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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (112 page)

—¿Quieres decir que has estado haraganeando durante todos estos años? —le preguntó Musashi, sospechando vagamente la verdad.

—Dejémoslo. Decir esa clase de cosas me trae una infinidad de recuerdos desagradables. —Su mente pareció retroceder a aquellos días a la sombra del monte Ibuki—. El gran error que cometí fue juntarme con Okō.

—Sentémonos —le invitó Musashi, cruzando las piernas y dejándose caer sobre la hierba. Se sentía un tanto exasperado. ¿Por qué motivo Matahachi insistía en considerarse inferior? ¿Y por qué atribuía sus problemas a los demás?—. Echas la culpa de todo a Okō —le dijo—, pero ¿es ésa manera de hablar para un hombre hecho y derecho? Nadie puede crearte una clase de vida que merezca la pena, nadie salvo tú mismo.

—Admito que me equivoqué, pero... ¿cómo podría decirlo? Al parecer, soy incapaz de alterar mi destino.

—En tiempos como éstos, nunca llegarás a ninguna parte pensando de esa manera. Ve a Edo si lo deseas, pero cuando llegues allí encontrarás gentes procedentes de todos los lugares del país, y todos ellos hambrientos de dinero y posición. No podrás destacar lo más mínimo si te limitas a hacer lo mismo que hace cualquier otro. Tendrás que distinguirte de alguna manera.

—Tendría que haberme dedicado a la esgrima cuando era joven.

—Ya que lo mencionas, me pregunto si tienes condiciones para ser un espadachín. De todos modos, estás empezando. Tal vez deberías considerar la posibilidad de convertirte en un hombre de letras. Supongo que ésa sería la mejor manera de lograr una posición al servicio de un daimyō.

—No te preocupes, ya haré algo.

Matahachi arrancó una brizna de hierba y se la puso entre los dientes. Sentía una vergüenza abrumadora. Resultaba mortificante comprobar lo que habían hecho cinco años de ociosidad. Le había sido relativamente fácil minimizar las anécdotas que había oído contar sobre Musashi, pero ahora, al verle personalmente, no podía eludir el contraste entre ellos. En la imponente presencia de Musashi, a Matahachi le costaba recordar que en otro tiempo fueron los mejores amigos. Incluso la dignidad de aquel hombre era un tanto opresiva. Ni la envidia ni su impulso competitivo podían librarle de la penosa conciencia de su propia incapacidad.

—¡Anímate! —le dijo Musashi, pero incluso mientras le daba unas palmadas en el hombro, percibió la debilidad de su amigo—. Lo que está hecho no tiene remedio. Olvídate del pasado. Si has desperdiciado cinco años, ¿qué importa eso? Lo único que significa es que comienzas cinco años más tarde y, a su manera, esos cinco años pueden encerrar una lección valiosa.

—Han sido horribles.

—¡Ah, me olvidaba! He dejado a tu madre hace un rato.

—¿Has visto a mi madre?

—Sí, y debo decir que no comprendo por qué no has nacido con algo más de su fuerza y tenacidad.

Añadió para sus adentros que tampoco comprendía por qué Osugi tenía un hijo como él, tan incompetente y lleno de lástima hacia sí mismo. Sentía deseos de sacudirle y recordarle lo afortunado que era por tener madre. Mirando fijamente a Matahachi, se preguntó cómo podría apaciguar la cólera de Osugi, y encontró la respuesta de inmediato: Si Matahachi pudiera llegar a ser alguien...

—Matahachi —le dijo en tono solemne—. ¿Por qué, cuando tienes una madre como la tuya, no intentas hacer algo que la haga sentirse feliz? Yo no tengo padres, y no puedo evitar la sensación de que no estás tan agradecido como debieras. No se trata de que no le muestres suficiente respeto, pero de alguna manera, aunque estés bendecido con lo mejor que una persona puede tener, no pareces considerarla mejor que a un montón de estiércol. Si yo tuviera una madre como la tuya, estaría mucho más deseoso de mejorar y hacer algo realmente útil, sencillamente porque alguien compartiría mi felicidad. Nadie se alegra tanto de los logros de uno como sus propios padres.

