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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (4 page)

La acostumbrada rutina a la que tendría que someterse se le antojaba irritante. Antes era distinto: podía desdoblarse, hacer que una parte de ella, su yo sociable, se sometiera con gusto al trámite inevitable de bregar con las exigencias del mercado, sobreponiéndose al cansancio e incluso disfrutando del contacto con sus lectores y de los agasajos de los libreros. Esos tiempos parecían muy lejanos. Cuanto le quedaba era inseguridad, miedo al futuro. Y fachada.

«Escribir también es dar vida —había dicho al iniciar su charla en el ateneo popular—. La creación artística es una clase de vida que a las mujeres, a quienes se nos envidia nuestra capacidad de parir, nos ha sido obstaculizada durante siglos.» ¿Qué creación artística? ¿La suya? Si esas buenas señoras que la escuchaban, con sus peinados enhiestos que aún olían a peluquería y una expresión arrobada en el semblante, hubieran adivinado hasta qué punto se sentía incómoda pronunciando aquellas manidas palabras. La única que no la miró embobada fue la chica. Cejijunta e intensa, parecía reflexionar, discutir consigo misma si lo que Regina decía casaba con sus propios pensamientos. Es joven y me juzga, había pensado la escritora, pertenece a una generación que desconozco, que no comprendo, y cuyo veredicto no deseo recibir.

Cada generación emite sus propios juicios y éstos suelen ser implacables. La de Regina había sido la más radical en la ruptura. Nada les valía de lo anterior, se creyeron inventores de la rebeldía cuando no eran sino un eslabón más en la larga cadena de inadaptados que dio este país en los años oscuros. Cobraron los réditos de la resistencia anterior, sólo porque habían gritado más y más alto (también los tiempos eran otros: la bota de la gastada dictadura los pisó de refilón). Y cuando llegó la hora del relevo, cuando les tocó diseñar el futuro, se sintieron con derecho a administrarlo desde su arrogancia. En el poder no sólo se creyeron mejores, sino únicos. En su juventud, Regina había sido como la mayoría de sus coetáneos. Había prescindido de cuanto le estorbaba, mezclando en el mismo saco lo bueno y lo malo: personas, sentimientos...

De forma inesperada, la chica de negro, mientras Regina escribía su dedicatoria en la página inicial de un sobado ejemplar de su última novela («Para Judit, con el deseo de que este libro te ayude a vivir», menuda tontería, viniendo de alguien a quien ni éste ni ningún otro libro le ha impedido naufragar), le había murmurado, en tono confidencial y con una voz ronca y solemne que la sobresaltó:

—Te venero tanto.

«Te venero tanto.» ¿Decían cosas así las muchachas de hoy, las muchachas vestidas de esperpento? ¿Quiénes eran, qué querían? Fue entonces cuando se le ocurrió que la tal Judit podría resultarle útil si aceptaba la sugerencia de Blanca para que escribiera una novela sobre la juventud actual. Aunque, ¿no era un disparate? Quizá el esfuerzo de entender a alguien que podría ser su hija le abriría un nuevo camino por el que una escritora como ella sabría manejarse para encontrar un buen filón. ¿O eso sólo serviría para que siguiera huyendo hacia adelante?

Desde el pesimismo de su crisis, Regina ni siquiera estaba segura de conocerse a sí misma. Y, sin embargo, seguía concediendo entrevistas, pronunciando charlas, como si todavía disfrutara de la autoridad con que hasta hacía poco se había sentido investida. Aquella supremacía moral que, según sus exégetas, se hallaba presente tanto en sus libros como en los artículos de opinión (ecos y más ecos, pensó) que publicaba con frecuencia en diferentes periódicos y revistas. Dudaba. Nunca, antes, había experimentado una desazón similar. Había perdido el control de su existencia, y hasta este pensamiento la turbaba. ¿Puede alardear de autoridad moral alguien que nunca se ha movido del cómodo asilo que proporcionan unas cuantas certezas absolutas? Así se veía, desde su desconfianza actual: dogmática, aferrada a ideas fijas, a rígidos conceptos cuya identidad consistía en que nunca cambiaban. No te rindas, le escribían sus admiradores. Sigue así, Regina. Lo que tú escribes es lo que yo pienso. Dejadme en paz, quería gritar. Dejadme admitir que me he equivocado.

¿Quería reconocerlo? Era lo bastante decente para confesarse que sus vaivenes del presente nada tenían que ver con una autocrítica sincera. Ni se la planteaba: acabaría en desastre. La visión negativa que hoy tenía de su vida se debía a que sentía desaparecer bajo sus pies el trampolín desde el que se proyectaba: su capacidad, que en otro tiempo le pareció inagotable, para producir materiales que a su vez le eran devueltos en forma de éxito, dinero, adoración (veneración, había dicho la joven). Más le valdría no detenerse a reflexionar y bracear hacia una nueva novela en la creencia de que acabaría por encontrarle el gusto.

Acometió otra tanda frenética de solitarios. Temía verse abocada a la introspección tanto como que le fallara la buena estrella.

