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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (24 page)

—Claro que puedo. ¡Pero si yo lo hago, también tú tendrás que hacerlo!

—¡Me parece muy justo!

Dio comienzo la competición. Los jóvenes bebían como caballos en el abrevadero y el sake les goteaba por las comisuras de la boca. Más o menos al cabo de una hora un par de ellos empezaron a vomitar, mientras otros, reducidos a la inmovilidad, miraban vagamente con los ojos inyectados en sangre.

Uno de los hombres, cuya jactancia acostumbrada se volvía más estridente cuanto más bebía, preguntó:

—¿Hay alguien en este país, aparte del joven maestro, que comprenda realmente las técnicas del estilo Kyōhachi? Si lo hay..., hip..., quiero conocerle..., ¡ay!

Otro valiente, sentado cerca de Seijūrō, se echó a reír y dijo con voz entrecortada por el hipo:

—Exagera las alabanzas porque el joven maestro está presente. Hay otras escuelas de artes marciales además de las ocho de Kyoto, y la escuela Yoshioka ya no es necesariamente la más grande. Sólo en Kyoto, está la escuela de Toda Seigen en Kurotani y la de Ogasawara Genshinsai en Kitano. Y no olvidemos a Itō Ittōsai de Shirakawa, aunque no acepte alumnos.

—¿Qué tienen de extraordinario esas escuelas?

—Quiero decir que no debemos hacernos a la idea de que somos los únicos espadachines en el mundo.

—¡Bastardo mentecato! —gritó un hombre cuyo orgullo había sido ofendido—. ¡Da un paso adelante!

—¿Así? —replicó el crítico, poniéndose en pie.

—¿Eres un miembro de esta escuela y menosprecias el estilo de Yoshioka Kempō?

—¡No lo menosprecio! Sólo digo que las cosas no son como en los viejos tiempos, cuando el maestro enseñaba a los shogunes y era considerado el más grande de los espadachines. Hoy en día hay mucha más gente que practica el camino de la espada, no sólo en Kyoto sino también en Edo, Hitachi, Echizen, las provincias domésticas, las provincias occidentales, Kyushu..., en todo el país. El hecho de que Yoshioka Kempō fuese famoso no significa que el joven maestro y todos nosotros seamos los más grandes espadachines vivientes. Eso no es cierto, ¿para qué engañarnos?

—¡Cobarde! ¡Pretendes ser un samurai, pero temes a las otras escuelas!

—¿Quién las teme? Sólo creo que debemos evitar la autosatisfacción.

—¿Y quién eres tú para dar advertencias? —El estudiante ofendido golpeó al otro en el pecho, derribándole.

—¿Quieres luchar? —gruñó el hombre caído.

—Sí, estoy dispuesto.

Intervinieron los veteranos, Gion Tōji y Ueda Ryōhei.

—¡Deteneos los dos!

Poniéndose en pie de un salto, separaron a los dos hombres e intentaron alisar sus plumas erizadas.

—¡Ahora tranquilizaos!

—Todos comprendemos lo que sentís.

Dieron unas copas de sake a los contendientes y poco después todo volvió a la normalidad. El revoltoso volvió a embarcarse en el encomio de sí mismo y los demás, mientras que el crítico, rodeando con un brazo a Ryōhei, defendía su postura en un tono plañidero.

—Sólo hablaba por el bien de la escuela —decía entre gemidos—. Si la gente no deja de soltar lisonjas, la reputación de Yoshioka Kempō acabará por los suelos. ¡Arruinada, creedme!

El único que permanecía relativamente sobrio era Seijūrō. Al observar esto, Tōji le dijo:

—No disfrutas de la fiesta, ¿verdad?

—¿Acaso crees que ellos la disfrutan de veras? No sé...

—Claro que sí. Ésta es la idea que tienen de la diversión.

—No veo cómo, cuando discuten de esa manera.

—Oye, ¿por qué no vamos a algún sitio más tranquilo? También yo estoy harto de esto.

