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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (19 page)

A Regina también le dolía la espalda. Había pasado varias horas en el cuarto, doblada ante el escritorio, y al tumbarse no se había relajado. Notaba la columna arqueada sobre el colchón, vértebra a vértebra, y cómo éstas se encaballaban en la región occipital. Qué gran novelista habría sido Teresa, pensó, si en lugar de mostrarse tan puntillosa con la teoría hubiera dado alas a su imaginación. Con pocas pinceladas había trazado un diestro retrato de su padre, cargado de lucidez y compasión. Era en la construcción de la trama en donde se atascaba, Regina se había dado cuenta al estudiar los esbozos que le llegaron con la herencia. Dejaba ideas a medio desarrollar, saltaba a otras, un poco a la manera en que había escrito aquellas páginas postreras. «He de intentar», había escrito el 25 de junio de 1976, tres meses antes de morir, al borde de una de sus crisis. No había retomado la frase. ¿Qué era lo que tenía que intentar?

7 de julio

¿Recuerdas a Marta, la protagonista de mis cuentos? Esas narraciones son lo único bueno que he escrito, por dos razones. La primera es que imaginé el personaje en París, mientras Mateu estaba en el campo de concentración y yo sobrevivía fregando casas de colaboracionistas. Marta nació de mi deseo de compañía, tomó forma mientras recorría la ciudad en bicicleta. Toleraba el mal humor de aquellas mujeres vanidosas, me tragaba mi orgullo y, entretanto, convertía a Marta en una niña que no se sometería a nadie, que saldría adelante por sus propios medios, por difícil que fuera la situación con la que tuviera que lidiar. Cuando, muerto Mateu, volví a Barcelona, escribí la primera narración y, para mi sorpresa, me la publicaron. Marta era un per
sonaje adelantado. En la época en que la lancé a luchar tenía demasiados enemigos: gazmoñería, beatería, miseria moral.

Lo que quiero decirte es que Marta eras tú, antes de conocerte, y que lo fue con mayor exactitud desde que tu padre empezó a hablarme de ti.

Cuando lo conocí, siete años antes de que te trajera a casa, Albert se encontraba tan desconcertado por la paternidad como ante el resto de sus circunstancias. Es el típico hombre de su tiempo, educado para asumir determinadas responsabilidades, y no más. Hoy ha encontrado en cierto misticismo de andar por casa la panacea a sus problemas, pero entonces andaba extraviado. El hundimiento de tu madre —qué gran personaje, Regina, para cuando escribas una novela— lo paralizó, no supo asumir el doble papel al que se vio abocado por la desidia de María. Estaba resentido. Sabe luchar para ganar el sustento de su familia, pero no puede ir más allá. Conmigo, se explayó. Lo atormentaba el pensamiento de que su hija vivía en un ambiente insano, sin más cariño de mujer que el de la sirvienta. En aquel entonces no había guarderías como las de ahora, y a los tres años te metió en el colegio de monjas. Al menos, no te mandó a un internado, no se desentendió de ti, lo que habla en su favor.

Fuiste una niña preciosa, Regina, llena de carácter. Las tardes que Albert pasaba conmigo metido en la cama, le pedía que me hablara de ti. Le dije la verdad, que mi curiosidad tenía relación con Marta, la protagonista de mis libros, pero se la conté al revés. No le confesé que aquel personaje que inventé en París porque necesitaba creer en un futuro mejor para nosotras, las mujeres, era el modelo en el que me habría gustado convertir a una niña de verdad, la mía.

En la cama, conversando acerca de ti con tu padre, que me pedía consejo para cuanto tenía relación contigo y me contaba lo que hacías, tus travesuras, tus desobediencias, comencé a quererte como si fueras hija mía. No la hija que pude haber concebido en la inconsciencia de la juventud y que hubiera nacido marcada por el mundo atroz en el que me tocó vivir, sino la hija de mi madurez, aquella que podría contribuir a cambiarlo y que ya no aceptaría ser la sombra del varón ni uncirse a su destino.

Entre los papeles que pienso darte para que los utilices como mejor quieras hay varios ensayos que escribí sobre los cambios experimentados por la mujer europea a raíz de la segunda guerra mundial, así como ciertas visiones que tengo del porvenir y una crónica, que empecé a redactar pero que no he acabado, como siempre me pasa, sobre el comportamiento de las mujeres en el bando republicano durante nuestra guerra civil. Pienso que pueden serte de ayuda, pero si no estás de acuerdo puedes quemarlos, tirarlos o hacer con ellos lo que se te antoje. Tu padre, que finge ante mí que tiene más noticias tuyas de las que realmente recibe, me ha contado, a su manera, lo que haces. Le parece que te dejas arrastrar por el descontrol. Yo lo llamo libertad. Me deslumbra lo libres que sois los jóvenes de ahora, lo arraigados que están en vosotros el concepto de paz y la práctica del hedonism
o, vuestra insolencia con los mayores. Aplaudo, más que nada, que hayáis eliminado fronteras entre vosotros. Construiréis un mundo más noble que el que os dejamos.

