Authors: Eiji Yoshikawa
El hombre siguió hablando sin inmutarse:
—¿Sabes? Quería hablar contigo de cierto asunto, pero nunca tenía ocasión de hacerlo. ¿Hoy vas a trabajar?
—¿Para qué iba a molestarme? No gano gran cosa vendiendo sandías.
—Vente a pescar conmigo.
Matahachi se rascó la cabeza y le miró con una expresión apenada.
—Te lo agradezco, pero la verdad es que no me gusta pescar.
—Hombre, no tienes que pescar si no quieres, pero ven conmigo de todos modos. Así te sentirás mejor. Ahí está mi barca. Sabes remar con espadilla, ¿no?
—Supongo que sí.
—Anda, vamos. Te contaré cómo puedes ganar un montón de dinero..., tal vez mil piezas de oro. ¿Qué te parece?
De repente, Matahachi tuvo un gran interés en ir a pescar.
A unas mil varas mar adentro, el agua aún era lo bastante somera para tocar el fondo con la espadilla. Matahachi dejó que la barca notara a la deriva y preguntó:
—Dime, ¿qué he de hacer para ganar ese dinero?
—Te lo diré en seguida. —El corpulento prestamista se acomodó en el asiento central de la embarcación—. Te ruego que sostengas una caña de pescar sobre el agua.
—¿Por qué?
—Es mejor que la gente crea que estamos pescando. Dos personas que remaran hasta tan lejos sólo para hablar parecerían sospechosas.
—¿Te parece bien así?
—Perfecto. —El hombre sacó una pipa con cazoleta de cerámica, la llenó de caro tabaco y la encendió—. Antes de decirte lo que he pensado, permíteme que te haga una pregunta. ¿Qué dicen los vecinos de mí?
—¿De ti?
—Sí, de Daizō de Narai.
—Bueno, se supone que los prestamistas son unos cicateros, pero todo el mundo dice que eres muy generoso al prestar dinero. Dicen que eres un hombre que comprende la vida.
—No me refiero a las prácticas comerciales. Quiero saber qué opinan de mí personalmente.
—Creen que eres un buen hombre, un hombre con sentimientos. No te estoy halagando, eso es realmente lo que opinan.
—¿No comentan nunca lo religioso que soy?
—Oh, sí, claro. Todo el mundo está asombrado de lo caritativo que eres.
—¿Nunca han venido por aquí hombres de la magistratura preguntando por mí?
—No. ¿Por qué habrían de hacerlo?
Daizō soltó una risita.
—Supongo que mis preguntas te parecen absurdas, pero la verdad es que no soy un auténtico prestamista.
—¿Qué?
—Escucha, Matahachi, es muy posible que nunca se te vuelva a presentar la oportunidad de ganar tanto dinero de una sola vez.
—Probablemente tengas razón.
—¿Quieres agarrarte?
—¿De dónde?
—De la parra del dinero.
—¿Qué..., qué debo hacer?
—Prometerme hacer una cosa y llevarla a cabo.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo, pero si luego cambias de idea, puedes darte por muerto. Sé que el dinero te interesa, pero piénsalo bien antes de dar tu respuesta definitiva.
—¿Qué debo hacer exactamente? —preguntó Matahachi con suspicacia.
—Tendrás que convertirte en un cavador de pozos. Eso no tiene nada de raro.
—¿En el castillo de Edo?
Daizō miró a través de la bahía. Los barcos de carga llenos de materiales de construcción y con los estandartes de varios grandes clanes, Tōdō, Arima, Katō, Date, Hosokawa, se alineaban casi proa contra popa.
—Comprendes con rapidez, Matahachi. —El prestamista llenó de nuevo su pipa—. Precisamente pensaba en el castillo de Edo. Si no me equivoco, Umpei ha tratado de convencerte de que caves pozos para él. Nada más natural que decidieras aceptar la oferta.
—¿Eso es todo lo que he de hacer?... ¿De qué modo convertirme en cavador de pozos me hará ganar tanto dinero?
—Ten paciencia. Te lo contaré todo.
Al regresar a la orilla, Matahachi estaba eufórico. Cuando se separaron le había hecho una promesa al prestamista. Aquella noche saldría sigilosamente e iría a casa de Daizō para recibir un anticipo de treinta monedas de oro.
Volvió a su casa, hizo la siesta y se despertó al cabo de unas horas con la imagen de la vasta suma que pronto sería suya ante los ojos.
Era una fantástica suma de dinero, suficiente para compensar la mala suerte que había tenido hasta entonces, suficiente para que le durase el resto de su vida. Más excitante aún era la perspectiva de poder mostrar a la gente que se equivocaban, que, al fin y al cabo, él tenía todo lo que hacía falta tener.
La fiebre del dinero le dominaba y no podía serenarse. Todavía notaba la boca seca, incluso un poco insensible. Salió al pasadizo desierto frente al bosque de bambúes, detrás de la casa, y pensó: «¿Quién será ese hombre y qué se propone?». Entonces empezó a rememorar la conversación sostenida con Daizō.
