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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (152 page)

—Perdona, señor. Había un hombre extraño en el cementerio, subiendo colina arriba. Le grité que por ahí no hay ningún sendero. Él se volvió y me miró enfadado... y entonces desapareció. —Se interrumpió, escudriñó los árboles oscuros y añadió en tono preocupado—: ¿Crees que puede ser un ladrón? Dicen que recientemente han allanado las casas de muchos daimyō.

Kakubei había oído los rumores, pero replicó con una breve risa:

—Eso no son más que habladurías. Si el hombre que has visto es un ladrón, me atrevería a decir que se trata de un ratero o uno de esos rōnin que atracan a la gente en las calles.

—Bueno, aquí estamos en la entrada del Tōkaidō, y muchos viajeros han sido atacados por hombres que huían a otras provincias. Cuando veo que alguien sospechoso ronda por aquí de noche, me pongo nervioso.

—Si ocurriera algo, sube la colina y llama a mi puerta. El hombre que se aloja en mi casa está mordiendo el bocado, quejándose siempre de que aquí nunca pasa nada.

—¿Te refieres a Sasaki Kojirō? Tiene una gran reputación de espadachín en la vecindad.

Estas palabras no hirieron en lo más mínimo el amor propio de Kakubei. Aparte de que le agradaban los jóvenes, sabía muy bien que se consideraba admirable y prudente que los samurais establecidos como él tomaran bajo su protección a jóvenes prometedores. Si se presentaba una emergencia, no habría prueba más persuasiva de su lealtad que poder proporcionar a su señor buenos luchadores. Y si uno de ellos sobresalía, el crédito recaería en el servidor del daimyō que lo había recomendado. Kakubei creía que el egoísmo era un rasgo indeseable en un vasallo; no obstante, era realista. En un feudo de gran extensión, había pocos servidores dispuestos a dejar de lado por completo sus intereses personales.

A pesar de que mantenía su posición por herencia, Kakubei era tan leal al señor Tadatoshi como los demás servidores y, al contrario que otros, no se esforzaba por superar a los demás en la demostración de su lealtad. Desde el punto de vista de la administración rutinaria, los hombres como él eran en conjunto mucho más satisfactorios que los agitadores que trataban de realizar hazañas espectaculares.

—Ya estoy aquí —dijo al cruzar el portal de su casa.

La cuesta era muy empinada y él siempre llegaba allí un tanto falto de aliento. Como había dejado a su esposa en el campo y la casa estaba habitada sobre todo por hombres (las únicas mujeres eran unas pocas criadas), los toques femeninos eran escasos. No obstante, en las noches en que no tenía servicio nocturno, invariablemente encontraba invitador el sendero de piedra que conducía desde el rojo portal hasta la entrada de la casa, pues había sido regado para que estuviera fresco a su vuelta. Y por tardía que fuese la hora de su regreso, siempre salía alguien a la puerta para recibirle.

—¿Está Kojirō? —preguntó.

—Ha estado en casa todo el día —respondió el sirviente—. Está estirado en su habitación, disfrutando de la brisa.

—Muy bien. Prepara sake y dile que venga a verme.

Mientras el sirviente llevaba a cabo los preparativos, Kakubei se quitó las ropas sudadas y se relajó en el baño. Luego se puso un kimono ligero y entró en la sala, donde le aguardaba Kojirō abanicándose.

Trajeron el sake. Mientras lo servía, Kakubei explicó a su invitado:

—Te he llamado porque hoy ha sucedido algo alentador y deseo hablarte de ello.

—¿Buenas noticias?

—Desde que mencioné tu nombre al señor Tadatoshi, parece haber recibido más informes sobre ti de otras fuentes. Hoy me ha dicho que te lleve pronto a verle. Como sabes, no es fácil arreglar estos asuntos, pues hay docenas de servidores con alguien a quien desean recomendar.

Por su tono y su actitud, era evidente que esperaba de Kojirō que se sintiera enormemente satisfecho. Kojirō se llevó la taza a los labios y bebió. Cuando habló, lo hizo sin cambiar lo más mínimo de expresión, y se limitó a decir:

—Permíteme que te sirva.

Kakubei, lejos de mostrarse desconcertado, admiró al joven por ser tan capaz de ocultar sus emociones.

—Eso significa que he conseguido llevar a cabo lo que me pediste, y creo que se merece una celebración. Tomemos otra.

Kojirō inclinó ligeramente la cabeza y musitó:

—Te estoy agradecido por tu amabilidad.

—Sólo he cumplido con mi deber, naturalmente —replicó Kakubei con modestia—. Cuando un hombre tiene tu capacidad y talento, estoy obligado a lograr que mi señor te considere como es debido.

—Te ruego que no me sobrestimes, y quisiera hacer hincapié en un extremo. No es el estipendio lo que me interesa. Sencillamente creo que servir a la Casa de Hosokawa es excelente para un samurai. Han estado a su frente tres hombres sobresalientes en sucesión.

Los tres hombres eran Tadatoshi, su padre y su abuelo, Sansai y Yūsai.