—Es posible que todo esto te parezcan perogrulladas morales, pero no lo son en boca de un vagabundo como yo. No podría expresarte lo solitario que me siento cuando me encuentro con un paisaje hermoso y, de pronto, me doy cuenta de que no hay nadie para disfrutarlo conmigo.

Musashi hizo una pausa para respirar y cogió la mano de su amigo.

—Tú mismo sabes que lo que digo es cierto, sabes que te hablo como un viejo amigo, un hombre del mismo pueblo. Intentemos recuperar el espíritu que teníamos cuando fuimos a Sekigahara. Ya no hay guerras, pero la lucha por sobrevivir en un mundo en paz no es menos difícil. Tienes que luchar, necesitas un plan. Si lo intentaras, yo haría lo que pudiera por ayudarte.

Las lágrimas de Matahachi cayeron sobre sus manos entrelazadas. A pesar del parecido que tenían las palabras de Musashi con uno de los fatigosos sermones de su madre, el interés que su amigo mostraba por él le conmovía profundamente.

—Tienes razón —le dijo, enjugándose las lágrimas—. Gracias. Haré lo que dices. Me convertiré en un hombre nuevo, ahora mismo. Estoy de acuerdo en que no tengo condiciones para triunfar como espadachín. Iré a Edo y buscaré un maestro. Estudiaré en serio. Juro que lo haré.

—Tendré los ojos abiertos para encontrar un buen maestro, así como un buen señor para quien tú pudieras trabajar. Incluso podrías trabajar y estudiar al mismo tiempo.

—Será como empezar la vida de nuevo. Pero hay otra cosa que me fastidia.

—¿Y bien? Como te he dicho, haré lo que pueda por ayudarte. Es lo menos que puedo hacer por haber enfadado tanto a tu madre.

—Es algo embarazoso. Verás, la mujer que me acompaña... no es cualquier mujer. Es... No puedo decirlo.

—¡Vamos, actúa como un hombre!

—No te enfades. Es alguien a quien conoces.

—¿Quién?

—Akemi.

Sobresaltado, Musashi se dijo: «¿Podría haber elegido a alguien peor?», pero se guardó de decirlo en voz alta.

Desde luego, Akemi no era sexualmente tan depravada como su madre, por lo menos todavía no, pero iba camino de ello. Era un pájaro en vuelo con una antorcha destructora en el pico. Además del incidente con Seijūrō, Musashi tenía fuertes sospechas de que había habido algo entre ella y Kojirō. Se preguntó qué perverso destino condujo a Matahachi a unas mujeres como Okō y su hija.

Matahachi malinterpretó el silencio de Musashi como una señal de que estaba celoso.

—¿Estás enfadado? Te lo he dicho sinceramente, porque creo que no debía ocultarlo.

—Eres tú, bobo, quién me preocupa. ¿Estás maldecido desde tu nacimiento o es que te empeñas en tentar a la mala suerte? Creí que habías aprendido una lección de Okō.

Matahachi respondió a las preguntas de Musashi, contándole cómo él y Akemi habían llegado a estar juntos.

—Tal vez estoy siendo castigado por haber abandonado a mi madre —concluyó—. Akemi se hirió en una pierna cuando cayó al barranco y empezó a empeorar, así que...

—Ah, estás aquí, señor —dijo la anciana de la posada en el dialecto local. Despistada y senil, se llevó los brazos a la espalda y contempló el cielo, como si examinara el tiempo—. La mujer enferma no está contigo —añadió, y su tono llano no aclaró si estaba haciendo una pregunta o una afirmación.

Un poco sonrojado, Matahachi replicó:

—¿Akemi? ¿Le ha ocurrido algo?

—No está en la cama.

—¿Estás segura?

—Ahí estaba hace un rato, pero ya no.

Aunque un sexto sentido le dijo a Musashi lo que había ocurrido, se limitó a decir:

—Será mejor que vayamos a ver.

