Authors: Eiji Yoshikawa
Al ver que ella lloraba de nuevo, lamentó la brutalidad de sus palabras.
—Ahora comprendo cómo te he mentido y me he engañado a mí mismo a través de los años. No tenía intención de defraudarte cuando me escapé del pueblo o cuando te vi en el puente Hanada, pero lo hice... al fingir que era frío e indiferente. No era así cómo me sentía realmente.
—Dentro de poco estaré muerto, y lo que estoy a punto de decir es la verdad. Te quiero, Otsū. Lo arrojaría todo a los cuatro vientos y viviría contigo si sólo... —Se interrumpió un momento y luego continuó con más vehemencia—: Debes creerme, porque nunca tendré otra oportunidad de decirte esto. No hablo con orgullo ni fingimiento. Ha habido días en los que no podía concentrarme porque pensaba en ti. Tenía sueños intensos, apasionados, Otsū, sueños que casi me hacían enloquecer. A menudo he abrazado mi jergón, imaginando que eras tú. Pero incluso cuando me sentía así, me bastaba desenvainar la espada y mirarla para que la locura se desvaneciese y se me enfriara la sangre.
Otsū volvió el rostro hacia él, llorosa pero radiante como un dondiego de día, y empezó a hablar. Al ver el ardor en los ojos de Musashi, las palabras se le trabaron en la garganta y miró de nuevo el suelo.
—La espada es mi refugio. Cada vez que la pasión amenaza con vencerme, me obligo a regresar al mundo de la esgrima. Éste es mi sino, Otsū. Estoy dividido entre el amor y la autodisciplina. Parece como si recorriera dos caminos al mismo tiempo. Sin embargo, cuando los caminos divergen, siempre consigo mantenerme en el correcto. Me conozco mejor que nadie, y no soy ni un genio ni un gran hombre.
Volvió a guardar silencio. A pesar del deseo que tenía de expresar sus sentimientos sinceramente, le pareció que sus palabras ocultaban la verdad. Su corazón le decía que debía ser incluso más franco.
—Ésa es la clase de hombre que soy. ¿Qué más puedo decir? Pienso en mi espada y tú desapareces en algún rincón oscuro de mi mente..., mejor dicho, desapareces por completo, sin dejar rastro. En esas ocasiones es cuando me siento más feliz y satisfecho con mi vida, ¿comprendes? Durante todo este tiempo has sufrido, has arriesgado tu cuerpo y tu espíritu por un hombre que ama a su espada más que a ti. Moriré por mi honor de espadachín, pero no moriría por el amor de una mujer, ni siquiera tú. Por mucho que quisiera ponerme de rodillas y rogarte que me perdones, no puedo hacerlo.
Notó que los dedos de Otsū le aferraban la muñeca. Ya no estaba llorando.
—Todo eso ya lo sé —dijo con vehemencia—. Si no lo supiera, no te amaría tanto.
—Pero ¿no te das cuenta de que es absurdo que mueras por mí? En este momento te pertenezco en cuerpo y alma, pero cuando te haya dejado... No debes morir por el amor de un hombre como yo. Hay una clase de vida correcta y adecuada para una mujer, Otsū, y debes buscarla, has de llevar una vida feliz. Éstas serán mis palabras de despedida. Es hora de que parta.
Apartó suavemente la mano femenina de su muñeca y se levantó. Ella le cogió de la manga y gritó:
—¡Musashi, sólo un momento más!
Había tantas cosas que quería decirle: no le importaba que la olvidara cuando no estaba con ella, ni que la llamara insignificante, y no se había hecho ilusiones sobre su carácter cuando se enamoró de él. Volvió a cogerle de la manga, mirándole a los ojos e intentando prolongar aquel último momento, impedir que finalizara jamás.
Su silenciosa apelación casi desarmó a Musashi. Había belleza incluso en la debilidad que le impedía hablar. Vencido por su propia debilidad y temor, tuvo la sensación de que era un árbol de raíces quebradizas amenazado por un viento furioso. Se preguntó si su casta entrega al Camino de la Espada se desmoronaría, como un corrimiento de tierras, bajo el peso de las lágrimas femeninas.
