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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (49 page)

Era aquélla una época que alentaba las esperanzas de los jóvenes, les instaba acariciar un sueño, les impulsaba a mejorar su situación en la vida, una época, ciertamente, en la que incluso un hombre como Matahachi podía soñar con alzarse de la nada hasta llegar a ser el señor de un castillo. Un guerrero con un talento modesto podía apañarse viajando de un templo a otro y viviendo de la caridad de los sacerdotes. Si tenía suerte, podía ser aceptado por algún miembro de la nobleza provincial, y si era todavía más afortunado, recibir un estipendio de un daimyō.

Sin embargo, de todos los jóvenes que partían con grandes esperanzas, sólo uno entre mil llegaba a lograr una posición con unos ingresos aceptables. Los restantes tenían que contentarse con la satisfacción que les proporcionaba el conocimiento de que su vocación era difícil y peligrosa.

Mientras Matahachi contemplaba al samurai tendido ante él, esa idea empezó a parecerle totalmente estúpida. ¿Adonde podía conducir el camino que estaba siguiendo Musashi? El deseo que Matahachi abrigaba de igualar o sobrepasar a su amigo de la infancia no se había debilitado, pero la visión del guerrero ensangrentado hacía que el camino de la espada pareciese vano y absurdo.

Observó con horror que el guerrero se estaba moviendo, y sus pensamientos se interrumpieron. El hombre extendió una mano, como una aleta de tortuga, y arañó el suelo. Alzó débilmente el torso, levantó la cabeza y tensó la cuerda.

Matahachi apenas podía dar crédito a sus ojos. El hombre se arrastró lentamente, arrastrando tras él la roca que no pesaría menos de cuatrocientas libras y a la que estaba atada la cuerda. Un pie, dos pies..., era una exhibición de fuerza sobrehumana. Ningún miembro musculoso de un equipo de cargadores de piedras podría haberlo hecho, aunque muchos se jactaban de tener la fuerza de diez o veinte hombres. Alguna fuerza demoníaca poseía al samurai tendido en el umbral de la muerte, una fuerza que le permitía superar con mucho la potencia de un mortal ordinario.

La garganta del moribundo emitió un gorgoteo. Se esforzaba desesperadamente por hablar, pero su lengua se había vuelto negra y seca, hasta tal punto que no podía articular las palabras. Su respiración eran siseos entrecortados, y los ojos, que sobresalían de sus órbitas, miraban fijamente a Matahachi, suplicantes.

—Ppp... pó... fffa...

Matahachi entendió gradualmente que le estaba diciendo «por favor». Siguió un sonido distinto, también inarticulado, que Matahachi interpretó como «te lo ruego». Pero el hombre hablaba realmente con los ojos, en los que brillaban sus últimas lágrimas y se reflejaba la certeza de la muerte. La cabeza le cayó hacia atrás, su respiración cesó. Mientras más hormigas empezaban a salir de la hierba para explorar el cabello blanqueado por el polvo, y algunas penetraban incluso en una fosa nasal con sangre coagulada, Matahachi vio que la piel del guerrero bajo el cuello de su kimono adquiría una tonalidad azul negruzca.

¿Qué había querido que hiciera? Matahachi se sentía obsesionado por la idea de que había incurrido en una obligación. El samurai había acudido a socorrerle cuando estaba enfermo y había tenido la amabilidad de darle una medicina. ¿Por qué el destino había cegado a Matahachi cuando debería haber advertido al hombre de que se aproximaba el inspector? ¿Fue acaso su sino que ocurriera así?

Matahachi palpó el fardo envuelto en un paño que el muerto llevaba en el obi. El contenido revelaría con seguridad quién era el hombre y de dónde procedía. Sospechaba que su último deseo había sido que entregara algún recuerdo a su familia. Separó el fardo, recogió la caja de píldoras y se las guardó dentro de su propio kimono.

Se preguntó si debería cortarle un mechón de pelo para llevárselo a su madre, pero mientras miraba el rostro temible del hombre oyó que se aproximaban pisadas. Atisbo desde detrás de una roca y vio a unos samurais que venían en busca del cadáver. Si le sorprendían con las posesiones del muerto, se vería en un serio aprieto. Se agachó y avanzó de una sombra a otra detrás de las rocas, escabullándose como una rata de campo.

Dos horas después llegó a la tienda de dulces donde se alojaba. La esposa del tendero estaba al lado de la casa, lavándose en una jofaina. Al oírle moverse, la mujer mostró una porción de su carne blanca desde detrás de la puerta lateral y preguntó:

—¿Eres tú, Matahachi?

Él respondió con un gruñido, corrió a su habitación y de un armario sacó un kimono y su espada. Luego se anudó alrededor de la cabeza una toalla enrollada y se dispuso a ponerse de nuevo las sandalias.

—¿No está oscuro ahí dentro? —le preguntó la mujer.

—No, veo bastante bien.

—Te traeré una lámpara.

—No es necesario. Voy a salir.

—¿No te lavas?

—No, más tarde.

