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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (154 page)

Caquis verdes

En los días de calor bochornoso después de la estación lluviosa veraniega, los cangrejos terrestres se arrastraban perezosamente por la calle reseca, y los carteles que incitaban a Musashi a dar la cara y luchar habían desaparecido casi del todo. Los pocos que no habían caído a la tierra ablandada por la lluvia o habían sido robados para convertirlos en leña eran ilegibles entre la maleza y las altas hierbas.

«Debe de haber algo en alguna parte», se dijo Kojirō, mirando a su alrededor en busca de un lugar donde comer. Pero estaba en Edo, no en Kyoto, y los baratos establecimientos de arroz y té tan abundantes en la ciudad más antigua aún no habían hecho su aparición allí. El único lugar que parecía adecuado estaba en un solar vacío y sus ventanas estaban cubiertas con persianas de juncos. El humo se alzaba lentamente desde detrás de las persianas, y en un estandarte vertical figuraba la palabra «Donjiki», la cual hacía pensar de inmediato en «tonjiki», que en el remoto pasado significó las bolas de arroz usadas como raciones militares.

Al aproximarse, oyó que una voz masculina pedía una taza de té. En el interior, dos samurais comían afanosamente arroz, uno de ellos de un cuenco de arroz ordinario y el otro de un cuenco de sake.

Kojirō se sentó en el borde de un banco frente a ellos y preguntó al propietario:

—¿Qué hay para comer?

—Platos de arroz. También tengo sake.

—Ahí afuera dice «Donjiki». ¿Qué significa eso?

—La verdad es que no lo sé.

—¿No lo has escrito tú?

—No. Lo escribió un mercader retirado que hizo un alto aquí para descansar.

—Comprendo. La caligrafía es muy buena.

—Dijo que estaba haciendo un peregrinaje religioso y que había visitado los santuarios de Hirakawa Tenjin y Hikawa, el Kanda Myōjin, toda clase de sitios, haciendo donativos en todos ellos. Un hombre muy pío y generoso, al parecer.

—¿Conoces su nombre?

—Dijo llamarse Daizō de Narai.

—Ese nombre me suena.

—Donjiki..., en fin, no sé qué significa, pero supuse que si un hombre importante como él lo escribía, podría ayudar a mantener alejado al dios de la pobreza.

El propietario se echó a reír.

Tras echar un vistazo a varios cuencos grandes de porcelana, Kojirō tomó arroz y pescado, vertió té sobre el arroz, apartó una mosca con los palillos y empezó a comer.

Uno de los clientes se levantó y miró a través de una rendija en la persiana.

—Echa un vistazo, Hamada —dijo a su compañero—. ¿No es ése el vendedor de sandías?

El otro hombre se acercó rápidamente a la persiana y miró al exterior.

—Sí, él es, en efecto.

El vendedor, con un palo sobre el hombro de cada uno de cuyos extremos colgaba un cesto, pasaba lentamente por delante del Donjiki. Los dos samurais salieron corriendo de la tienda y fueron al encuentro del hombre. Desenvainaron sus espadas y cortaron las cuerdas que sujetaban los cestos. El vendedor cayó hacia adelante, junto con las sandías.

Hamada le agarró del cogote.

—¿Adonde la has llevado? —Le preguntó, airado—. No mientas. Debes de tenerla escondida en alguna parte.

Los demás samurais pusieron la punta de su espada bajo la nariz del cautivo.

—¡Vamos, desembucha! ¿Dónde está?

La hoja de la espada rozaba amenazadora la mejilla del hombre.

—¿Cómo es posible que un hombre con una cara como la tuya piense en largarse con la mujer de otro?

El vendedor, con las mejillas enrojecidas por la ira y el temor, sacudía la cabeza, pero entonces, viendo una oportunidad, empujó a uno de sus captores, recogió el palo y trató de golpear al otro.

—De modo que quieres pelea, ¿eh? Cuidado, Hamada, que este tipo no es un vendedor de sandías ordinario.

—¿Qué puede hacer este asno? —replicó desdeñosamente Hamada. Cogió el palo con violencia y derribó al vendedor. Poniéndose a horcajadas encima de él, usó las cuerdas para atarle al palo.

Oyó a sus espaldas un grito como el de un cerdo atascado. Al volver la cabeza, una rociada de bruma roja le dio en la cara. Totalmente confuso, se incorporó de un salto, gritando:

—¿Quién eres tú? ¿Qué...?

La hoja, similar a una víbora, avanzaba directamente hacia él. Kojirō se echó a reír, y mientras Hamada retrocedía, le seguía implacable. Los dos se movieron en círculo por la hierba. Cuando Hamada retrocedía un pie, Kojirō avanzaba la misma distancia. Cuando Hamada saltaba a un lado, el Palo de Secar le seguía, apuntando sin vacilar a su víctima en perspectiva.

El vendedor de sandías gritó, asombrado:

—¡Kojirō! Soy yo. ¡Sálvame!

Hamada palideció de terror.

—¡Ko-ji-rō! —musitó. Entonces giró sobre sus talones e intentó huir.

