Authors: Eiji Yoshikawa
En vez de considerar a fondo el problema, tras una breve pausa Musashi echó a correr en una dirección casi opuesta a la del Ichijōji. Primero cruzó el pie de la colina Kagura hasta un punto situado detrás de la tumba del emperador Go-Ichijō. Luego atravesó un espeso bosque de bambúes y llegó a un arroyo de montaña que fluía a través de una aldea en el noroeste. Por encima de él se alzaba la estribación septentrional del monte Daimonji, y empezó a subir la ladera en silencio.
A través de los árboles a su derecha veía el muro de un jardín que probablemente pertenecía al Ginkakuji. Casi directamente bajo sus pies, el estanque del jardín brillaba como un espejo. Ascendió más, el estanque se desvaneció entre los árboles y apareció ante su vista el ondeante río Kamo. Sintió como si tuviera toda la ciudad en la palma de su mano.
Se detuvo un momento para comprobar su posición. Avanzando en sentido horizontal por las laderas de cuatro colinas, podría llegar a un punto por encima y detrás del pino de ancha copa, desde donde la posición del enemigo se extendería ante él a vista de pájaro. Al igual que Oda Nobunaga, en la batalla de Okehazama, había desdeñado las rutas habituales en favor de un desvío difícil.
—¿Quién está ahí?
Musashi se quedó inmóvil y esperó. Unas pisadas se aproximaron cautamente. Al ver a un hombre vestido como un samurai al servicio de un noble cortesano, Musashi llegó a la conclusión de que no pertenecía a las fuerzas de Yoshioka.
La nariz del hombre estaba tiznada a causa del humo de su antorcha, y su kimono mojado y manchado de barro. Al ver a Musashi ahogó un grito de sorpresa.
Musashi le miró con suspicacia.
—¿No eres Miyamoto Musashi? —le preguntó el hombre, haciendo una reverencia, con una expresión de temor en el rostro.
La luz de la antorcha abrillantaba los ojos de Musashi.
—¿Eres Miyamoto Musashi?
El aterrado samurai parecía balancearse ligeramente sobre sus pies. La fiereza que veía en los ojos de Musashi no era algo que se encontrara a menudo en los seres humanos.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó secamente Musashi.
—Pues yo..., yo...
—Deja de tartamudear. ¿Quién eres?
—Yo... pertenezco a la casa del señor Karasumaru Mitsuhiro.
—Soy Miyamoto Musashi, en efecto, pero dime, ¿qué hace aquí y en plena noche un servidor del señor Karasumaru?
—¡Entonces eres Musashi! —exclamó el hombre, y exhaló un suspiro de alivio.
Al cabo de un instante, echó a correr cuesta abajo, la antorcha trazando una estela luminosa a su espalda. Musashi se volvió y prosiguió su camino a través de la ladera.
Cuando el samurai llegó a las proximidades del Ginkakuji, se puso a gritar:
—¡Kura! ¿Dónde estás?
—Estamos aquí. ¿Dónde estás tú? —No era la voz de Kura, otro servidor de Karasumaru, sino la de Jōtarō.
—¿Eres tú, Jōtarō?
—¡Sí!
—¡Sube aquí en seguida!
—Imposible. Otsū no puede dar un solo paso más.
El samurai soltó un juramento entre dientes y alzó todavía más la voz:
—¡Venid en seguida! ¡He encontrado a Musashi! ¡Si no os dais prisa, le perderemos!
Jōtarō y Otsū se encontraban a unos doscientos metros sendero abajo. Transcurrió algún tiempo antes de que sus dos largas sombras, que parecían enlazadas, llegaran renqueantes al lado del samurai. Éste agitó su antorcha para apresurarles y unos instantes después él mismo oyó la respiración trabajosa de Otsū, cuyo rostro estaba más pálido que la luna. La parafernalia de viaje en sus delgados brazos y piernas parecía cruel y absurda. Pero cuando la luz incidió de pleno en ella, sus mejillas adquirieron una tonalidad rosada.