—¿Me comprendes? —preguntó a Otsū para romper el silencio.
—Sí —dijo ella con voz débil—. Te comprendo perfectamente, pero si mueres, yo moriré también. Mi muerte tendrá un significado para mí, como la tuya lo tiene para ti. Si puedes enfrentarte serenamente al final, yo también puedo. No seré pisoteada como un insecto ni me ahogaré en un momento de aflicción. Tendré que decidirlo por mí misma. Nadie más puede hacerlo, ni siquiera tú.
Con gran fortaleza y una calma perfecta, siguió diciendo:
—Si en tu corazón me consideras tu prometida, eso es suficiente, una alegría y una bendición que, entre todas las mujeres del mundo, sólo yo poseo. Dijiste que no querías hacerme infeliz, y puedo asegurarte que no moriré de infelicidad. Hay personas que parecen considerarme desdichada, pero yo no me siento así en absoluto. Espero con placer el día de mi muerte. Será como una espléndida mañana cuando los pájaros cantan. Iré tan feliz como iría a mi boda.
Casi sin aliento, cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la vista, satisfecha, como cautivada por un sueño delicioso.
La luna parecía hundirse rápidamente. Aunque aún no había amanecido, la niebla había empezado a alzarse de entre los árboles.
Rompió el silencio un grito aterrador que desgarró el aire como el chillido de un ave mítica. Procedía del risco al que Jōtarō había trepado antes. Otsū salió sobresaltada de su ensoñación y miró hacia lo alto del risco.
Musashi aprovechó aquel momento para marcharse. Sin decir una sola palabra, se apartó del lado de la joven y se encaminó hacia su cita con la muerte.
Ahogando un grito, Otsū corrió unos pasos tras él.
Musashi avanzó un trecho, se detuvo y dijo:
—Comprendo lo que sientes, Otsū, pero te ruego que no mueras cobardemente. No permitas que tu aflicción te hunda en el valle de la muerte y sucumbas como un ser débil. Primero ponte bien y luego piensa en ello. No entrego mi vida por una causa inútil. He elegido hacer lo que hago porque muriendo puedo conseguir una vida eterna. Puedes estar segura de que, aun cuando mi cuerpo se convierta en polvo, seguiré vivo.
Retuvo el aliento y entonces añadió una advertencia:
—¿Me estás escuchando? Si tratas de seguirme en la muerte, quizá descubras que estás muriendo sola. Tal vez me busques en el más allá y compruebes que no estoy allí. Me propongo vivir cien o mil años... en los corazones de mis paisanos, en el espíritu de la esgrima japonesa.
Antes de que ella pudiera hablar de nuevo, Musashi se había alejado tanto que ya no habría podido oírla. Otsū tenía la sensación de que su propia alma la había abandonado, pero no creía que aquello fuese una despedida. Era más bien como si a los dos les engullera una gran oleada de vida y muerte.
Una cascada de tierra y guijarros cayó al pie del risco, seguida de cerca por Jōtarō, el cual llevaba puesta la grotesca máscara que le diera la viuda en Nara.
El muchacho alzó los brazos y exclamó:
—¡Ha sido la sorpresa más grande de toda mi vida!
—¿Qué ha ocurrido? —susurró Otsū, no del todo recuperada de su impresión al ver la máscara.
—¿No lo has oído? No sé por qué, pero de repente alguien lanzó un grito horrible.
—¿Dónde estabas? ¿Llevabas puesta la máscara?
—Estaba encima del risco. Ahí arriba hay un sendero más o menos tan ancho como éste. Trepé un poco y encontré una gran roca, en la que me senté y contemplé la luna.
—La máscara... ¿La llevabas puesta?
—Sí, oía aullar a los zorros y un movimiento entre los arbustos a mi alrededor, quizá tejones o algo parecido. Pensé que la máscara los asustaría. Entonces oí ese grito que helaba la sangre, ¡como si lo lanzara un espíritu en el infierno!