—No creas que te he puesto por las nubes. No ha sido necesario hacerlo. El nombre de Sasaki Kojirō es conocido en toda la capital.

—¿Cómo puedo ser famoso cuando lo que hago es haraganear aquí todo el día? No veo en qué sobresalgo. Lo que ocurre es que hay demasiados impostores.

—Mi señor me ha dicho que puedo presentarte a él cuando quiera. ¿Cuándo te gustaría ir?

—Por mi parte, estoy dispuesto en cualquier momento.

—¿Qué te parece mañana?

—No tengo ningún inconveniente.

Su semblante no revelaba expectación ni ansiedad, sino sólo una serena confianza en sí mismo.

Kakubei, aún más impresionado por la sangre fría de su huésped, eligió aquel momento para decirle con naturalidad:

—Como comprenderás, su señoría no podrá tomar una decisión final hasta después de que te haya visto. Eso no debe preocuparte, pues es un mero formalismo. No dudo de que te aceptará y lo único que ignoro es la posición que te ofrecerá.

Kojirō dejó su taza sobre la mesa y miró directamente el rostro de Kakubei. Entonces, con mucha frialdad y en tono desafiante, le dijo:

—He cambiado de idea. Lamento haberte causado tantas molestias. —La sangre parecía a punto de brotar de los lóbulos de sus orejas, ya de un rojo brillante a causa de la bebida.

—¿Có... cómo? —tartamudeó Kakubei—. ¿Quieres decir que rechazas la oportunidad de tener una posición en la Casa de Hosokawa?

—No me gusta la idea —respondió su huésped lacónicamente, sin darle más explicaciones.

Su orgullo le decía que no había razón alguna para que se sometiera a una inspección. Docenas de otros daimyō competirían por quedarse con él sin necesidad de ponerle a prueba y ofreciéndole mil quinientas y hasta dos mil quinientas fanegas.

La perplejidad y decepción de Kakubei no parecían impresionarle lo más mínimo, ni tampoco le importaba que su anfitrión le considerase un ingrato testarudo. Sin la menor señal de duda o pesar, terminó de comer y regresó a sus aposentos.

La luz de la luna se derramaba suavemente sobre el tatami. Tendiéndose en el suelo, con los brazos bajo la cabeza, la mente todavía envuelta por los vapores de la bebida, empezó a reírse para sus adentros. «Un hombre honesto, este Kakubei. El viejo, bueno y honesto Kakubei.» Sabía que su anfitrión tendría serias dificultades para explicarle a Tadatoshi su repentino cambio de actitud, pero también sabía que Kakubei no estaría enfadado con él durante mucho tiempo, por muy afrentoso que hubiera sido su comportamiento.

Aunque había negado hipócritamente que le interesara el estipendio, lo cierto era que le consumía la ambición. Quería un estipendio y mucho más..., cada onza de fama y éxito que pudiera obtener. De lo contrario, ¿cuál sería el propósito de perseverar a través de tantos años de arduo adiestramiento?

Lo único que diferenciaba la ambición de Kojirō de la de otros hombres era su magnitud. Quería ser conocido en todo el país como un gran triunfador, cubrir de gloria su hogar de Iwakuni, gozar de todos los beneficios que puede aportar el hecho de haber nacido humano. El camino más rápido hacia la fama y la riqueza era sobresalir en las artes marciales. La fortuna le había bendecido con un talento natural para dominar la espada. Lo sabía perfectamente y se sentía por ello muy satisfecho de sí mismo. Había planeado el rumbo que seguiría de una manera inteligente y con una notable previsión. Cada uno de sus actos estaba calculado para acercarle más a su objetivo. A su modo de ver, Kakubei, por mucho que le superase en edad, era ingenuo y un poco sentimental.

Se durmió soñando en su brillante futuro.

Más tarde, cuando la luz de la luna había avanzado un pie sobre el tatami, una voz no más fuerte que la brisa que susurraba entre los bambúes dijo: «Ahora». Una forma oscura, agazapada entre los mosquitos, saltó como una rana hacia los aleros de la casa a oscuras.

El hombre misterioso que había sido avistado antes al pie de la colina avanzó lenta y silenciosamente, hasta que llegó a la terraza, donde se detuvo y echó un vistazo al interior de la habitación. Agachado en las sombras, fuera de la luz lunar, podría haber permanecido oculto indefinidamente si no hubiera producido sonido alguno.

Kojirō seguía roncando. El tenue zumbido de los insectos, interrumpido brevemente cuando el hombre adoptó una posición de ataque, se oyó de nuevo desde la hierba cubierta de rocío.

Transcurrieron los minutos. Entonces rompió el silencio el ruido que hizo el intruso al desenvainar su espada y saltar sobre la terraza.

Se abalanzó contra Kojirō y gritó salvajemente un momento antes de que apretara los dientes y golpeara.

Silbó el aire mientras un largo objeto negro descendía pesadamente sobre su muñeca, pero la fuerza original de su golpe había sido poderosa. En vez de desprenderse de su mano, la espada se hundió en el tatami, donde había estado tendido el cuerpo de Kojirō.

