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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (51 page)

Al parecer, Mondonoshō era uno de los maestros de Hideyori en las artes marciales, y el informador de Matahachi estaba bastante seguro de que pertenecía a la misma familia de Seigen.

Aunque decepcionado por la vaguedad de su primera pista verdadera, Matahachi resolvió seguirla. Al llegar a Osaka, tomó una habitación en una posada barata que estaba en una de las calles más concurridas, y en cuanto estuvo instalado preguntó al posadero si conocía a un hombre llamado Tomita Mondonoshō, del castillo de Osaka.

—Sí, ese nombre me suena —respondió el posadero—. Creo que es el nieto de Toda Seigen. No es el instructor personal del señor Hideyori, sino que enseña esgrima a algunos de los samurais del castillo, o por lo menos así lo hacía. Me parece que regresó a Echizen hace años. Sí, eso es lo que hizo.

—Podrías ir a Echizen y buscarle, pero no hay ninguna garantía de que siga allí. En vez emprender un viaje tan largo siguiendo una corazonada, ¿no sería más fácil buscar a Itō Ittōsai? Estoy bastante seguro de que estudió el estilo Chūjō con Jisai antes de desarrollar su propio estilo.

La sugerencia del posadero parecía juiciosa, pero cuando Matahachi empezó a buscar a Ittōsai se encontró en otro callejón sin salida. Se enteró de que hasta hacía poco tiempo había vivido en una pequeña choza en Shirakawa, al este de Kyoto, pero ya no estaba allí y últimamente no se le había visto en Kyoto ni Osaka.

Estas dificultades hicieron flaquear la resolución de Matahachi, el cual estaba dispuesto a dejar correr el asunto. El bullicio y la excitación de la ciudad reavivaron su ambición y estimularon su espíritu juvenil. En una ciudad abierta de par en par como aquélla, ¿por qué habría de emplear su tiempo en buscar a la familia de un muerto? Había muchas cosas que hacer allí. La gente buscaba jóvenes como él. En el castillo de Fushimi, las autoridades practicaban a rajatabla la política del gobierno Tokugawa. Sin embargo, los generales que dirigían el castillo de Osaka estaban buscando rōnin para formar un ejército. No lo hacían públicamente, desde luego, pero sí de una manera lo bastante abierta para que fuese de conocimiento común. Era un hecho cierto que los rōnin eran allí mejor recibidos y podían vivir mejor que en cualquier otra ciudad con castillo del país.

Corrían vehementes rumores entre los habitantes de la ciudad. Se decía, por ejemplo, que Hideyori estaba aportando discretamente los fondos a daimyōs fugitivos como Gotō Matabei, Sanada Yukimura, Akashi Kamon e incluso el peligroso Chōsokabe Morichika, quienes ahora vivían en una casa alquilada en una calleja de las afueras.

A pesar de su juventud, Chōsokabe se había afeitado la cabeza como un sacerdote budista y cambiado su nombre por el de Ichimusai, que significa «el hombre de un solo sueño». Eso era una declaración de que los asuntos de este mundo flotante ya no le concernían, y empleaba ostensiblemente su tiempo en elegantes frivolidades. Sin embargo, era ampliamente conocido el hecho de que tenía a su servicio seiscientos u ochocientos rōnin, todos ellos firmemente convencidos de que, cuando llegara el momento adecuado, Ichimusai se levantaría y reivindicaría a su difunto benefactor Hideyoshi. Se rumoreaba que sus gastos, incluida la paga de sus rōnin, eran costeados por la bolsa particular de Hideyori.

Durante dos meses Matahachi deambuló por Osaka, cada vez más seguro de que era la ciudad adecuada para él. Era allí donde se agarraría a un clavo ardiendo que le llevaría al éxito. Por primera vez en varios años se sentía tan valiente e intrépido como cuando fue a la guerra. Volvía a estar sano y rebosante de vitalidad, sin que le turbara la gradual desaparición del dinero del samurai muerto, pues creía que por fin la suerte le sonreía. Cada jornada amanecía con promesas de alegría y placer. Estaba seguro de que tropezaría con una piedra y al levantarse estaría cargado de dinero. La buena suerte estaba a punto de encontrarle.