—Espérame, Matahachi. ¿Por qué tienes que andar tan de prisa?
Osugi, muy rezagada y sin aliento, había prescindido tanto de la paciencia como del orgullo. Matahachi, en voz lo bastante alta para que llegara hasta la anciana, gruñó:
—Tenía mucha prisa cuando abandonamos la posada, pero mírala ahora. Habla mejor que camina.
Hasta llegar al pie del monte Daimonji, habían recorrido el camino de Ichijōji, pero ahora, en la espesura de las montañas, se habían extraviado. Osugi no estaba dispuesta a ceder.
—Por tu manera de atacarme, se diría que tienes una inquina terrible a tu propia madre —dijo en tono áspero. Cuando terminó de enjugarse el sudor de su rostro arrugado, Matahachi había vuelto a ponerse en marcha—. ¿Quieres andar más despacio? —gritó—. Sentémonos aquí un momento.
—Si sigues deteniéndote cada diez pies para descansar, no habremos llegado allí antes del amanecer.
—El sol tardará aún bastante en salir. De ordinario no tendría ningún problema para recorrer un sendero de montaña como éste, pero estoy resfriada.
—Nunca admitirás que estás equivocada, ¿verdad? Antes, cuando desperté al posadero para que pudieras descansar, no te estuviste quieta ni un instante. No quisiste beber nada y empezaste a quejarte de que llegaríamos tarde. Yo no había tomado siquiera un par de sorbos antes de que me sacaras de allí casi a rastras. Ya sé que eres mi madre, pero no resulta nada fácil llevarse bien contigo.
—¡Ja! Todavía estás irritado porque no te dejé beber hasta volverte memo, ¿no es eso? ¿Por qué no puedes controlarte un poco? Hoy tenemos cosas importantes que hacer.
—No es como si fuésemos a desenvainar nuestras espadas y hacer el trabajo nosotros mismos. Lo único que necesitamos es un mechón del pelo de Musashi o alguna cosa cortada de su cuerpo, y eso no es tan difícil.
—¡Lo que tú digas! Es inútil que riñamos de esta manera. Vámonos.
Emprendieron el camino y Matahachi reanudó su malhumorado soliloquio.
—Todo esto es una estupidez. Llevamos un mechón de pelo al pueblo y lo presentamos como prueba de que hemos cumplido nuestra gran misión en la vida. Esos patanes nunca han salido de las montañas, así que se quedarán impresionados. ¡Ah, cuánto odio a ese pueblo!
No sólo Matahachi no había perdido su afición por el buen sake de Nada, las hermosas muchachas de Kyoto y varias cosas más, sino que aún creía que en la ciudad encontraría su oportunidad afortunada. ¿Quién iba a negar que una mañana podría despertarse con todo lo que siempre había deseado? Se juró en silencio que nunca volvería a aquel pueblo insignificante.
Osugi, que había vuelto a quedarse bastante rezagada, arrojó su dignidad a los vientos.
—Matahachi —dijo en tono zalamero—. Llévame en tu espalda, ¿quieres? Por favor, sólo durante un breve trecho.
Él frunció el ceño y no dijo nada, pero se agachó para que ella se encaramase. En el mismo momento en que la anciana se disponía a acomodarse en la espalda de su hijo, asaltó sus oídos el grito de terror que había sobresaltado a Otsū y Jōtarō. Se quedaron inmóviles, con una expresión inquisitiva y curiosa en sus rostros, y aguzaron el oído. Un instante después, Osugi emitió un grito de consternación, pues Matahachi echó a correr bruscamente hacia el borde del risco.
—¿Adonde vas?
—¡Debe de ser ahí abajo! —exclamó él, y desapareció por el borde del risco—. Quédate aquí. Iré a ver quién es.
Osugi se recuperó en seguida.
—¡Necio! —exclamó—. ¿Adonde vas?
—¿Estás sorda? ¿No has oído ese grito?
—¿Qué tiene eso que ver contigo? ¡Vuelve! ¡Vuelve aquí!