Tal vez era mejor que Teresa hubiera muerto en el 76, con Franco recién salido de escena y la esperanza intacta por delante, sin presenciar los errores que se cometerían y el diligente tránsito hacia el conformismo que había realizado aquella generación que admiraba. Regina le dio otro tiento a la botella, pensando que al día siguiente, hoy, su cabeza le pasaría factura, pero no tenía el ánimo como para rechazar la eficaz complicidad del licor. Teresa se había ahorrado, entre otras cosas más importantes, aunque quizá no para ella, ver a Regina convertida en la antítesis de aquello para lo que la educó.

Empecé a comunicarme contigo a través de los cuentos que le di a tu padre para que te los entregara. Pensaba que leyendo a Marta te convertirías en Marta. Es una pena que ya no me queden ejemplares. Cuando me dijeron que tenía cáncer hice un paquete con todos y los mandé a una escuela para huérfanos del Besos. Me arrepiento, debería haber conservado al menos un ejemplar de cada título, porque no estoy segura de que tú guardes los que te regalé. Con esa agitación, lo más probable es que se hayan perdido en un traslado. Pero si aún los tienes y los relees, no te costará verte reflejada en ellos.

Qué feliz me hace escribir tan seguido. Pero no puedo disfrutar de este relativo buen estado de salud durante muchos días. No debo. No quiero acostumbrarme a sentirme bien, ni hacerme ilusiones acerca de que duraré lo suficiente como para volver a verte.

¿Qué pasó entre nosotras? No fue sólo que necesitabas marcharte, respirar, integrarte con los tuyos, los de tu edad, asomar la cabeza, crecer. Hubo algo más, ¿verdad? Si pienso en la peor de las posibilidades, que no aparezcas más por esta casa, en la que voy a morir en relativa paz gracias a mi doctor Pons, que me ha jurado no dejarme en el hospital cuando empeore; si no vuelves, Regina, al menos tengo que morirme con la seguridad de que, un día u otro, conocerás la verdad acerca de mis sentimientos hacia ti. He de intentar que mi cariño por ti me sobreviva y te llegue. Porque mi cariño, en algún momento, puede resultarte necesario.

Allí estaba. La conclusión de la frase incompleta. «He de intentar que mi cariño por ti me sobreviva y te llegue.» En su cama, Regina pensó en aquella otra cama del pasado desde donde su padre y Teresa manejaron su pequeña existencia, como si la engendraran de nuevo.

Cuando Albert te trajo a casa por primera vez, nuestra relación había cambiado. Nos queríamos, pero ya no hacíamos el amor. Ésa fue una parte del pacto, la que impuso él. Desgastado el ímpetu de la pasión, tu padre sentía más que nunca el peso de los remordimientos. Supongo que yo contribuí bastante, con mi manía de que habláramos de ti incluso en la cama. Debió de resultarle insoportable conciliar su agobiante sentido de la responsabilidad con la cruda verdad de la carne satisfecha. Un día me dijo que teníamos que cortar todo contacto físico y sustituirlo por una gran amistad. Amor platónico, lo llamó él. Si he de decirte la verdad, y esto que quede entre tú y yo, pobre hombre, no ha sido un amante excepcional. En París tuve mis aventuras, e incluso aquí, en Barcelona, conocí a hombres mucho más mañosos que él. Si, a tu edad, has tenido ya la dicha de acceder al sexo en toda su gloria, sabrás a qué me refiero cuando te digo que, al perderlo como amante, no me quedó ese vacío demoledor que te produce la pérdida del otro que colma todas tus exigencias. Lo que me humilló fue su egoísmo, la

naturalidad con que, en nombre de su sacrosanta rectitud, me impuso sus normas.

Te parecerá raro que piense en el sexo, pero ésta es mi acta de recapitulación y, aunque te sorprenda, el sexo ha sido importante para mí. Recuerda que, aunque me educaron como a tu padre, rompí con mi familia y corrí hacia la libertad que entonces me esperaba en las calles. Tuve la suerte de abrirme al amor en una España en donde la mujer recibía más consideración como ciudadana que la que le reconocería el país al que regresé y en el que tú naciste. No fue Mateu quien me rescató. Le amé a él, precisamente, porque ya había decidido ser libre. Un paso así es para siempre, borra de una cualquier atisbo de mansedumbre. Es muy importante, Regina, no ser sumisa ni siquiera en el sexo. No hay esclavitud peor que la que produce el amante perfecto cuando no está dispuesto a colmar tu medida, y siempre llega el día en que eso sucede. Los amantes que se saben indispensables nunca se entregan a fondo. Te lo digo por si te sirve de algo, aunque en esto, como en todo, sólo te será útil tu propia experiencia. No te hablo de tácticas de camuflaje como las que practican las mujeres tradicionales, sino de la propia estima.

