargo, no se sentía capaz de ponerle la mano encima, sobre todo ahora, cuando estaba magullada y desprovista de su verborrea acostumbrada. Curiosamente, la inactividad de su lengua viperina le deprimía, y ansiaba verla sana de nuevo, aunque eso significara más molestias para él.

—Montar así debe de ser bastante incómodo —le dijo—. Procura aguantar un poco más. Cuando lleguemos a Ōtsu, ya se me ocurrirá algo.

La panorámica al nordeste era espléndida. El lago Biwa se extendía plácidamente debajo de ellos, el monte Ibuki estaba al otro lado y los picos de Echizen se alzaban a lo lejos. En la orilla más próxima del lago, Musashi podía distinguir cada una de las famosas Ocho Vistas de Karasaki en el pueblo de Seta.

—Descansemos un poco —dijo Musashi—. Te sentirás mejor si bajas y te tiendes durante unos minutos.

Ató el animal a un árbol, cogió a la anciana en brazos y la bajó.

De bruces en el suelo, Osugi apartó las manos de Musashi y soltó un gemido. Tenía el rostro febrilmente caliente y el cabello enmarañado.

—¿No quieres un poco de agua? —le preguntó él, no por primera vez, al tiempo que le restregaba la espalda—. También deberías comer algo. —Ella sacudió la cabeza, testaruda—. No has tomado una gota de agua desde anoche —añadió en tono suplicante—. Si sigues así, vas a empeorar. Quisiera encontrarte alguna medicina, pero por aquí no hay ninguna casa. Oye, ¿por qué no tomas la mitad de mi comida?

—¡Qué repugnante!

—¿Cómo?

—Preferiría morir en un campo y ser devorada por los pájaros. ¡Jamás caeré tan bajo como para aceptar comida de un enemigo! —Le apartó la mano de su espalda y aferró la hierba.

Preguntándose si la mujer superaría alguna vez su malentendido básico, Musashi la trataba con la misma ternura que dedicaría a su propia madre, procurando pacientemente serenarla cada vez que arremetía contra él.

—Vamos, abuela, sabes bien que no deseas morir. Tienes que vivir. ¿No quieres ver cómo se abre paso Matahachi en el mundo?

La anciana hizo una mueca y respondió gruñendo:

—¿Qué tiene eso que ver contigo? Muchas gracias, pero Matahachi saldrá adelante uno de estos días sin tu ayuda.

—No lo dudo, pero debes ponerte bien para animarle.

—¡Hipócrita! —gritó la mujer—. Estás perdiendo el tiempo si crees que puedes halagarme para que olvide lo mucho que te odio.

Musashi comprendió que la anciana interpretaría mal cualquier cosa que le dijera, por lo que se puso en pie y se alejó unos pasos. Eligió un lugar detrás de una roca y empezó a tomar su almuerzo de bolas de arroz rellenas de oscura y dulzona pasta de alubias, cada una envuelta en una hoja de roble. Sólo comió la mitad de ellas.

Al oír voces, miró alrededor de la roca y vio a una campesina hablando con Osugi. Vestía el hakama utilizado por las mujeres de Ōhara y la suelta cabellera le colgaba sobre los hombros. En tono estentóreo, decía:

—Tengo una enferma en casa. Ahora está mejor, pero se recuperará con más rapidez si le doy un poco de leche. ¿Me permites que ordeñe a la vaca?

Osugi alzó la cara y dirigió a la mujer una mirada inquisitiva.

—En el lugar de donde vengo no tenemos muchas vacas —le dijo—. ¿De veras puedes obtener leche de ella?

Las dos intercambiaron algunas palabras más mientras la mujer se ponía en cuclillas y empezaba a manipular las ubres y verter leche en un recipiente para sake. Cuando estuvo lleno, se levantó, rodeó firmemente el recipiente con los brazos y dijo:

—Te doy las gracias. Ya me voy.