¡Ropa nueva! Eso era lo que necesitaba. Se compró un atuendo completo, eligiendo cuidadosamente la tela que sería apropiada para el frío del invierno inminente. Luego, tras llegar a la conclusión de que una posada era demasiado cara, alquiló una pequeña habitación perteneciente a un artesano de sillas de montar en la vecindad del Foso Junkei y empezó a hacer sus comidas fuera de casa. Iba a visitar todo aquello que deseaba ver, regresaba a casa cuando le parecía y de vez en cuando estaba ausente toda la noche, según le viniera en gana. Mientras gozaba de esta existencia despreocupada, seguía en busca de un amigo, de una conexión que le diera acceso a un puesto bien pagado al servicio de un gran daimyō.

Para poder vivir con los medios de que disponía, Matahachi necesitaba cierta contención, pero le parecía que se estaba comportando mejor que nunca. Se sentía estimulado por los relatos que oía repetir sobre tal o cual samurai que no mucho tiempo atrás acarreaba tierra en un solar en construcción y al que ahora se le veía cabalgando pomposamente por la ciudad con veinte servidores y un caballo de refresco.

En otras ocasiones experimentaba indicios de abatimiento. «El mundo es un muro de piedra —pensaba—, y han puesto las piedras tan juntas que no hay ni una sola rendija por la que uno pueda entrar.» Pero su frustración siempre remitía: «¿De qué estoy hablando? Así es lo que parece cuando todavía no has visto tu oportunidad. Siempre resulta difícil entrar, pero cuando encuentre una abertura...».

Cuando le preguntó al artesano de sillas de montar si tenía noticia de algún posible empleo para él, el hombre se mostró optimista.

—Eres joven y fuerte —le dijo—. Si presentas una solicitud en el castillo, estoy seguro de que encontrarás alguna colocación.

Pero hallar el trabajo apropiado no era tan sencillo. En el último mes del año Matahachi seguía sin empleo y su dinero se había reducido a la mitad.

Bajo el sol invernal del mes de mayor actividad entre todos los del año, las hordas de gente que pululaban por las calles daban la sorprendente impresión de que no tenían prisa alguna. En el centro de la ciudad había solares vacíos cuya hierba estaba blanca de escarcha en la mañana temprana. A medida que avanzaba el día, las calles se volvían fangosas, y el sonido de los mercaderes que pregonaban sus mercancías con gongs estruendosos y tambores retumbantes disipaba la sensación invernal. Siete u ocho casetas, rodeadas de raídas esteras de paja para evitar que los curiosos mirasen el interior, anunciaban con banderas de papel y lanzas decoradas con plumas los espectáculos que tenían lugar allí. Los pregoneros de feria competían con estridencia para atraer a los ociosos transeúntes a sus endebles casetas.

El olor de salsa de soja barata impregnaba el aire. En las tiendas, hombres de piernas peludas, con espetones de comida en sus bocas, relinchaban como caballos, y al anochecer mujeres de largas mangas y rostros blanqueados sonreían tontamente como ovejas, caminando juntas en rebaño y mascando golosinas.

Una noche se armó una trifulca entre los clientes de un hombre que había instalado una tienda de sake colocando unos taburetes a un lado de la calle. Antes de que nadie pudiera saber quién había ganado, los combatientes dieron media vuelta y echaron a correr calle abajo, dejando un rastro de gotas de sangre tras ellos.

—Gracias, señor —le dijo el vendedor de sake a Matahachi, cuya actitud feroz había hecho huir a los belicosos ciudadanos—. De no haber estado vos aquí, ésos me habrían roto todos los platos.