Salió apresuradamente al campo y se alejó con rapidez de la casa destartalada. Pocos minutos después miró atrás y vio a un grupo de samurais, sin duda pertenecientes al castillo, que venían desde más allá de las altas hierbas de miscanthus que cubrían el campo. Entraron en la tienda de dulces por la entrada principal y la trasera.

«Me he librado por los pelos —se dijo Matahachi—. Naturalmente, no he robado nada. Sólo lo tomé en custodia. Tenía que hacerlo. Él me lo rogó.»

A su modo de ver, mientras admitiera que los objetos no eran suyos, no había cometido delito alguno. Al mismo tiempo, comprendía que no podría presentarse de nuevo en el solar de la construcción.

Los miscanthus le llegaban a los hombros, y un velo de niebla nocturna flotaba por encima de las hierbas. Nadie podría verle desde cierta distancia y le resultaría fácil escapar. Pero no era sencillo determinar el camino a seguir, tanto más cuanto que tenía la intensa sensación de que la buena suerte se encontraba en una dirección y la mala en otra.

¿Osaka? ¿Kyoto? ¿Nagoya? ¿Edo? No tenía amigos en ninguna de esas ciudades, y bien podría echar los dados para decidir su destino. Con los dados, como con Matahachi, todo dependía del azar. Cuando el viento soplara, le llevaría por el aire consigo.

Le parecía que cuanto más se alejaba, más se hundía en los miscanthus. Los insectos zumbaban a su alrededor y la niebla en descenso le humedecía la ropa. Los bordes empapados se enrollaban alrededor de sus piernas. Las semillas se adherían a sus mangas, le picaban las espinillas. El recuerdo de las náuseas que sufriera al mediodía se había desvanecido y ahora estaba muy hambriento. Una vez se sintió fuera del alcance de sus perseguidores, seguir caminando se le hizo muy penoso.

El impulso abrumador de hallar un sitio donde tenderse y descansar le llevó al otro extremo del campo, más allá del cual vislumbró el tejado de una casa. Al aproximarse, vio que la valla y el portal estaban torcidos, al parecer dañados por una tormenta reciente. El tejado también necesitaba reparación. No obstante, en otro tiempo la casa debió de pertenecer a una familia acomodada, pues tenía cierto aire de elegancia desvaída. Matahachi imaginó a una bella cortesana sentada en un carruaje con suntuosas cortinas que se aproximara a la casa a un paso majestuoso.

Cruzó la puerta del portal abandonado y descubrió que tanto el edificio principal como otra casa independiente más pequeña estaban casi cubiertos por la maleza. La escena le recordó un pasaje del poeta Saigyó que le hicieron aprender de niño:

Me enteré de que una persona a quien yo conocía vivía en Fushimi y fui a hacerle una visita, ¡pero el jardín estaba tan descuidado...! Ni siquiera podía ver el camino. Mientras los insectos cantaban, compuse este poema.

Abriéndome camino entre la maleza,

oculto mis lacrimosos sentimientos

en los pliegues de mi manga.

En el jardín cargado de rocío

incluso los humildes insectos lloran.

Matahachi sintió que se le helaba el corazón mientras se agazapaba cerca de la casa, susurrando las palabras olvidadas tanto tiempo atrás.

Cuando casi se había convencido de que la casa estaba desierta, apareció una luz roja procedente del interior. Poco después oyó las notas melancólicas de un shakuhachi, la flauta de bambú que tocaban los sacerdotes mendicantes cuando pedían por las calles. Miró al interior y descubrió que, en efecto, el músico era un miembro de esa clase. Estaba sentado al lado del hogar. El fuego que acababa de encender se hizo más brillante, y su sombra agrandada se proyectó en la pared. Estaba tocando una melodía triste, un lamento sobre la soledad y la melancolía del otoño que no estaba destinado a más oídos que los suyos propios. En hombre tocaba con sencillez, sin florituras, y Matahachi tuvo la impresión de que se enorgullecía poco de su arte.

Cuando finalizó la melodía, el sacerdote exhaló un hondo suspiro y pronunció un lamento:

—Dicen que cuando un hombre llega a los cuarenta años, está libre de ilusiones. ¡Pero miradme! Tenía cuarenta y siete cuando destruí el buen nombre de mi familia. ¡Cuarenta y siete! Y aun así me engañé con la ilusión y logré perderlo todo: ingresos, posición, reputación. Y no sólo eso, sino que abandoné a mi único hijo para que se las arreglara por sí solo en este horrible mundo... ¿Y por qué? ¿Un encaprichamiento?

—Es mortificante..., nunca más podré enfrentarme a mi esposa muerta ni al muchacho, dondequiera que esté. ¡Ja! Cuando dicen que eres prudente después de los cuarenta, deben referirse a grandes hombres, no a imbéciles como yo. En vez de considerarme prudente debido a mi edad, debería haber tenido más cuidado que nunca. Es una locura no hacerlo así, cuando hay mujeres por medio.

Puso de punta la flauta en el suelo, apoyó ambas manos en la boquilla y siguió diciendo:

—Cuando saliera a la luz ese asunto con Otsū, ya nadie querría perdonarme. Es demasiado tarde.