—¿Adonde crees que vas? —dijo Kojirō. El Palo de Secar destelló en la bochornosa quietud, cortó una oreja de Hamada y se alojó profundamente en la carne bajo los hombros. El samurai murió en el acto.

Kojirō se apresuró a cortar las ataduras del vendedor de sandías. El hombre adoptó una postura apropiada, hizo una reverencia y permaneció inclinado, con la frente tocando el suelo, demasiado azorado para mostrar su cara.

Kojirō limpió su espada y la enfundó. Con una leve sonrisa en los labios, le dijo:

—¿Qué te ocurre, Matahachi? No estés tan abatido. Sigues con vida.

—Sí, señor.

—No me llames «señor». Mírame. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

—Me alegro de que estés bien.

—¿Por qué no habría de estarlo? Pero debo decir que te has dedicado a un oficio curioso.

—No hablemos de ello.

—De acuerdo. Recoge tus sandías. Entonces...; ya sé, ¿por qué no las dejas en el Donjiki?

Lanzando un fuerte grito, llamó al propietario, el cual les ayudó a colocar las sandías detrás de las persianas.

Kojirō sacó su pincel y la caja de tinta y escribió en una de las shoji: «A quien pueda interesar. Certifico que quien ha matado a los dos hombres tendidos en este solar he sido yo, Sasaki Kojirō, un rōnin residente en Tsukinomisaki». Entonces se dirigió al propietario:

—De esta manera nadie te molestará por la muerte de esos dos.

—Gracias, señor.

—No tiene importancia. Si vienen por aquí amigos o familiares de los muertos, te ruego que les des este mensaje de mi parte. Diles que no huiré. Si quieren verme, estoy dispuesto a saludarles en cualquier momento.

En cuanto salió, le dijo a Matahachi:

—Vámonos.

Matahachi caminaba a su lado, pero sin levantar los ojos del suelo. Ni una sola vez desde su llegada a Edo había tenido un trabajo fijo. Fuera cual fuese su intención, convertirse en shugyōsha o dedicarse a una actividad comercial, cuando la tarea le resultaba áspera, cambiaba en seguida de trabajo. Y después de que le arrebataran a Otsū, cada vez se sentía con menos ganas de trabajar. Dormía primero en un lugar, luego en otro, a veces en posadas de mala muerte cuyos huéspedes eran rufianes. Durante las últimas semanas se había ganado la vida como buhonero corriente, yendo de un muro del castillo al otro, con la pesada carga equilibrada sobre el hombro, pregonando las sandías.

Kojirō no estaba especialmente interesado en saber qué había hecho Matahachi, pero había dejado escrito su mensaje en el Donjiki y, más tarde, podrían interrogarle por el incidente.

—¿Por qué te la tenían jurada esos samurais? —le preguntó.

—A decir verdad, se debía a una mujer...

Kojirō sonrió, pensando que, adondequiera que Matahachi encaminase sus pasos, pronto surgía alguna dificultad relacionada con las mujeres. Tal vez se debía a su karma.

—Humm —musitó—. El gran amante de nuevo en acción, ¿eh? —Entonces añadió en voz más alta—: ¿Quién es la mujer y qué ha sucedido con exactitud?

Kojirō tuvo que insistir un poco, pero finalmente Matahachi cedió y le contó lo ocurrido, o por lo menos una parte. Cerca del foso había docenas de minúsculas casas de té que atendían a los obreros de la construcción y los transeúntes. En una de ellas había una camarera que atraía las miradas de todos: hombres que no deseaban té entraban a tomarlo y otros que no estaban hambrientos pedían cuencos de jalea dulce. Uno de los clientes regulares se llamaba Hamada. Matahachi también iba allí en ocasiones.

Un día la camarera le susurró que necesitaba su ayuda. «Ese rōnin... —le dijo—. No me gusta, pero cada noche, cuando cierra la tienda, el dueño me ordena que vaya a casa con él. ¿No me permitirías ir a esconderme en tu casa? No sería una carga. Cocinaré para ti y te remendaré la ropa.»

Como la petición era razonable, Matahachi accedió. Insistió en que eso había sido todo.

Kojirō no estaba convencido.

—Me parece inverosímil.

—¿Por qué? —le preguntó Matahachi.

Kojirō no podía decidir si Matahachi trataba de parecer inocente o si se jactaba de una conquista amorosa. Sin sonreír siquiera, le dijo:

—No importa. Hace calor bajo el sol. Vayamos a tu casa y allí podrás contármelo con más detalle.

Matahachi se paró en seco.

—¿Hay algún inconveniente? —le preguntó Kojirō.

—Bueno, mi casa es..., no es la clase de lugar adonde desearía llevarte.

Al ver la expresión de congoja en los ojos de Matahachi, Kojirō le dijo jovialmente:

—Está bien, dejémoslo. Pero uno de estos días debes ir a verme. Me alojo en casa de Iwama Kakubei, que está en medio de la colina Isarago.

—Será un placer.

—Por cierto, ¿has visto los carteles fijados recientemente alrededor de la ciudad, los dirigidos a Musashi?

—Sí.