El hombre hizo varias reverencias y luego sirvió a Matahachi otra jarra de sake, diciéndole que confiaba en que tuviera la temperatura apropiada. También le ofreció un tentempié como muestra de agradecimiento.

Matahachi estaba satisfecho de sí mismo. La pelea había estallado entre dos trabajadores, y cuando él les miró con el ceño fruncido, amenazándoles con matarlos a los dos si causaban algún daño al tenderete, ambos emprendieron la huida.

—Hay mucha gente por aquí, ¿verdad? —observó afablemente.

—Porque estamos a fines de año. Se quedan algún tiempo y luego se marchan, pero vienen otros.

—Menos mal que se mantiene el buen tiempo.

La bebida enrojecía el rostro de Matahachi. Al alzar la taza, recordó su juramento de que dejaría de beber cuando trabajaba en Fushimi, y se preguntó vagamente cómo había empezado de nuevo. «¿Y qué más da? —se preguntó—. Si un hombre no puede beber de vez en cuando...»

—Ponme otra, amigo —pidió.

El hombre que permanecía sentado en silencio al lado de Matahachi era también un rōnin. Sus dos espadas, larga y corta, eran impresionantes, y los ciudadanos tendían a apartarse de su camino, aunque no llevaba manto encima del kimono, que estaba muy sucio alrededor del cuello.

—¡Eh, sírveme también otra, y que sea rápido! —gritó.

Apoyando la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, examinó a Matahachi desde los pies a la cabeza. Cuando llegó al rostro, le sonrió y dijo:

—Hola.

—Hola —replicó Matahachi—. Toma un sorbo del mío mientras se calienta el tuyo.

—Gracias —dijo el hombre, tendiendo su taza—. Es humillante ser un bebedor, ¿no es cierto? Te he visto sentado aquí con tu sake y el agradable aroma que flotaba en el aire me ha atraído... como si me tirase de la manga. —Apuró su taza de un solo trago.

A Matahachi le agradó el estilo de aquel hombre. Parecía simpático y daba una impresión de gallardía. También él sabía beber, pues vació cinco jarras en pocos minutos, mientras Matahachi hacía durar una sola. Sin embargo, seguía sobrio.

—¿Cuánto sueles beber normalmente? —le preguntó Matahachi.

—Pues no lo sé —dijo el hombre sin pararse a pensarlo—. Cuando me apetece tomo diez o doce jarras.

Se pusieron a hablar de la situación política, y al cabo de un rato el rōnin levantó los hombros y dijo:

—¿Quién es Ieyasu al fin y al cabo? ¿Qué clase de tontería es ésa de ignorar las reivindicaciones de Hideyori e ir por ahí dándose el nombre de «Gran Jefe Supremo»? ¿Qué nos quedaría sin Honda Masazumi y algunos más de sus antiguos seguidores? Sangre fría, astucia y cierta habilidad política... En fin, lo único que tiene es una capacidad para la política que no suele darse en los militares. Personalmente, habría deseado que Ishida Mitsunari ganase en Sekigahara, pero era demasiado altruista para organizar a los daimyōs y no tenía suficiente categoría. —Tras haber efectuado esta valoración, preguntó de súbito—: Si Osaka volviera a entrar en conflicto con Edo, ¿de qué lado estarías?

—Del de Osaka —replicó Matahachi, no sin vacilación.

—¡Estupendo! —El hombre se levantó con la jarra de sake en la mano—. Eres uno de los nuestros. ¡Bebamos por ello! ¿De qué feudo...? Bueno, creo que no debería preguntarte eso hasta que te diga quién soy. Me llamo Akakabe Yasoma y procedo de Gamō. ¿Has oído hablar de Ban Dan'emon? Soy buen amigo suyo. Uno de estos días volveremos a reunimos. También soy amigo de Susukida Hayato Kanesuke, el distinguido general del castillo de Osaka. Viajamos juntos cuando él todavía era un rōnin. También he visto a Ōno Shurinosuke tres o cuatro veces, pero me parece muy desalentador, aunque tenga más influencia política que Kanesuke.