—¿Es cierto? —preguntó, jadeante.
—Sí, acabo de verle. —En un tono más apremiante, el hombre añadió—: Si os dais prisa, podréis alcanzarle, pero si perdéis tiempo...
—¿Por dónde? —inquirió Jōtarō, exasperado porque no sabía a qué carta quedarse entre un hombre lleno de agitación y una mujer enferma.
El estado físico de Otsū no había mejorado lo más mínimo, pero una vez Jōtarō divulgó la noticia del inminente combate que iba a librar Musashi, no hubo manera de retenerla en la cama, aunque ello pudiera prolongar su vida. Haciendo caso omiso de todos los ruegos, se recogió y ató el cabello, se puso sus sandalias de paja y cruzó casi tambaleándose el portal del señor Karasumaru. Una vez resultó evidente la imposibilidad de detenerla, el señor Karasumaru hizo cuanto pudo para ayudarla. Él mismo se puso al frente de la operación, y mientras la muchacha avanzaba renqueando hacia el Ginkakuji, envió a sus hombres para que explorasen los diversos accesos a la aldea de Ichijōji. Los hombres caminaron hasta que les dolieron los pies, y estaban a punto de abandonar la búsqueda cuando dieron con su presa.
El samurai señaló y Otsū empezó a subir resueltamente la colina.
Jōtarō, temiendo que se desvaneciera, le preguntaba a cada paso si estaba bien y podía seguir adelante. Ella no le respondía. A decir verdad, ni siquiera le oía. Su cuerpo enflaquecido sólo reaccionaba a la necesidad de alcanzar a Musashi. Aunque tenía la boca seca, un sudor frío perlaba su pálida frente.
—Éste debe de ser el camino —dijo Jōtarō, confiando en alentarla—. Este camino va al monte Hiei. A partir de ahora el terreno es llano. No hay que subir más. ¿Quieres descansar un momento?
Ella sacudió la cabeza sin decir nada, aferrando con firmeza el palo que llevaban entre los dos y resollando. Parecía como si todas las dificultades de la vida estuvieran comprimidas en aquel viaje.
Cuando habían recorrido casi una milla, Jōtarō gritó:
—¡Musashi! Sensei!
El muchacho siguió gritando, y su fuerte voz reforzó el valor de Otsū, pero no pasó mucho tiempo antes de que ella perdiera las pocas fuerzas que le quedaban.
—Jō... Jōtarō —susurró débilmente. Soltó el palo y se dejó caer de bruces en la hierba al lado de la carretera. Se llevó una mano delicada a la boca y sus hombros se agitaron convulsos.
—¡Es sangre, Otsū! ¡Estás escupiendo sangre! ¡Ah, Otsū!
Al borde de las lágrimas, el muchacho le rodeó la cintura con sus manos y la irguió. Ella movió la cabeza lentamente de un lado a otro. Jōtarō no sabía qué más podía hacer y le dio unas suaves palmadas en la espalda.
—¿Qué quieres? —le preguntó. Ella no estaba en condiciones de responderle—. ¡Ya lo sé! ¡Agua! ¿No es eso? —Otsū asintió débilmente—. Espera aquí. Te la traeré.
Jōtarō se puso en pie y miró a su alrededor, escuchó un momento y se encaminó a una hondonada cercana, desde cuyo fondo llegaba el rumor de una corriente. No tardó en encontrar un manantial que brotaba burbujeante entre las rocas. Empezó a recoger un poco de agua con las manos ahuecadas y titubeó, la vista fija en los minúsculos cangrejos en el fondo de la rebalsa de agua prístina. La luz de la luna no brillaba directamente en el agua, pero el reflejo del cielo era más hermoso que las mismas nubes de un blanco plateado. Decidió tomar un sorbo antes de llevar a cabo su tarea, se apartó a un lado y, poniéndose a cuatro patas, estiró el cuello como un pato.