Muchos años antes, cuando Regina apenas levantaba medio metro del suelo, Santeta, la criada de sus padres, colgó en la despensa del piso del Eixample una bolsa de red que contenía caracoles vivos.

—El ayuno no los mata, pero los purga —le explicó, sacudiendo la bolsa, que emitió un sonido como de maracas.

Durante un par de días, la niña vivió hipnotizada por la presencia de aquel bulto aterrador. Los caracoles se agitaban dentro de la red, asomaban sus cabecitas de cuernos retráctiles por los agujeros, tratando de escapar, mientras sus excrementos resbalaban e iban cayendo en una palangana. Una mañana, la bolsa desapareció, y Regina suspiró con alivio, pero su bienestar duró poco. La sirvienta había metido los moluscos en un cubo con un fondo de harina.

—Para que acaben de cagar —informó Santeta.

Tres días más duró la nueva modalidad de martirio, en el que las víctimas permanecieron atrapadas en sus propias babas. Por fin llegó el momento de lavar los caracoles en la pila. Cuando la criada acabó de pasarlos por el chorro frío, los puso en una olla, con un poco de agua.

—Y ahora, a fuego lento. A joderse. Hay que mantener la llama muy baja, para que se confíen y no escapen —le explicó.

Tuvo que afianzar la tapa con varias pesas, porque los agonizantes, con sus últimas fuerzas, no dejaron de intentar la evasión una y otra vez.

Es extraño, pensó Regina, tecleando el ratón para colocar un as de diamantes. En alguna parte de su vida, los caracoles volvían a reptar.

Decidió abrir el paquete con las pruebas. Podía corregir un par de capítulos antes de que Judit se presentara, y eso haría que se sintiera mejor. Al cortar el cordel se dio cuenta de que tenía la piel de las manos deshidratada. No podía seguir descuidando su cuerpo. Pensándolo bien, las pruebas podían esperar. Aún iba en bata. Venerada tiene que arreglarse para recibir a Venerante, se dijo, y de inmediato se arrepintió. Esa era otra cosa que le preocupaba: su ironía, tan admirada por los lectores, se volvía contra sí misma.

En el baño, se sentó en el taburete, de espaldas al espejo, y procedió a untarse los pies, subiendo centímetro a centímetro por la piel, en la que se dibujaban débiles escamas. Piel seca, flujo vaginal inexistente, insomnio, sofocos. Eso también empezaba para ella. «Si Flaubert hubiera tenido la regla —había dicho en aquella estúpida conferencia—,
Madame Bovary
jamás habría sido escrita.» Las mujeres habían premiado su comentario con una jubilosa carcajada. A Regina le ponía frenética que el hecho de que semejante obra maestra pudiera no haber existido regocijara al público de aquel modo. ¿No era eso lo que buscaba, la risa fácil? Pensó, con amargura, que podría ampliar la frase: «Si Flaubert hubiera tenido la regla y, después, la menopausia...» Regina tenía pendiente una cita con su ginecólogo, pero no quería oír su diagnóstico, no hoy. Iba a cumplir cincuenta años y nada estaba en su sitio. Dios, pronto alcanzaría la edad a la que murió Teresa.

Lo último que necesitaba era oír hablar de osteoporosis y de parches. La voz que escuchaba en su interior, la viscosa presencia de los caracoles, no tenía nada que ver con sus hormonas.

4

Rocío, pese a ser materialista y laica, tenía la superstición de creer que los hijos vienen a este mundo mejor o peor dotados según la ocasión y el lugar en que se les engendró. Era una creencia que le había transmitido su madre y que, seguramente, ésta había recibido de la suya: mujeres de campo acostumbradas a mirar al cielo y a los ojos de sus maridos para adivinar la proximidad de las tormentas. Si Paco había salido tan tranquilo era porque había sido concebido en la cama matrimonial; a Judit, en cambio, Manolo y ella la engendraron la noche de la acampada por la construcción del ateneo popular, en pleno jolgorio vecinal y en una época de excesivas esperanzas. «Cultura para todos», había sido el lema de la fiesta.

¿Qué iba a hacer Judit con su vida?, se preguntaba Rocío, mientras llenaba diestramente con ensaladilla rusa una batería de platos. A la cocina del restaurante del Puente Aéreo llegaba el estrépito del aeropuerto, pero Rocío estaba tan acostumbrada que ni lo notaba. Eran casi las doce, aún le quedaban cuatro horas para acabar su turno. La cultura está muy bien, pensó, no sería ella quien dijera lo contrario, pero sin estudios y con su carácter retraído, sin relaciones, su hija no tenía muchas posibilidades de labrarse un porvenir. Rocío no era una de esas madres que creen que todo se arregla con un buen matrimonio. El matrimonio, aunque sea bueno, no soluciona nada, pensó, más bien complica las cosas. Le daba miedo Judit, porque no sabía quién era. No había salido a nadie de la familia. Ni siquiera a Manolo, que fue un hombre débil y no tuvo rumbo desde que aquel grupo de rock en el que tocaba la guitarra se disolvió sin haber podido grabar ni siquiera un miserable microsurco. ¿Podía ser que el carácter de Judit se hubiera forjado de un golpe, cuando todavía estaba en su vientre, la madrugada en que Rocío recibió la noticia de su muerte?