Retrocedió, hizo una pausa, como si le pareciera que estaba hablando demasiado, y entonces preguntó a su interlocutor:

—¿Y tú quién eres?

Aunque Matahachi no creía todo lo que el otro le había dicho, tenía la sensación de que le había eclipsado temporalmente.

—¿Conoces a Toda Seigen, el creador del estilo Tomita?

—He oído ese nombre.

—Pues bien, mi maestro fue el grande y abnegado ermitaño Kanemaki Jisai, el cual recibió el verdadero estilo Tomita de Seigen y luego desarrolló el estilo Chūjō.

—Entonces debes de ser un auténtico espadachín.

—Así es —replicó Matahachi, empezando a disfrutar del juego.

—¿Sabes? He estado pensando en que debías de serlo —dijo Yasoma—. Tu cuerpo parece disciplinado, y tienes un aire de hombre capacitado. ¿Cómo te llamabas cuando te adiestrabas bajo Jisai? Bueno, si no es demasiada audacia preguntarlo.

—Me llamo Sasaki Kojirō —respondió Matahachi con toda seriedad—. Itō Yagorō, el creador del estilo Ittō, es un discípulo veterano de la misma escuela.

—¿Es eso cierto? —dijo Yasoma con asombro.

Por un instante, Matahachi pensó en retractarse de todo, pero era demasiado tarde. Yasoma ya se había arrodillado en el suelo y hacía una profunda reverencia. Era imposible volverse atrás.

—Perdóname —dijo varias veces—. A menudo he oído decir que Sasaki Kojirō es un espléndido espadachín, y debo pedirte disculpas por no haber hablado más cortésmente. No podía saber quién eras.

Matahachi sintió un gran alivio, pues si Yasoma hubiera sido un amigo o conocido de Kojirō , se habría visto obligado a luchar por su vida.

—No era necesario que hicieras esas reverencias —le dijo Matahachi con magnanimidad—. Si insistes en mantener las formalidades, no podremos hablar como amigos.

—Pero mi pomposa recitación debe de haberte molestado.

—¿Por qué? No tengo ninguna categoría o posición particular. Sólo soy un joven con escaso conocimiento mundano.

—Sí, pero eres un gran espadachín. He oído hablar de ti muchas veces. Ahora que pienso en ello, es evidente que debes ser Sasaki Kojirō . —Miró fijamente a Matahachi—. Y aún más, no me parece correcto que no tengas ninguna posición oficial.

Matahachi replicó en tono de inocencia:

—Verás, me he entregado con tal determinación al dominio de la espada que no he tenido tiempo para hacer amigos.

—Comprendo. ¿Significa eso que no estás interesado en encontrar una buena posición?

—No. Siempre he pensado que algún día tendré que encontrar un señor a quien servir, pero todavía no ha llegado ese momento.

—Bien, creo que será muy sencillo. Tienes el apoyo de tu reputación con la espada, y eso es lo que más importa. Por supuesto, si permaneces en silencio, por mucho talento que tengas es improbable que nadie vaya en tu busca. Fíjate en mí. Ni siquiera sabía quién eras hasta que me lo has dicho. Me has tomado completamente por sorpresa. —Tras hacer una pausa, Yasoma añadió—: Si te complaciera mi ayuda, te la prestaría con mucho gusto. A decir verdad, le he pedido a mi amigo Susukida Kanesuke que procure encontrarme un puesto. Quisiera que me aceptaran en el castillo de Osaka, aunque eso no suponga una gran paga. Estoy seguro de que a Kanesuke le satisfaría recomendar a una persona como tú a las autoridades. Si quieres, será para mí un placer hablarle del asunto.

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