El jergón de Akemi estaba todavía extendido en el suelo, pero por lo demás la habitación se hallaba vacía.

Matahachi soltó una maldición y examinó en vano la habitación. Con el rostro enrojecido por la cólera, exclamó:

—¡Ni obi ni dinero! ¡Ni siquiera un peine o una horquilla! ¡Está loca! ¿Qué le pasa? ¿Cómo ha podido abandonarme así?

La anciana permanecía en el umbral.

—Ha hecho una cosa terrible —dijo como si hablara consigo misma—. Esa chica..., tal vez no debería decirlo, pero no estaba enferma. Lo fingía para poder estar en cama. Aunque soy vieja, no se me escapan esas cosas.

Matahachi salió de la habitación y se quedó mirando el blanco camino que se curvaba a lo largo de la estribación montañosa. La vaca, que yacía bajo un melocotonero cuyas flores ya se habían oscurecido y caído, rompió el silencio con un largo y soñoliento mugido.

—No te quedes ahí triste y abatido, Matahachi —le dijo Musashi—. Roguemos para que encuentre un lugar donde pueda establecerse y llevar una vida apacible, y dejemos las cosas así.

Una sola mariposa amarilla ascendió con la brisa arremolinada antes de caer por el borde de un risco.

—Tu promesa me ha hecho muy feliz —dijo Musashi—. ¿No es hora ya de que hagas algo al respecto, de que lo intentes de veras y llegues a ser algo?

—Sí, es cierto, tengo que hacerlo —musitó Matahachi sin entusiasmo, mordiéndose el labio inferior para evitar que le temblara.

Musashi se dio la vuelta, desviando su mirada del camino desierto.

—Escúchame —le dijo jovialmente—. Tu camino acaba de abrirse ante ti por sí solo. No importa el lugar al que vaya Akemi, porque sin duda no te conviene. Vete ahora, antes de que sea demasiado tarde. Toma el sendero que pasa entre Sakamoto y Ōtsu. Encontrarás a tu madre antes de que el día termine. Y una vez la hayas encontrado, no vuelvas a perderla de vista.

Para subrayar sus palabras, trajo a Matahachi sus sandalias y polainas, y entonces entró en la posada y salió poco después con sus demás pertenencias.

—¿Tienes algún dinero? —le preguntó—. Yo no tengo mucho, pero puedo darte algo. Si crees que Edo es el lugar adecuado para ti, allí iré contigo. Esta noche estaré en el puente Kara de Seta. Cuando hayas encontrado a tu madre, búscame allí. Cuento con que la traigas.

Una vez Matahachi se hubo ido, Musashi se sentó a esperar el crepúsculo y la respuesta a su misiva. Se estiró en el banco que había al fondo de la sala de té, cerró los ojos y no tardó en soñar. Soñó con dos mariposas que vagaban por el aire, retozando entre ramas entrelazadas. Reconoció a una de ellas. Era Otsū.

Cuando despertó, los rayos inclinados del sol habían llegado a la pared del fondo de la sala. Oyó la voz de un hombre.

—Lo mires como lo mires, fue una actuación burda.

—¿Te refieres a los Yoshioka?

—Desde luego.

—La gente tenía un gran respeto por la escuela, debido a la reputación de Kempō. Parece como si, en cualquier campo, sólo la primera generación fuese importante. La siguiente generación pierde lustre, y con la tercera todo se viene abajo. No sueles ver a menudo al jefe de la cuarta generación enterrado al lado del fundador.

—Bueno, yo espero que me entierren al lado de mi bisabuelo.

—Pero no eres más que un picapedrero. Estoy hablando de gente famosa. Si crees que me equivoco, sólo tienes que ver lo que le ocurrió al hijo de Hideyoshi.

Los picapedreros trabajaban en una cantera del valle, y todos los días, hacia las tres de la tarde, iban a la posada a tomar una taza de té. Anteriormente, uno de ellos, que vivía cerca de Ichijōji, había asegurado haber visto el combate desde el principio al fin. Como ya había contado el mismo relato docenas de veces, ahora pudo repetirlo con una elocuencia impresionante, embelleciendo hábilmente los hechos e imitando los movimientos de Musashi.