En aquellos días los cavadores de pozos estaban trabajando en el Goshinjō, el nuevo castillo que se alzaba en el recinto occidental. Daizō le había dicho: «Tendrás que esperar hasta que se presente la ocasión, y entonces dispararás contra el nuevo shōgun con un mosquete». El arma y la munición estarían en los terrenos del castillo, bajo un enorme algarrobo cuya edad se contaba en siglos, cerca del portal trasero al pie de la colina Momiji.
Ni que decir tiene, los trabajadores estaban sometidos a una intensa vigilancia, pero a Hidetada le gustaba desplazarse con sus ayudantes para inspeccionar las obras. Conseguir el objetivo sería bastante fácil. En medio de la confusión producida, Matahachi podría huir saltando al foso externo, de donde le rescatarían los cómplices de Daizō. Éste le había asegurado que estarían allí sin falta.
Matahachi regresó a su habitación y se quedó mirando el techo. Le parecía oír la voz de Daizō susurrando ciertas palabras una y otra vez, y recordó cómo le habían temblado los labios cuando dijo: «Sí, lo haré». Se puso en pie de un salto, con carne de gallina. «¡Esto es horrible! Iré ahí ahora mismo y le diré que no quiero saber nada del asunto.» Entonces recordó algo más que Daizō le había dicho: «Ahora que te he contado todo esto, estás comprometido. Lamentaría mucho que te ocurriese algo, pero si intentas echarte atrás, mis amigos te cortarán la cabeza..., digamos antes de tres días». La penetrante mirada de Daizō mientras decía esto destelló ante los ojos de Matahachi.
Matahachi recorrió la corta distancia por el callejón de Nishikubo hasta la esquina con la carretera de Takanawa, donde estaba la casa de empeños. La bahía, sumida en la oscuridad, se abría en el extremo de una calle lateral. Matahachi entró en el pasadizo a lo largo del almacén, se dirigió a la disimulada puerta trasera y llamó suavemente.
—No está cerrado —dijeron en seguida desde dentro.
—¿Daizō?
—Sí. Me alegro de que hayas venido. Entremos en el almacén.
Habían dejado abierto un postigo contra la lluvia. Matahachi entró en el corredor exterior y siguió al prestamista.
—Siéntate —le dijo Daizō, depositando una vela sobre un largo baúl ropero de madera. El prestamista tomó asiento a su vez, se cruzó de brazos y le preguntó—: ¿Has visto a Umpei? ¿Cuándo te llevará al castillo?
—Pasado mañana, cuando lleve a diez nuevos trabajadores. Ha dicho que me incluiría.
—Entonces ¿todo está arreglado?
—Bueno, aún es necesario que el jefe del distrito y los cinco hombres de la asociación del vecindario sellen los documentos.
—Eso no será ningún problema, pues soy miembro de la asociación.
—¿De veras? ¿Tú?
—¿Por qué te sorprendes tanto? Soy uno de los hombres de negocios más influyentes del vecindario. La primavera pasada el jefe del distrito insistió en que participara.
—Oh, no estaba sorprendido, yo... no lo sabía, eso es todo.
—Ja, ja. Sé exactamente lo que has pensado, que es escandaloso que un hombre como yo forme parte del comité que se ocupa de los asuntos del vecindario. Pues bien, permíteme decirte que, si tienes dinero, todo el mundo dirá de ti que eres un hombre excelente y, por mucho que lo intentes, no podrás evitar convertirte en un dirigente local. Piensa, Matahachi. No tardarás mucho en tener también montones de dinero.
—Sss... sí —tartamudeó Matahachi, incapaz de reprimir un estremecimiento—. ¿Mmm... me darás ahora un anticipo?
—Espera un momento.
El prestamista cogió la vela y se dirigió al fondo del almacén. De un cofre que estaba en un estante extrajo y contó treinta monedas de oro. Volvió al lado de Matahachi y le preguntó:
—¿Tienes algo para envolverlas?
—No.
—Pues usa esto. —Cogió del suelo un trapo de algodón y se lo arrojó a Matahachi—. Será mejor que lo guardes en el envoltorio abdominal y te asegures de que está bien atado.
—¿Tengo que darte un recibo?
—¿Un recibo? —repitió Daizō, riendo sin querer—. ¡Vaya, qué honrado eres! Pero no, gracias, no lo necesito. Si cometes un error, confiscaré tu cabeza.
Matahachi parpadeó y dijo:
—Supongo que ahora será mejor que me marche.
—No tan rápido. Al recibir ese dinero incurres en ciertas obligaciones. ¿Recuerdas todo lo que te he dicho esta mañana?
—Sí. Por cierto, tengo una sola duda. Has dicho que el mosquete estaría debajo del algarrobo. ¿Quién lo dejará ahí?
Habida cuenta de lo difícil que era para los trabajadores ordinarios entrar en los terrenos del castillo, se preguntaba cómo podría penetrar alguien subrepticiamente con un mosquete y munición. ¿Y cómo podría alguien sin poderes sobrenaturales enterrarlos de modo que estuvieran a la espera y dispuestos al cabo de quince días?