Como un pez que se alejara a toda prisa de un palo que golpease el agua, la presa se había movido velozmente hacia la pared. Ahora estaba en pie ante el intruso, con Palo de Secar en una mano y la vaina en la otra.

—¿Quién eres? —le preguntó.

La respiración de Kojirō no se había alterado. Alerta como siempre a los sonidos de las criaturas naturales, a la caída de una gota de rocío, permanecía imperturbable.

—¡Sss..., soy yo!

—«Yo» no me dice nada. Sé que eres un cobarde, pues de lo contrario no atacarías a un hombre mientras duerme. ¿Cómo te llamas?

—Soy Yogorō, hijo único de Obata Kagenori. Te aprovechaste de mi padre cuando estaba enfermo y extendiste rumores sobre él por toda la ciudad.

—No fui yo quien extendió los rumores. Fueron los chismosos..., la gente de Edo.

—¿Quién atrajo a sus alumnos a una pelea y los mató?

—Hice eso, sin duda. Yo, Sasaki Kojirō. ¿Cómo puedo evitarlo si soy mejor que ellos? Más fuerte, más valiente, con más conocimiento del Arte de la Guerra.

—¿Cómo puedes tener el descaro de decir eso cuando has recurrido a la gentuza de Hangawara para que te ayudasen?

Con un gruñido de disgusto, Kojirō dio un paso adelante.

—¡Si quieres odiarme, hazlo! Pero todo hombre que convierte un agravio personal en una prueba de fuerza en el Arte de la Guerra ni siquiera es un cobarde. Es peor que eso, más digno de lástima, más risible. De modo que, una vez más, he de arrebatar la vida de un hombre de Obata. ¿Estás resignado a ello?

El otro no respondió.

—Te he preguntado si estás resignado a tu destino.

Avanzó otro paso. Entonces la luz de la luna reflejada por la hoja recién pulimentada de la espada cegó a Yogorō.

Kojirō miró a su presa como un hombre hambriento contempla un festín.

El águila

Kakubei lamentaba haber permitido que le utilizaran de una manera tan mezquina, y juró que no tendría nada más que ver con Kojirō. Sin embargo, en lo más hondo de su ser, aquel hombre le gustaba. Lo que le desagradaba era verse atrapado entre su señor y su protegido. Entonces se puso a reflexionar en el asunto.

«Tal vez la reacción de Kojirō demuestra lo excepcional que es. Los samurais ordinarios se habrían entusiasmado ante la oportunidad de que los entrevistaran.» Cuanto más pensaba en el despecho de Kojirō, más le atraía el espíritu independiente del rōnin.

Durante los tres días siguientes Kakubei tuvo servicio nocturno, y no vio a Kojirō hasta la mañana del cuarto día, cuando entró informalmente en los aposentos del joven.

Tras un breve pero embarazoso silencio, le dijo:

—Quiero hablar un momento contigo, Kojirō. Ayer, cuando me marchaba, el señor Tadatoshi me preguntó por ti. Dijo que te vería. ¿Por qué no te pasas por el campo de tiro al arco y echas un vistazo a la técnica de Hosokawa? —Kojirō sonrió sin responder, y Kakubei añadió—: No sé por qué insistes en pensar que eso te rebaja. Lo normal es entrevistar a un hombre antes de ofrecerle una posición oficial.

—Lo sé, pero supón que me rechazara. ¿Qué haría entonces? Sería un plato de segunda mesa, ¿no? No estoy tan sin blanca que haya de ir por ahí ofreciéndome al mejor postor.

—Entonces la culpa es mía. Te lo he planteado mal. Su señoría no ha querido jamás implicar semejante cosa.

—Bien, ¿qué respuesta le has dado?

—Todavía ninguna. Pero él parece un poco impaciente.

—Ja, ja. Has sido muy considerado y útil. Supongo que no debería colocarte en una posición tan difícil.

—¿No volverías a pensarlo...? ¿No irías a visitarle una sola vez?

—De acuerdo, si eso significa tanto para ti —replicó Kojirō, y aunque su tono era condescendiente, no por ello Kakubei se sintió menos complacido.

—¿Qué te parece si vamos hoy?

—¿Tan pronto?

—Sí.

—¿A qué hora?

—¿Podría ser un poco después del mediodía? Es entonces cuando practica el tiro al arco.

—De acuerdo, allí estaré.

Kojirō se puso a hacer minuciosos preparativos para el encuentro. El kimono que eligió era de excelente calidad, y el hakama estaba confeccionado con tela de importación. Sobre el kimono llevaba una prenda formal parecida a un chaleco, de pura seda, sin mangas pero con unas rígidas hombreras acampanadas. Para completar su elegante atuendo, pidió a los sirvientes que le facilitaran unas zōri y un sombrero de juncos nuevo.

—¿Puedo disponer de un caballo? —preguntó.

—Sí, el caballo de repuesto del señor, el blanco, está en la tienda al pie de la colina.

Como no encontró al dueño de la floristería, Kojirō miró hacia el recinto del templo al otro lado de la calzada, donde un grupo de gente se había reunido alrededor de un cadáver cubierto con esteras de juncos. Se acercó a echar un vistazo.

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