Matahachi le hizo caso omiso y corrió rápidamente, de una raíz de árbol a otra, hasta llegar al fondo de la hondonada.
—¡Idiota! ¡Mentecato! —gritó ella, pero era como si estuviese ladrando a la luna.
Matahachi volvió a gritarle que se quedase donde estaba, pero ya había bajado tanto que Osugi apenas le oyó. Empezando a lamentar su precipitación, se preguntó qué iba a hacer. Si el lugar de donde creía que había partido el grito era erróneo, estaba perdiendo tiempo y energía.
Aunque la luz de la luna no penetraba a través del follaje, sus ojos se acostumbraron gradualmente a la oscuridad. Llegó a uno de los muchos atajos que surcaban las montañas al este de Kyoto y conducían a Sakamoto y Ōtsu. Caminó a lo largo de un arroyo con minúsculas cascadas y rápidos, y encontró una cabaña, probablemente un refugio para los hombres que pescaban truchas a lanzadas. Era demasiado pequeña para que cupiera más de una persona y era evidente que estaba vacía, pero detrás de ella distinguió una figura acuclillada, de rostro y manos blanquísimos.
Pensó con satisfacción que se trataba de una mujer y se ocultó detrás de una roca grande.
Al cabo de un par de minutos, la mujer salió de detrás de la cabaña, fue a la orilla del arroyo y empezó a recoger agua con las manos ahuecadas para beber. Matahachi avanzó un paso. Como advertida por un instinto animal, la muchacha miró furtivamente a su alrededor y empezó a huir.
—¡Akemi!
—¡Ah, me has asustado! —dijo ella, pero en un tono de alivio. Tragó el agua retenida en su garganta y exhaló un hondo suspiro.
Tras examinarla de arriba abajo, Matahachi le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué estás haciendo aquí a esta hora de la noche vestida con ropas de viaje?
—¿Dónde está tu madre?
—Está ahí arriba —respondió él, señalando.
—Seguro que está furiosa.
—¿Por el dinero?
—Sí. Lo siento de veras, Matahachi. Debía marcharme a toda prisa y no tenía suficiente para pagar la cuenta y nada para seguir viajando. Sé que hice mal, pero me entró pánico. ¡Perdóname, por favor! ¡No me hagas volver! Te prometo que devolveré el dinero algún día.
Las lágrimas le arrasaron el rostro.
—¿A qué vienen tantas excusas? Ah, ya veo. ¡Crees que hemos venido aquí para cogerte!
—No te culpo. Aunque obedeciera a un impulso irreflexivo, lo cierto es que me escapé con el dinero. Si me cogen y tratan como a una ladrona, supongo que no podré quejarme.
—Mi madre lo vería de esa manera, pero yo no soy como ella. De todos modos, no era una cantidad considerable. Si la necesitabas de veras, te la habría dado con mucho gusto. No estoy enfadado. Me interesa mucho más saber por qué huiste y qué haces aquí arriba.
—Esta noche os oí por casualidad a ti y a tu madre.
—¿Ah, sí? ¿Cuando hablábamos de Musashi?
—Sí.
—¿Y de repente decidiste ir a Ichijōji? —Ella no le respondió—, ¡Ah, me olvidaba! —exclamó, recordando por qué había bajado al barranco—. ¿Has sido tú quien ha gritado hace unos momentos?
Ella asintió y dirigió rápidamente una mirada a la cuesta por encima de ellos. Tras comprobar que no había nada allí, le contó que había cruzado el arroyo y estaba trepando por un risco empinado cuando alzó la vista y vio un fantasma de aspecto increíblemente maligno, sentado en una roca alta y contemplando la luna. Tenía el cuerpo de un enano, pero la cara, de mujer, era de un color sobrenatural, más blanco que el blanco, con una boca que se alzaba por un lado hasta la oreja. Parecía como si se estuviera riendo grotescamente de ella, y le había dado tal susto que se desvaneció. Antes de que hubiera vuelto en sí, se había deslizado de nuevo al fondo del barranco.