Entonces ahogó un grito. ¿Era una aparición lo que había visto? Su cuerpo se erizó como la cascara de una castaña. En la pequeña rebalsa se reflejaba media docena de árboles que estaban en el otro lado, y al lado de ellos se veía la imagen de Musashi.
Jōtarō pensó que se trataba de su imaginación y que el reflejo no tardaría en disolverse. Pero al ver que seguía allí, alzó los ojos muy lentamente.
—¡Estás aquí! —gritó—. ¡Estás aquí de veras! —El plácido reflejo del cielo se convirtió en barro cuando el muchacho cruzó chapoteando al otro lado, mojándose el kimono hasta los hombros—. ¡Estás aquí! —repitió, rodeando con sus brazos las piernas de Musashi.
—No armes escándalo —le dijo Musashi en voz queda—. Este lugar es peligroso. Vuelve más tarde.
—¡No! Te he encontrado y me quedo contigo.
—Sosiégate. He oído tu voz y he estado esperando aquí. Ahora llévale agua a Otsū.
—Está turbia.
—Hay otro arroyo más allá. ¿Lo ves? Toma, usa esto.
Le tendió un tubo de bambú.
Jōtarō alzó el rostro y le dijo:
—¡No! Llévaselo tú.
Siguieron así unos instantes, hasta que Musashi asintió y fue al otro arroyo. Llenó el tubo y lo llevó al lado de Otsū. Rodeándola suavemente con el brazo, acercó el tubo a su boca.
Jōtarō estaba en pie al lado de ellos.
—¡Mira, Otsū! Es Musashi. ¿Comprendes? ¡Musashi!
Cuando Otsū tomó un sorbo de agua fresca, su respiración se serenó un poco, aunque seguía inerte en el brazo de Musashi. Sus ojos parecían centrados en algún punto muy lejano.
—¿No te das cuenta, Otsū? ¡No soy yo, es Musashi! El brazo que te rodea es el de Musashi, no el mío.
Unas lágrimas ardientes se agolparon en los ojos de vacua mirada de la joven, hasta que parecieron de cristal. Dos arroyos se deslizaron por sus mejillas mientras asentía.
Jōtarō rebosaba de alegría.
—Ahora estás más contenta, ¿no es cierto? Esto es lo que querías, ¿verdad? —Entonces se dirigió a Musashi—: Ha dicho una y otra vez que no le importaba lo que ocurriera, pero tenía que verte. ¡No quería escuchar a nadie! Por favor, dile que si sigue portándose así va a morirse. No me presta ninguna atención, pero tal vez hará lo que tú le pidas.
—Todo esto ha sido culpa mía —dijo Musashi—. Le pediré disculpas y le diré que se cuide mejor. Jōtarō...
—Dime.
—¿Nos dejarás un momento solos?
—¿Por qué? ¿Por qué no puedo quedarme aquí?
—No seas así, Jōtarō —le dijo Otsū en tono suplicante—. Sólo unos minutos, por favor.
—Bueno, de acuerdo. —No podía rechazar lo que le pidiera Otsū, aun cuando no la comprendiera—. Estaré colina arriba. Llámame cuando hayas terminado.
La enfermedad aumentaba la timidez natural de Otsū, y no sabía qué decir.
Musashi, azorado, desvió el rostro de ella. Dándole la espalda, Otsū miró el suelo, mientras él alzaba la vista al cielo.
Temía instintivamente que no existieran palabras para expresarle sus sentimientos. Todo lo sucedido desde la noche en que ella le liberó de sus ataduras en la rama del cedro pasó por su mente, y reconoció la pureza del amor que no le había hecho cejar en su empeño de encontrarle durante cinco largos años.
¿Quién era más fuerte, quién había sufrido más? ¿Otsū, con su vida difícil y compleja, ardiendo con un amor que no podía ocultar? ¿O él mismo, que escondía sus sentimientos tras un semblante pétreo y enterraba las brasas de su pasión bajo una capa de frías cenizas?