Seijūrō pareció muy aliviado y asintió en seguida.

—Me gustaría ir al lugar donde estuvimos anoche.

—¿Te refieres al Yomogi?

—Sí.

—Ése es mucho mejor. Desde el principio he creído que querías ir ahí, pero habría sido una pérdida de dinero llevar con nosotros a este hatajo de patanes. Por eso los traje aquí..., es barato.

—Entonces marchémonos disimuladamente. Ryōhei puede encargarse de los demás.

—Finge que vas al excusado. Me reuniré contigo dentro de unos minutos.

Seijūrō desapareció hábilmente, sin que nadie se diera cuenta.

Delante de una casa, a poca distancia, una mujer estaba de puntillas, tratando de colgar nuevamente un farol de un clavo. El viento había apagado la vela, y ella lo había descolgado para volver a encenderla. La mujer estiraba la espalda bajo los aleros, y su cabellera recién lavada se derramaba alrededor de su rostro. Las hebras de cabello y las sombras del farol trazaban formas levemente cambiantes en sus brazos extendidos. La brisa nocturna tenía un ligerísimo aroma a flores de ciruelo.

—¡Okō! ¿Quieres que te lo cuelgue?

—Ah, es el joven maestro —dijo ella, sorprendida.

—Espera un momento.

Cuando el hombre se adelantó, vio que no era Seijūrō sino Tōji.

—¿Está bien así? —le preguntó.

—Sí, muy bien. Gracias.

Pero Tōji examinó el farol con los ojos entornados, decidió que estaba ladeado y lo colgó de nuevo. Siempre asombraba a Okō que ciertos hombres, que se negarían de plano a echar una mano en sus propias casas, pudieran ser tan serviciales y considerados cuando visitaban un sitio como el suyo. A menudo abrían o cerraban las ventanas ellos mismos, sacaban sus cojines y realizaban una docena de tareas menudas que jamás se les ocurriría hacer bajo su propio techo.

Tōji, fingiendo no haber oído, empujó a su maestro al interior. En cuanto estuvo sentado, Seijūrō comentó:

—Hay una quietud imponente.

—Abriré la puerta de la terraza —dijo Tōji.

Por debajo de la estrecha terraza ondeaban las aguas del río Takase. Hacia el sur, más allá del pequeño puente en la avenida Sanjó, se extendía el amplio recinto del Zuisenin, la oscura extensión de Teramachi, la «ciudad de los templos» y un campo de altas hierbas juncosas. Cerca estaba Kayahara, donde las tropas de Toyotomi Hideyoshi habían matado a la esposa, las concubinas y los hijos de su sobrino, el sanguinario regente Hidetsugu, un hecho que aún estaba fresco en la memoria de mucha gente.

Tōji se estaba poniendo nervioso.

—Esto sigue estando demasiado tranquilo. ¿Dónde se esconden las mujeres? No parece que esta noche tengan otros huéspedes. —Fue de un lado a otro, un poco inquieto—. Quisiera saber por qué tarda tanto Okō. Ni siquiera nos ha servido el té.

Cuando su impaciencia aumentó tanto que le era imposible esperar sentado, se levantó y fue a ver por qué no les habían traído el té.

Al salir a la terraza casi tropezó con Akemi, que llevaba una bandeja de laca con adornos dorados. La campanilla que le colgaba del obi tintineó mientras exclamaba:

—¡Ten cuidado! ¡Vas a hacer que derrame el té!

—¿Por qué has tardado tanto? El joven maestro está aquí. Creía que te gustaba.

—Mira, he derramado un poco. Tú tienes la culpa. Ve a buscar un trapo.

—¡Ja! Eres muy descarada, ¿no crees? ¿Dónde está Okō?

—Maquillándose, por supuesto.

—¿Quieres decir que todavía no ha terminado?

—Bueno, hemos estado muy ocupadas durante todo el día.

—¿El día? ¿Quién ha venido durante el día?

—Eso no es asunto tuyo. Por favor, déjame pasar.