Mientras los picapedreros escuchaban embelesados sus palabras, otros cuatro hombres habían llegado y tomado asientos en la parte delantera: Sasaki Kojirō y tres samurais del monte Hiei. Sus ceños fruncidos inquietaron a los trabajadores, por lo que éstos cogieron sus tazas de té y se retiraron al interior. Pero a medida que el relato avanzaba, empezaron a reír y hacer comentarios, repitiendo con frecuencia y evidente admiración el nombre de Musashi.

Cuando Kojirō llegó al límite de su paciencia, les gritó:

—¡Eh, vosotros!

—Sí, señor —corearon ellos, inclinando las cabezas de manera automática.

—¿Qué ocurre aquí? ¡Tú! —señaló al hombre con su abanico de varillas de acero—. Hablas como si supieras mucho. ¡Ven aquí! ¡Y los demás también! No voy a haceros daño.

Los hombres salieron arrastrando los pies, y Kojirō siguió diciendo:

—Os he oído cantar las alabanzas de Miyamoto Musashi y me he hartado. ¡Estáis diciendo tonterías!

Los hombres intercambiaron miradas inquisitivas y murmullos de asombro.

—¿Por qué consideráis a Musashi un gran espadachín? Tú..., tú dices que viste la lucha el otro día, pero permíteme asegurarte que yo, Sasaki Kojirō, también la vi. Como el testigo oficial, observé todos los detalles. Más tarde subí al monte Hiei e informé a los sacerdotes estudiantes de lo que había visto. Además, a invitación de algunos profesores eminentes, visité varios templos subsidiarios y di más conferencias.

—Ahora bien, al contrario que yo, vosotros no sabéis nada de esgrima —siguió diciendo en un tono de creciente condescendencia—. No veis más que vencedor y perdedores, y entonces os sumáis al rebaño y alabáis a Miyamoto Musashi como si fuese el espadachín más grande de todos los tiempos.

—De ordinario, no me molestaría en refutar la cháchara de unos ignorantes, pero ahora lo considero necesario, porque vuestras opiniones erróneas son peligrosas para el conjunto de la sociedad. Además, deseo exponer vuestras falacias en beneficio de estos distinguidos profesores que hoy me acompañan. ¡Limpiaos los oídos y escuchadme atentamente! Os contaré lo que sucedió realmente junto al pino de ancha copa y qué clase de hombre es Musashi.

El público cautivo emitió unos sonidos que expresaban obediencia.

—En primer lugar —dijo Kojirō en tono declamatorio—, consideremos lo que piensa realmente Musashi, su objetivo oculto. A juzgar por la manera en que provocó ese último encuentro, sólo puedo llegar a la conclusión de que intentaba con desesperación vender su nombre, labrarse una reputación. A tal fin, seleccionó a la casa de Yoshioka, la escuela de esgrima más famosa de Kyoto, y provocó con ingenio una pelea. Al caer víctima de esa estratagema, la casa de Yoshioka se convirtió en la piedra pasadera de Musashi hacia la fama y el éxito.

—Lo que hizo fue deshonesto. Era ya de dominio público que la época de Yoshioka Kempō había terminado y que la escuela de Yoshioka declinaba. Era como un árbol agostado, o como un inválido próximo a la muerte. Todo lo que Musashi tenía que hacer era dar un empujón a un armatoste vacío. Cualquiera podría haber hecho lo mismo, pero nadie lo hizo. ¿Por qué? Porque aquellos de nosotros que comprendemos el arte de la guerra ya sabíamos que la escuela carecía de poder. En segundo lugar, porque no queríamos manchar el reverenciado nombre de Kempō. No obstante, Musashi decidió provocar un incidente, colocar avisos de desafío en las calles de Kyoto, propagar rumores y, finalmente, convertir en un gran espectáculo aquello que cualquier espadachín razonablemente hábil podría haber hecho.

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