Como lo había hecho en otras ocasiones, Musashi pensó que el camino elegido por él era el más doloroso, pero que la constancia de Otsū revelaba fortaleza y valor. Para la mayoría de los hombres, la carga que ella había llevado sería demasiado pesada. Se dijo que dentro de muy poco tiempo tendría que marcharse.
La luna estaba baja en el cielo, y ahora su luz era más blanca. Faltaba poco para que amaneciera. Pronto tanto la luna como él mismo se habrían desvanecido detrás de la montaña de la muerte. En el breve tiempo que le quedaba tenía que decirle la verdad a Otsū, pues estaba en deuda con ella por su entrega y fidelidad, pero las palabras no acudían a sus labios. Cuanto más se esforzaba por hablar, tanto más cohibido se sentía. Alzó la vista, impotente, como si pudiera recibir inspiración del cielo.
Otsū miraba el suelo y lloraba. En su corazón ardía el amor, un amor tan intenso que había desplazado todo lo demás. Principios, religión, preocupación por su propio bienestar, orgullo..., todo palidecía al lado de aquella pasión que la iba consumiendo. Creía que, de alguna manera, aquel amor tenía que vencer la resistencia de Musashi, debían encontrar el modo de vivir juntos, separados del mundo de la gente ordinaria. Le habría sido imposible expresar el dolor de estar separada de él, la aflicción de recorrer la vida a solas, la angustia que le producía la falta de sentimientos de Musashi. Si tuviera una madre a quien pudiera contar sus penas...
Los graznidos de una bandada de gansos rompieron el largo silencio. Con la proximidad del amanecer, se habían alzado por encima de los árboles y volaban hacia las cumbres de las montañas.
—Los gansos vuelan al norte —dijo él, consciente de que sus palabras eran irrelevantes.
—Musashi...
Sus miradas se encontraron. Los dos compartían el recuerdo de los años en el pueblo, cuando cada primavera y otoño los gansos volaban a gran altura.
Entonces todo había sido muy sencillo. Ella se relacionaba con Matahachi y, aunque le desagradara la aspereza de Musashi, nunca había temido replicarle cuando él le decía cosas insultantes. Ahora ambos pensaron en la montaña donde se alzaba el Shippōji y las orillas del río Yoshino, que discurría al pie. Y ambos sabían que estaban desperdiciando unos momentos preciosos, que jamás retornarían.
—Jōtarō me ha dicho que estabas enferma. ¿Es algo serio?
—No es grave.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Sí, pero no tiene importancia. ¿Crees de veras que hoy vas a morir?
—Me temo que sí.
—Si mueres, no podré seguir viviendo. Tal vez por eso ahora me resulta tan fácil olvidar mi enfermedad.
En los ojos de Otsū brillaba una luz que hizo notar a Musashi la debilidad de su propia determinación comparada con la de ella. Para lograr cierto dominio de sí mismo, había tenido que dedicar muchos años a reflexionar sobre la vida y la muerte, disciplinarse a cada vuelta del camino y obligarse a sufrir los rigores del adiestramiento de un samurai. En cambio, aquella mujer, que carecía de adiestramiento o una autodisciplina consciente, podía decir sin la menor vacilación que también ella estaba preparada para morir si él lo hacía. Su rostro expresaba una serenidad perfecta, sus ojos le decían que ni mentía ni hablaba de una manera impulsiva. Casi parecía feliz ante la perspectiva de acompañarle en la muerte. Un tanto avergonzado, Musashi se preguntó cómo las mujeres podían ser tan fuertes.
—¡No cometas una estupidez, Otsū! —le dijo de repente—. No hay ninguna razón por la que debas morir. —La fuerza de su propia voz y la hondura de su sentimiento le sorprendió incluso a él—. Una cosa es que yo muera luchando contra los Yoshioka. No sólo es correcto que quien vive por la espada muera por la espada, sino que tengo el deber de recordar a esos cobardes el Camino del Samurai. Tu voluntad de seguirme en la muerte es muy conmovedora, pero ¿de qué serviría? No sería más útil que la lastimosa muerte de un insecto.