Él se hizo a un lado y Akemi entró en la habitación y saludó al cliente.

—Buenas noches. Me alegro de que hayas venido.

Fingiendo una calma que no sentía, Seijūrō miró de soslayo y dijo:

—Ah, eres tú, Akemi. Gracias por lo de anoche. —Estaba azorado.

Ella cogió de la bandeja un recipiente que parecía un quemador de incienso y puso encima una pipa con boquilla de cerámica y una cazoleta.

—¿Quieres fumar? —le preguntó cortésmente.

—Creía que el tabaco había sido prohibido recientemente.

—Así es, pero a pesar de la prohibición todo el mundo sigue fumando.

—De acuerdo, fumaré un poco.

—Te la encenderé.

Tomó una pizca de tabaco de una bonita caja de madreperla y lo introdujo en la diminuta cazoleta con sus finos dedos. Entonces le puso la pipa en la boca. Seijūrō, que no tenía el hábito de fumar, la manejó con bastante torpeza.

—Humm, es amargo, ¿verdad? —comentó. Akemi soltó una risita—. ¿Adonde ha ido Tōji?

—Probablemente está en la habitación de mi madre.

—Parece encariñado de Okō. Por lo menos tengo esa impresión. Sospecho que a veces viene aquí sin mí. ¿Es cierto? —Akemi se rió pero no respondió—. ¿Qué tiene eso de divertido? Creo que él también le gusta bastante a tu madre.

—¡No sé qué decirte!

—Pues estoy seguro, absolutamente. Es un arreglo cómodo, ¿no crees? Dos parejas felices, tu madre y Tōji, tú y yo. Procurando parecer tan inocente como le era posible, cubrió con su mano la de Akemi, que descansaba sobre su rodilla. Ella la apartó pudorosamente, pero ese gesto sólo aumentó la audacia de Seijūrō. Cuando la muchacha empezaba a levantarse, le rodeó la delgada cintura con su brazo y la atrajo hacia él.

—No es necesario que huyas —le dijo—. No voy a hacerte daño.

—¡Suéltame! —protestó ella.

—De acuerdo, pero sólo si vuelves a sentarte.

—El sake... Iré a buscarlo.

—No te molestes.

—Pero si no lo traigo, mi madre se enfadará.

—Tu madre está en la otra habitación, teniendo una agradable charla con Tōji.

Intentó rozarle el rostro inclinado con su mejilla, pero ella volvió la cabeza y pidió frenéticamente ayuda.

—¡Madre! ¡Madre!

Él la soltó, y la muchacha corrió hacia el fondo de la casa.

Seijūrō se sentía frustrado. La soledad le pesaba, pero no quería forzar a Akemi. Como no sabía qué hacer, rezongó en voz alta: «Me voy a casa», y empezó a marchar pesadamente por el corredor exterior, su rostro volviéndose más carmesí a cada paso.

—¿Adonde vas, joven maestro? No pensarás marcharte, ¿verdad?

Como si hubiera salido de la nada, Okō apareció detrás de él y corrió por el pasillo. Al llegar a su lado le rodeó con un brazo, y él observó que tenía el cabello en su sitio y el maquillaje en perfecto estado. Llamó a Tōji para que la ayudara, y entre los dos persuadieron a Seijūrō para que diera media vuelta y se sentara. Okō trajo sake e intentó animarle, y entonces Tōji condujo de nuevo a Akemi a la habitación. Cuando la muchacha vio lo alicaído que estaba Seijūrō, le sonrió.

—Akemi, sirve sake al joven maestro.

—Sí, madre —dijo ella obedientemente.

—Ya ves cómo es, ¿verdad? —dijo Okō—. ¿Por qué siempre quiere actuar como una niña?

—Ése es su encanto..., es joven —dijo Tōji, deslizando su cojín más cerca de la mesa.

—Pero ya ha cumplido los veintiuno.

—¿Veintiuno? No creía que fuese tan mayor. ¡Es tan menuda que aparenta dieciséis o diecisiete!