—Dicen que tu madre también le buscaba. ¿Por qué no vas a verla?

—¡No en las condiciones en que me encuentro ahora!

—No seas idiota. No tienes necesidad de aparentar nada, tratándose de tu propia madre. Es imposible saber cuándo encontrará a Musashi, y si no estás presente cuando eso ocurra, perderás la oportunidad de tu vida. Luego lo lamentarías, ¿no es cierto?

—Sí, pronto tendré que hacer algo al respecto —dijo Matahachi evasivamente, pensando con resentimiento en que los demás, incluido el hombre que le había salvado la vida, no comprendían los sentimientos entre las madres y sus vástagos.

Se separaron. Matahachi se alejó despacio por un callejón con hierba a los lados, mientras Kojirō parecía partir en la dirección contraria. Pero Kojirō no tardó en dar media vuelta y seguir a Matahachi, poniendo cuidado para que el otro no lo notara.

Poco después Matahachi llegó a un grupo abigarrado de «casas largas», edificios de una sola planta, cada uno de los cuales contenía tres o cuatro pequeñas viviendas bajo un solo tejado. Puesto que Edo había crecido rápidamente y no todo el mundo podía elegir su lugar de residencia, la gente despejaba el terreno a medida que surgía la necesidad. Luego aparecían las calles, desarrolladas naturalmente a partir de los senderos. También el alcantarillado surgía por accidente, pues las aguas residuales seguían su propio curso hasta la corriente más cercana. De no ser por aquellos barrios pobres construidos mal y a la carrera, no se habría podido absorber el influjo de recién llegados. La inmensa mayoría de los habitantes de tales barrios eran, por supuesto, trabajadores.

Cuando estaba cerca de su casa, saludó a Matahachi un vecino llamado Umpei, capataz de una cuadrilla de cavadores de pozos. Umpei estaba sentado con las piernas cruzadas en una gran tina de madera, y sólo su cara aparecía por encima del postigo contra la lluvia colocado lateralmente delante del recipiente, para proteger su intimidad.

—Buenas noches —le dijo Matahachi—. Veo que te estás bañando.

—Estoy a punto de salir —replicó el capataz cordialmente—. ¿Quieres usarlo a continuación?

—Gracias, pero probablemente Akemi me habrá calentado agua.

—Os tenéis mucho cariño, ¿verdad? Nadie en estos alrededores parece saber si sois hermanos o marido y mujer. ¿Cuál de las dos cosas es la correcta?

Matahachi soltó una risita tímida. La aparición de Akemi le evitó tener que dar una respuesta.

La joven depositó una tina bajo un caqui y sacó de la casa un cubo de agua caliente para llenarla. Entonces le dijo a Matahachi que metiera la mano para comprobar si estaba lo bastante caliente.

—Está algo más caliente de lo necesario.

Matahachi, desnudo con excepción de un taparrabos, tiró de la cuerda del pozo, hizo chirriar la polea y sacó un cubo de agua fría que añadió a la caliente antes de meterse en la tina.

—Ahhhh —suspiró, satisfecho—. Qué agradable sensación.

Umpei, vestido con un kimono veraniego de algodón, colocó un escabel bajo una espaldera de calabazas y tomó asiento.

—¿Has vendido muchas sandías? —le preguntó.

—Qué va, nunca vendo muchas. —Observó que tenía sangre seca entre los dedos y se apresuró a lavárselos.

—Ya lo suponía. Sigo pensando que tu vida sería más fácil si trabajaras con una cuadrilla de cavadores de pozos.

—Siempre dices lo mismo. No me creas ingrato, pero si hiciera eso, no me dejarían salir de los terrenos del castillo. Por eso Akemi no quiere que haga ese trabajo. Dice que se sentiría sola sin mí.

—Una pareja felizmente casada, ¿eh? Bien, bien.

—¡Uf!

—¿Qué te ocurre?

—Algo me ha caído en la cabeza.

Un caqui verde cayó al suelo, detrás de Matahachi.

—¡Ja, ja! Sin duda es un castigo por jactarte del afecto de tu mujer. —Sin dejar de reírse, Umpei se golpeó las rodillas con su abanico recubierto de tanino.

Umpei rebasaba los sesenta años, tenía una lacia cabellera blanca que parecía de cáñamo y era un hombre que gozaba del respeto de sus vecinos y la admiración de los jóvenes, a los que trataba generosamente como si fueran sus propios hijos. Cada mañana se le oía entonar el Namu Myōhō Rengekyō, la invocación sagrada de la secta Nichiren.

Era natural de Itō, en la provincia de Izu, y delante de su casa había fijado un letrero que decía: «Idohori-no-Umpei, Cavador de Pozos para el Castillo del Shogun». Abrir los numerosos pozos necesarios para el castillo suponía unas habilidades técnicas que no estaban al alcance de los trabajadores ordinarios. Umpei había sido contratado como asesor y reclutador de trabajadores debido a su larga experiencia en las minas de oro de la península de Izu. Nada le gustaba más que sentarse bajo su querida espaldera de calabazas, para contar historias y tomar su taza nocturna de barato pero potente shōchū, el sake de los pobres.

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