Matahachi había entrado sigilosamente en la habitación contigua. Escuchaba, pero le repelía lo que estaba viendo. Las mejillas del sacerdote estaban hundidas, sus hombros angulosos le daban un aspecto de perro extraviado y su cabello carecía de lustre. Matahachi se agazapó en silencio. A la luz vacilante del fuego que ardía en el hogar, la forma del hombre evocaba visiones de demonios nocturnos.

—Ah, ¿qué voy a hacer? —gimió el sacerdote, alzando al cielo sus ojos hundidos.

Su kimono era ordinario y estaba sucio, pero también llevaba una sotana negra, lo cual indicaba que era seguidor del maestro de zen chino P'u-hua. La estera de juncos en la que estaba sentado y que llevaba enrollada a todas partes, era probablemente su única posesión doméstica, que le servía de cama, cortina y, cuando hacía mal tiempo, de tejado.

—Hablar no me devolverá lo que he perdido —dijo—. ¿Por qué no tuve más cuidado? Creía entender la vida, ¡pero no entendía nada y permití que mi categoría se me subiera a la cabeza! Me comporté desvergonzadamente con una mujer. No es de extrañar que los dioses me abandonaran. ¿Qué podría ser más humillante?

El sacerdote inclinó la cabeza como si pidiera disculpas a alguien, y entonces la inclinó todavía más.

—No me importa por mí, pues la vida que llevo ahora es muy aceptable. Nada más correcto que deba arrepentirme y tenga que sobrevivir sin ayuda externa. Pero ¿qué le he hecho a Jōtarō? Él sufrirá más que yo por mi extravío. Si estuviera todavía al servicio del señor Ikeda, él sería ahora el único hijo de un samurai con unos ingresos de cinco mil fanegas, pero a causa de mi estupidez no es nada. Y lo que es peor, un día, cuando crezca, sabrá la verdad.

Permaneció un rato sentado y cubriéndose el rostro con las manos, y luego, de improviso, se levantó.

—Es preciso que ponga fin a esto, que no siga sintiendo lástima de mí mismo. Ha salido la luna. Iré a dar un paseo por el campo para librarme de esos viejos motivos de queja y fantasmas.

El sacerdote recogió su shakuhachi y salió de la casa arrastrando los pies. Matahachi creyó ver un bigote de rígidos pelos bajo la nariz afilada. «¡Qué hombre tan extraño! —se dijo—. No es realmente viejo, pero está muy inseguro sobre sus pies.» Sospechando que podría estar algo loco, sintió un dejo de piedad por aquel hombre.

Avivadas por la brisa vespertina, las llamas del hogar estaban empezando a quemar el suelo. Matahachi entró en la habitación vacía, encontró una jarra de agua y vertió un poco en el fuego, reflexionando mientras lo hacía en el descuido del sacerdote.

No importaría gran cosa que aquella casa vieja y desierta se quemara hasta los cimientos, pero ¿y si hubiera sido un templo antiguo de los períodos Asuka o Kamakura? Matahachi sintió un extraño acceso de indignación.

«Por culpa de hombres como él, los antiguos templos de Nara y del monte Kōya son destruidos con tanta frecuencia —pensó—. Estos locos sacerdotes vagabundos no tienen posesiones ni familia propia, y no piensan ni un instante en lo peligroso que es el fuego. Serían capaces de encender uno en el salón principal de un viejo monasterio, al lado mismo de los murales, sólo para calentar sus cuerpos que no tienen ninguna utilidad para nadie. Vaya, ahí hay algo interesante.»

Estaba mirando el tokonoma y no era el grácil diseño de la pieza ni los restos de un jarrón valioso lo que le había llamado la atención, sino un recipiente metálico ennegrecido, a cuyo lado había una jarra de sake con la boca desportillada. El recipiente contenía unas gachas de arroz, y cuando Matahachi agitó la jarra, produjo un alegre sonido gorgoteante. Sonrió, agradecido a su buena suerte y sin pensar lo más mínimo, como cualquier hombre hambriento, en los derechos de propiedad ajenos.

Apuró el sake en un par de largos tragos, vació el recipiente de arroz y se felicitó porque tenía el vientre lleno.

Se adormiló al lado del hogar, pero pronto tuvo conciencia de los zumbidos que producían los insectos en el campo..., y no sólo en el campo sino también en las paredes, el techo y las esterillas de tatami en putrefacción.

Poco antes de ceder al sueño, recordó el fardo que le había quitado al guerrero moribundo. Entonces se desperezó y desanudó el paño de sucio crepé teñido con un tinte rojo oscuro de sapán. Contenía una muda limpia de ropa interior, junto con los objetos habituales que transportan los viajeros. Desdobló la muda y encontró un objeto que tenía la forma y el tamaño de una carta enrollada y envuelta con sumo cuidado en papel encerado. Había también un monedero, que cayó con un fuerte tintineo de un pliegue de la tela. Era de cuero teñido de color violeta y contenía suficiente oro y plata para que la mano de Matahachi le temblara de temor. «Éste es el dinero de otro, no mío», se recordó.

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