—Eso no es asunto tuyo. Sólo tienes que hacer lo que hemos convenido. Ahora estás nervioso porque no te has acostumbrado a la idea. Pero cuando lleves ahí un par de semanas, todo irá bien.
—Así lo espero.
—Primero tienes que convencerte de que lo vas a hacer. Entonces tendrás que acechar el momento adecuado.
—Comprendo.
—Escucha, no quiero ningún desliz. Esconde ese dinero donde nadie pueda encontrarlo, y déjalo ahí hasta después de que hayas llevado a cabo tu misión. Cuando fallan esta clase de proyectos, siempre se debe al dinero.
—No te preocupes. Ya he pensado en eso. Pero permíteme que te pregunte una cosa. ¿Cómo puedo estar seguro de que después de que haya hecho el trabajo no te negarás a pagarme el resto?
—¡Bah! Tal vez dé una impresión de jactancia, pero el dinero es la última de mis preocupaciones. Recrea la vista en esas cajas. —Alzó la vela para que Matahachi pudiera ver mejor. Toda la habitación estaba llena de cajas, para bandejas lacadas, para armaduras, para muchas otras cosas—. Cada una de ellas contiene mil piezas de oro.
Sin mirar con demasiado detenimiento, Matahachi dijo en tono de disculpa:
—No dudo de tu palabra, por supuesto.
La conversación secreta continuó aproximadamente durante otra hora. Sintiéndose algo más confiado, Matahachi se marchó por el camino de atrás.
Daizō se asomó a la puerta de una habitación contigua.
—¿Estás ahí, Akemi? Creo que irá directamente a esconder el dinero. Será mejor que le sigas.
Tras hacer varias visitas a la casa de empeños, Akemi, embelesada con la personalidad de Daizō, le había confiado sus pesares, quejándose de sus circunstancias actuales y expresando el deseo de buscar algo mejor. Un par de días atrás, Daizō había observado que necesitaba una mujer para que cuidara de su casa, y Akemi se presentó ante su puerta por la mañana, a hora muy temprana. El prestamista le franqueó la entrada y le dijo que no se preocupara, que él «se encargaría» de Matahachi.
El asesino en potencia, ajeno por completo a que le seguían, regresó a su casa. Cogió una hoz, se internó en el oscuro bosquecillo detrás de la casa, ascendiendo hasta lo alto de la colina de Nishikubo, y allí enterró su tesoro.
Tras haber observado todo esto, Akemi informó a Daizō, el cual partió de inmediato hacia la colina de Nishikubo. Era casi de día cuando volvió al almacén y contó las piezas de oro que había desenterrado. Las contó una segunda vez y una tercera, pero no había ningún error: eran sólo veintiocho.
Daizō ladeó la cabeza y frunció el ceño. Le disgustaba profundamente la gente que le robaba su dinero.
Osugi no era una persona a quien desesperasen las penas y las amargas decepciones del afecto maternal no correspondido, pero en aquel lugar, donde los insectos chirriaban entre el trébol y las plantas de eulalia, ante el gran río que se deslizaba lentamente, no la conmovían sentimientos de nostalgia y la impermanencia de la vida.
—¿Has vuelto a casa?
La voz sonó áspera en el inmóvil aire nocturno.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
—Soy de Hangawara. Ha llegado mucha verdura fresca de Katsushika y el jefe me ha dicho que te traiga una parte.
—Yajibei siempre es tan considerado.
La anciana estaba sentada a una mesa baja, con una vela al lado y un pincel de escritura en la mano, copiando el Sutra del gran amor de los padres. Se había mudado a una pequeña casa alquilada en el distrito de Hamachō, escasamente poblado, y se ganaba la vida de una manera razonable tratando con moxa las enfermedades y achaques de otras personas. Ella misma no padecía ningún trastorno físico digno de mención. Desde comienzos del otoño había vuelto a sentirse bastante joven.
—Dime, abuela, ¿esta tarde ha venido a verte un hombre joven?
—¿Te refieres a un paciente para que le tratara con moxa?
—No, no. Ese hombre se presentó en casa de Yajibei, y parecía tener algo importante entre manos. Nos preguntó dónde vives ahora y se lo dijimos.
—¿Qué edad le pondrías?
—Supongo que unos veintisiete u ocho.
—¿Qué aspecto tenía?
—Más bien carirredondo y no muy alto.
—Humm, quizá...
—Tenía un acento como el tuyo y pensé que procedía del mismo lugar. Bien, me marcho. Buenas noches.
Mientras las pisadas se desvanecían, los chirridos de los insectos se alzaron de nuevo como el sonido monótono de la lluvia. Osugi dejó a un lado el pincel y se quedó mirando la llama de la vela, pensando en los días de su juventud, cuando la gente leía portentos en el halo luminoso. No tenían manera de saber cómo les iba a los maridos, hijos y hermanos que habían partido a la guerra, o qué podría esperarles a ellos mismos en su propio destino incierto. Un halo brillante se tomaba como señal de buena suerte, mientras que las sombras violáceas eran una indicación de que alguien había muerto. Cuando la llama crepitaba como pinaza, podían tener la seguridad de que estaba en camino una persona a la que esperaban.