Nunca olvidaría la forma en que Judit había abordado la cuestión cuando estaba a punto de cumplir ocho años.

—¿El
papa
cogió la moto borracho? —le había preguntado, con su vozarrón de adulta.

Rocío, que además de materialista, laica y supersticiosa, era de las que creían que la verdad nunca hace daño, le dijo que su padre no se emborrachaba nunca, aunque no les hacía ascos a una cerveza y un canuto, pero que en todo caso no era él quien conducía la moto aquella noche, sino su propietario, el Gede, un chico de Badalona que era amigo suyo desde la infancia, otro fantasma empeñado en que un día u otro volvería a hacer de manager de roqueros. Él también había muerto en el accidente.

—Venían de un festival de rock en el sur de Francia y, bueno, no creo que estuvieran muy serenos.

—¿Nací la madrugada en que el
papa
murió, y en el mismo hospital adonde lo llevaron?

—Lo del hospital es verdad. Pero viniste al mundo dos días después de que él falleciera.

Desde aquel día, Judit no volvió a sacar el tema, ni a nombrar a su padre, ni mostró interés alguno por el joven cetrino, de pelo largo y grandes patillas que aparecía junto a Rocío y con el pequeño Paco en algunas de las fotos de la parentela que su madre tenía diseminadas por la casa, y en la imagen de un programa antiguo, enmarcado, que anunciaba la actuación del conjunto musical Los Pelones en el entoldado de la plaza del Sol de Gracia, prevista para finales de agosto de 1974.

Ante tanto desapego por parte de Judit, Rocío se había sentido obligada a rehabilitar la figura paterna, y en cierta ocasión le confesó:

—Tu padre era un poco tarambana, pero al final sirvió para algo, porque en el Clínico me pidieron que donara su cuerpo para las prácticas de los estudiantes de Medicina y me pareció que eso era lo mejor. Siempre fue generoso y le gustaba compartir lo poco que tenía.

A punto estuvo de añadir que gracias a eso se ahorraron el entierro, pero Judit le disparó una de sus precoces miradas gélidas y Rocío agachó la cabeza y siguió festoneando una sábana.

Manolo había tentado al destino por última vez cuando estaba a punto de entrar a trabajar, por fin, en un puesto fijo y con una nómina un poco decente. Paco acababa de cumplir cuatro años y era un chaval despierto y formal; ella estaba embarazada de Judit y pensaba que, por fin, su marido iba a comportarse con sensatez. La víspera de incorporarse a su empleo de guarda en una constructora, Manolo le dijo que no lo esperara a cenar, que se iba con el Gede a Ceret, a un concierto de rock.

—El último, antes de sentar la cabeza —prometió, abrazándola—. Volveré a tiempo para ir al trabajo, te lo juro. La moto de Gede nunca falla.

—Sólo los hijos de los ricos pueden permitirse el lujo de ser hippies —respondió ella, zafándose—. Y además, ya no hay hippies, ¿es que no te das cuenta?

Le había dolido mucho su muerte. Tanto, que tardó algún tiempo en darse cuenta de la sensación de respiro que afloró a medida que se difuminaba su duelo, llenándola de culpa. ¿Qué era lo que había provocado su muerte? ¿Su afición a la música, su forma de vivir sin aceptar responsabilidades? ¿O había sido ella, su empecinamiento en cambiarlo, sus prisas por hacerlo volver? ¿Estaría vivo si no hubiera tenido que regresar en plena noche para incorporarse a su trabajo? ¿Qué tenía que hacer con Judit? ¿Atosigarla o dejarla en paz?

Judit había heredado la tendencia paterna al extravío, pensó, secándose con el dorso de la mano el sudor que le resbalaba por la frente. Llevaba el cabello cubierto por el gorro de plástico reglamentario. No obstante, algo le decía que su hija era mucho más dura de lo que había sido Manolo. Dura y desorientada, qué mala mezcla, caviló, mientras removía un enorme perol lleno de salsa boloñesa y, agarrada a la cuchara con las dos manos, se sentía como un extra en la escena de los remeros de
Ben-Hur.

Judit siempre había sido igual. Terca, reservada, difícil. Con la misma naturalidad con que renunció a armar un recuerdo de aquel padre desconocido, la niña se manifestó parca en juegos, nula en amistades y reacia a las tonterías en que se complacían sus compañeras de barrio y de colegio. Nadie era capaz de adivinar sus pensamientos. No creaba problemas pero tampoco daba alegrías. Muy pronto empezó a traer a casa libros que no sabían de dónde sacaba y que no eran demasiado adecuados para su edad, pero Rocío se jactaba de ser librepensadora autodidacta, y conservaba la memoria amarga de cómo, cuando tenía trece años y trabajaba ayudando a lavar ropa, su madre le había arrebatado, después de plantarle dos bofetones, la
Historia de la Revolución Soviética
que una vecina roja como la sangre le había dado a leer. Se cuidó mucho de censurar las lecturas de su hija, así como de preguntarle dónde las conseguía. Había algo en ella que le inspiraba respeto.

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