No protesté cuando tu padre me dijo que no podía continuar con su doble vida. Yo también tenía un plan. Para ti. No me había atrevido aún a ponerlo en práctica, pero cuando Albert se retiró de mi intimidad para adoptar el único papel que le satisfacía, el de amigo fiel, jugué mis cartas y las jugué bien.

Mañana seguiré. Las medicinas me provocan somnolencia. Odio la confianza con que escribo una palabra que no me pertenece: mañana.

Al servirse más whisky con mano temblorosa, un poco de licor se derramó sobre la página y convirtió en un borrón la palabra que no habían compartido. Mañana. No hubo un mañana en común para Teresa y Regina, pensó, al menos no lo hubo a su debido tiempo. ¿Habría sido distinto de haberse apresurado a acompañarla durante sus semanas de agonía? La joven petulante que era entonces, ¿habría sabido colmar las expectativas de su maestra o habría contribuido, por el contrario, a amargarle aún más los días que le quedaban por delante? He aquí una duda que me acompañará siempre, se dijo Regina. O quizá no. Quizá empezaba a comprender, por fin, y sin otra razón que la cobardía que la indujo a aplazar la lectura de aquella carta, el alcance de las palabras de Teresa. ¿Estuvo ella dotada, a sus veintiséis años, del discernimiento imprescindible para interpretar la clave de las circunstancias ajenas a su voluntad que marcaron su vida? Se dio cuenta de que estaba llorando, sin compulsión ni pena. Lloraba de gratitud porque el cariño que Teresa le tuvo y del que había llegado a dudar, aquel amor al que aún no se atrevía a otorgar el adjetivo apropiado, acudía a ella para fortalecerla cuando más lo necesitaba. Tal como aquella mujer había previsto.

8 de julio

Te pedí a cambio, Regina. Tú fuiste el precio. La segunda parte del pacto, aquella que me compensó. Ya te he dicho que lo había planificado desde mucho antes de que a Albert le entrara el arrebato místico que lo condujo a recuperar su castidad. Tenía intención de insinuarle a tu padre que deseaba conocerte en persona, incluso pensaba insistir en que necesitaba utilizarte como modelo para mi personaje de Marta; él nunca se dio cuenta del todo de que ya lo eras. No creo que llegara a leer mis libros, antes de dártelos de mi parte; creía en ellos como creía en mí, y eso le bastaba.

Pensé que debía convencerlo poco a poco de que no te haría daño mi amistad, pese a ser, por hablar en sus términos, no ya una mujer adúltera sino una víctima, como él, de la fatalidad que nos había empujado al adulterio.

El anuncio de que teníamos la obligación de romper como amantes para no seguir haciendo daño —¿a quién?— me abrió la puerta para llegar a ti. Le dije que estaba de acuerdo, se lo dije a la primera, sin parpadear, guardándome las ganas de abofetearlo po
r quererme someter al dictado de sus creencias. «A cambio —añadí— de que me dejes cuidar de Regina.»

Para entonces, lo sabía todo de ti y temía que el adiestramiento que te impartían las monjas, añadido a la pobreza intelectual y emocional que reinaba en tu casa, acabara por destruir tu inteligencia y sofocara tu vivacidad. No quería que dejaras de ser Marta para convertirte en una más, entre la multitud de niñas colonizadas por el clero para perpetuar en ellas y a través de ellas el modelo de una sociedad gregaria y obediente. Había tantas cosas que debías aprender, tantos conocimientos que podía poner a tu alcance. Soñaba con modelarte y estabas en la edad de la siembra. A lo largo de mis conversaciones, me había dado cuenta de que los años de colegio te habían vuelto más reservada, menos inquieta.

He escrito que lo sabía todo de ti, pero no era verdad. Trataba de adivinarlo escuchando cómo te definía tu padre, y de sus palabras sólo podía deducir que no te mostrabas con facilidad, que te guardabas. Eso, en el mejor de los casos. Porque también habría podido ocurrir que te hubieran domesticado, que te hubieras convertido en lo que querían que fueses.

Regina interrumpió la lectura, tratando de recordar cómo era a la edad en que conoció a Teresa. Ni piadosa ni obediente en su corazón, aunque pasara como tal ante los demás, incluso ante su padre. Albert Dalmau nunca indagó en los sentimientos de su hija, se conformaba con aceptar su comportamiento. Y ella se guardó bien de no darle motivos para que se interesara por lo que había debajo: su ansia de amor perdida en el tedio cotidiano, navegando a la deriva entre rezos y labores, clases interminables sobre lo que una señorita debe saber y sobre lo que no debe hacer, aquellas soporíferas lecciones que convertían la historia en un laberinto de fechas y nombres, la geografía en un paisaje inconcreto que sólo invitaba a la huida, la aritmética en un jeroglífico y la literatura en un erial plagado de personajes con barbas o miriñaque. La ignorancia, en suma, frente a sus ganas de saber. Su indiferencia, como escudo contra la acometida exterior. Teresa llegó en el instante exacto.

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