—¡Espera! —gritó Osugi en tono áspero. Extendió los brazos y miró a su alrededor para asegurarse de que Musashi no la miraba—. Antes de irte dame un poco de leche. Uno o dos sorbos bastarán.

La mujer miró asombrada a Osugi mientras ésta se llevaba el recipiente a los labios, cerraba los ojos y bebía ávidamente. Un reguero de leche le corrió por el mentón.

Cuando hubo terminado, Osugi se estremeció y entonces hizo una serie de muecas, como si estuviera a punto de vomitar.

—¡Qué sabor tan repugnante! —exclamó—. Pero tal vez hará que me sienta mejor, aunque es horrible, peor que una medicina.

—¿Te ocurre algo? ¿Estás enferma?

—Nada grave. Un resfriado y algo de fiebre. —Osugi se levantó briosamente, como si todos sus achaques se hubieran evaporado, y tras asegurarse de nuevo de que Musashi no estaba mirando, se acercó más a la campesina y le preguntó en voz baja—: Si sigo directamente este camino, ¿adonde me llevará?

—Por encima del Miidera.

—Eso está en Ōtsu, ¿no es cierto? ¿Hay por aquí algún camino apartado que pueda seguir?

—Pues sí, pero ¿adonde quieres ir?

—No importa. ¡Sólo quiero alejarme de ese villano!

—Siguiendo este camino hacia abajo, a unas ochocientas o novecientas varas hay un sendero que va hacia el norte. Si lo sigues, acabarás saliendo entre Sakamoto y Ōtsu.

—Si tropiezas con un hombre que me busca —le dijo Osugi en voz baja—, no le digas que me has visto.

Andando a tropezones, como una mantis religiosa coja que tuviera prisa, pasó por el lado de la campesina, rozándola torpemente, y se alejó.

Musashi se rió entre dientes y salió de detrás de la roca.

—Supongo que vives por estos contornos —dijo en tono amistoso a la mujer—. Dime, ¿tu marido es campesino, leñador o algo por el estilo?

La mujer retrocedió atemorizada, pero respondió:

—Oh, no. Vengo de la posada que está en el puerto de montaña.

—Tanto mejor. ¿Podrías hacerme un recado? Te lo pagaré.

—Lo haría con gusto, pero hay una persona enferma en la posada.

—Yo le llevaría la leche en tu lugar y te esperaría aquí. ¿Qué te parece? Si vas ahora, podrías estar de regreso antes de que oscurezca.

—En ese caso supongo que podría ir, pero...

—¡No tienes por qué preocuparte! No soy el villano que ha dicho esa anciana. Tan sólo trataba de ayudarla, pero si puede valerse por sí sola, no hay motivo para que me ocupe de ella. Ahora escribiré una nota. Quiero que la lleves a la casa del señor Karasumaru Mitsuhiro, que está en la zona norte de la ciudad.

Con el pincel de su caja de escritura, trazó rápidamente las palabras que había ansiado escribir a Otsū durante su recuperación en el Mudōji. Tras haber confiado su carta a la mujer, subió a la vaca y se alejó pesadamente, repitiendo las palabras que había escrito y especulando sobre lo que sentiría Otsū al leerlas. «Y creía que nunca volvería a verla», se dijo, animándose de repente.

«Teniendo en cuenta lo débil que estaba —reflexionó—, es posible que vuelva a estar en cama. Pero en cuanto reciba mi carta, se levantará y vendrá tan rápido como pueda. Y Jōtarō también.»

Dejó que la vaca avanzara a su aire, deteniéndose de vez en cuando para que paciera en la hierba de la ladera. La carta que había dirigido a Otsū era sencilla, pero estaba bastante satisfecho de ella: «En el puente Hanada fuiste tú quien esperó. Esta vez, deja que sea yo. He seguido adelante. Te esperaré en Ōtsu, en el puente Kara que está en el pueblo de Seta. Cuando estemos juntos de nuevo, hablaremos de muchas cosas». Había intentado dar al prosaico mensaje un tono poético. Lo recitó de nuevo para sí mismo, reflexionando en las «muchas cosas» de las que tenían que hablar.