Akemi, súbitamente tan vivaz como un pececillo, replicó:

—¿De veras? Eso me hace feliz, porque me gustaría tener dieciséis toda mi vida. Algo maravilloso me sucedió cuando tenía esa edad.

—¿Qué?

Ella se llevó las manos al pecho.

—No puedo decírselo a nadie, pero sucedió... Cuando tenía dieciséis. ¿Sabéis en qué provincia vivía entonces? Aquél fue el año de la batalla de Sekigahara.

—¡Charlatana! —le dijo Okō con una mirada amenazante—. Deja de aburrirnos con tu cháchara y ve a buscar tu shamisen.

Akemi torció ligeramente el gesto, pero se levantó y fue en busca de su instrumento. Cuando regresó, empezó a tocar y cantar una canción, al parecer más interesada en divertirse ella misma que en complacer a sus huéspedes.

Entonces esta noche,

si ha de estar nublada,

que esté nublada,

ocultando la luna

que sólo puedo ver a través de mis lágrimas.

Se interrumpió y preguntó:

—¿Comprendes, Tōji?

—No estoy seguro. Canta un poco más.

Ni siquiera en la noche más oscura

pierdo mi camino,

¡pero, oh, cómo me fascinas!

—Al fin y al cabo tiene veintiún años —dijo Tōji.

Seijūrō, que había permanecido sentado en silencio con la frente apoyada en la mano, salió de su ensimismamiento y dijo:

—Tomemos una taza de sake juntos, Akemi.

Le tendió la taza y la llenó con el recipiente de calentar el sake. Ella lo bebió sin parpadear y se apresuró a devolverle la taza para que bebiera a su vez.

—Sabes beber, ¿no es así? —dijo él un tanto sorprendido.

Apuró su taza y ofreció otra a Akemi, la cual la aceptó y engulló en un instante. Insatisfecha, al parecer, con el tamaño de la taza, cogió otra mayor y durante la siguiente media hora bebió tanto como él.

Seijūrō estaba maravillado. Akemi parecía una chiquilla de dieciséis años, con labios que nunca habían besado y ojos que entornaba la timidez, y sin embargo allí estaba, trasegando sake como un hombre. ¿Adonde iba todo aquel líquido en un cuerpo tan pequeño?

—Será mejor que lo dejes ya —dijo Okō a Seijūrō—. Por alguna razón, la chica puede beber durante toda la noche sin emborracharse. Lo más conveniente es dejarla tocar el shamisen.

—¡Pero esto es divertido! —exclamó Seijūrō, que ahora disfrutaba de lo lindo.

Tōji percibió algo extraño en su voz y le preguntó:

—¿Estás bien? ¿No habrás bebido más de la cuenta?

—No importa. Oye, Tōji, ¡es posible que no vuelva a casa esta noche!

—No hay ningún problema —replicó Tōji—. Puedes quedarte tantas noches como desees, ¿verdad que puede, Akemi?

Tōji guiñó el ojo a Okō y entonces se retiró con ella a la otra habitación, donde empezó a susurrarle rápidamente. Le dijo a Okō que el joven maestro estaba muy animado y que, en esas condiciones, ciertamente querría acostarse con Akemi, y que habría dificultades si ésta se negaba, pero que, desde luego, los sentimientos de una madre eran lo más importante en casos como aquél... o, en otras palabras, ¿cuánto?

—¿Bien? —inquirió bruscamente Tōji.

Okō se llevó un dedo a su mejilla cubierta por una espesa capa de polvos y reflexionó.

—¡Decídete! —le instó Tōji. Se acercó más a ella y añadió—: No es una mala pareja, ¿sabes? Es un famoso maestro de las artes marciales y su familia tiene mucho dinero. Su padre tuvo más discípulos que ningún otro maestro en el país, y lo que es más, aún no se ha casado. De cualquier manera que lo mires, es una oferta atractiva.

—Bueno, yo también lo creo así, pero...

—No hay pero que valga. ¡Está hecho! Los dos pasaremos aquí la noche.

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