Cuando llegó a la posada, bajó de la vaca y, sujetando el recipiente de leche con ambas manos, exclamó:

—¡Ah de casa!

Como era habitual en los establecimientos de aquella clase al lado de los caminos, había un espacio abierto bajo los aleros de la fachada, destinado a los viajeros que se detenían a tomar té o una comida ligera. Dentro había una sala de té, parte de la cual estaba ocupada por la cocina. Al fondo estaban las habitaciones para los huéspedes. Una anciana echaba leña a un horno de tierra, sobre el que había una marmita de madera para cocinar al vapor.

Mientras Musashi se sentaba en un banco, la mujer salió y le sirvió una taza de té tibio. Entonces él explicó por qué estaba allí y le tendió el recipiente.

—¿Qué es esto? —dijo ella, mirándole dubitativa.

Pensando que tal vez era sorda, Musashi repitió lentamente lo que le había dicho.

—¿Leche dices? ¿Leche? ¿Para qué? —Todavía perpleja, la mujer se volvió hacia el interior de la casa y dijo—: Señor, ¿puedes venir aquí un momento? No sé a qué viene todo esto.

—¿Qué? —Un hombre dobló sin prisas una esquina del edificio y dijo—: ¿Cuál es el problema, señora?

Ella le puso el recipiente en las manos, pero el hombre ni la miró ni oyó lo que le estaba diciendo. Tenía la mirada fija en Musashi y una expresión de incredulidad en el rostro.

No menos asombrado, Musashi exclamó:

—¡Matahachi!

—¡Takezō!

Los dos echaron a correr y se detuvieron poco antes de que chocaran. Cuando Musashi tendió los brazos, Matahachi hizo lo mismo, dejando caer el recipiente.

—¿Cuántos años han pasado?

—Desde la batalla de Sekigahara.

—Entonces son...

—Cinco años. Eso debe de ser. Ahora tengo veintidós.

Mientras se abrazaban, el olor dulce de la leche que se alzaba del recipiente roto les envolvía, evocando la época en que ambos fueron bebés de pecho.

—Te has hecho muy famoso, Takezō, pero supongo que no debería llamarte así. Te llamaré Musashi, como todo el mundo. He oído muchos relatos de tu éxito junto al pino de ancha copa... y también sobre ciertas cosas que hiciste antes de eso.

—No me azores. Todavía soy un aficionado. Pero el mundo está lleno de gente que no parece ser tan buena como yo. Dime, ¿te alojas aquí?

—Sí, desde hace unos diez días. Partí de Kyoto con la idea de ir a Edo, pero surgió un imprevisto.

—Me han dicho que hay alguien enfermo. Bueno, ya no tiene remedio, pero por ese motivo he traído la leche.

—¿Enfermo? Ah, sí..., mi compañera de viaje.

—Es una lástima. De todos modos, me alegro de verte. Lo último que supe de ti fue lo que decías en la carta que me trajo Jōtarō cuando me dirigía a Nara.

Matahachi inclinó la cabeza, confiando en que Musashi no mencionara las jactanciosas predicciones que le hizo en aquel entonces.

Musashi puso una mano sobre el hombro de Matahachi, pensando en lo grato que era verle de nuevo y en cuánto le gustaría tener una larga conversación con él.

—¿Quién viaja contigo? —preguntó inocentemente.

—Oh, nadie, nadie que pueda interesarte. Es sólo...

—No importa. Vayamos a alguna parte donde podamos hablar.

Mientras se alejaban de la posada, Musashi le preguntó:

—¿Qué haces para ganarte la vida?

—¿Quieres decir si trabajo?

—Exacto.

—No tengo ningún talento ni habilidad especial, por lo que es difícil para mí entrar al servicio de un daimyō. Supongo que puedo decir que no hago nada en particular.

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