Hasta la mesa, con sus redondeles de whisky medio seco, sobres rasgados y cartas, muchas cartas, algunas de las cuales también tenían manchas de licor; y la caja abierta y las fotografías desperdigadas; hasta aquel retazo de vida que Regina había dejado tras de sí, después de quién sabe qué especie de ceremonia, le parecía a Judit un bodegón arrancado de las páginas de un libro, la ilustración de un momento, más que el momento mismo. Señales que no puedo interpretar, reconoció. Leyó el inicio de algunas cartas, pero lo dejó porque eran anticuadas y sosas misivas de amor. Estaban firmadas por un hombre, Albert. Examinó las fotografías con detenimiento pero ni el hombre ni la mujer desconocidos que aparecían en algunas ni la joven Regina que distinguió en otras le proporcionaron la explicación que buscaba. Aquel Albert que escribió las cartas y aquella destinataria, Teresa, ¿eran los padres de Regina?
Había más que libros en las estanterías: viejos archivadores de cartón con ornamentos de metal y lomos despellejados por la humedad y el tiempo, en cada uno de los cuales figuraba una etiqueta enmohecida en la que aún podía leerse un nombre, el mismo que figuraba en todos los sobres: Teresa Sostres. En cada etiqueta había una relación del contenido del archivador pertinente: «Milicianas, principio guerra civil», «Milicianas, expulsadas del frente», «Contribución de la mujer en la retaguardia», «Papel de la mujer en los campos de concentración del sur de Francia». Junto a estos mamotretos comidos por el polvo, se veía un archivador mucho más moderno y reluciente que carecía de etiqueta. Judit lo sacó de la estantería y lo colocó en la mesa, encima de los papeles que Regina había dejado de cualquier manera. Ocupó el asiento que aún conservaba la tibia huella de su cuerpo, abrió la voluminosa carpeta y leyó la página que, a modo de índice, Regina había redactado a mano, bajo un enunciado que le pareció deliberadamente protocolario e impersonal: «Documentos de Teresa Sostres susceptibles de aprovechamiento, con las pertinentes modificaciones.»
Pasó a examinar el temario, que se dividía en dos partes, tituladas «Apuntes sobre feminismo y feminidad», y «De la creación literaria».
El primero constaba de los siguientes apartados: «Reflexiones sobre la condición femenina», «Poner puertas al campo: mujer y trabajo», «Mujeres y memoria, un camino por recorrer», «Mujeres frente a hombres, ¿igualdad o superioridad?», «La mujer libre y la soledad del ser», «Dos mil años de educación patriarcal», «Las ventajas de ser una menor eterna», «Reproducción y placer sexual».
En el segundo apartado, Judit leyó: «Mujer y literatura, un trabajo mal retribuido», «La creación artística en la mujer, ¿adorno o contribución social?», «El desafío de la inteligencia en la mujer», «¿Feminizar la literatura o viceversa?», «La esperanza del futuro».
La persona que había desarrollado los temas enumerados por Regina lo había hecho mucho tiempo atrás, en amarillentos folios escritos a máquina, a un espacio, en una tipografía tan antigua que se parecía a esos titulares de diseño que algunos periódicos incluyen en sus suplementos literarios. Había páginas mecanografiadas en tinta muy oscura, de cinta recién estrenada, y otras en que el trazo se debilitaba hasta casi desaparecer, pero las ideas vertidas eran siempre francas, tajantes, inteligentes.
¿Quién era Teresa Sostres? ¿Alguien tan importante para Regina como ésta lo era para Judit? ¿También la Dalmau había tenido una maestra? ¿Por qué la mantenía oculta bajo llave? ¿Se avergonzaba de ella? ¿O era que debía a aquellas reliquias más de lo que quería confesar?
En cualquier caso, había dado con la debilidad de Regina Dalmau. Ya llegaría la oportunidad de utilizarla.
Eran más de las ocho cuando Judit se apresuró a salir de la habitación, no sin antes haber devuelto el mamotreto a su sitio. Echó una última ojeada antes de salir: la luz encendida, las cartas desperdigadas, las fotografías. Cerró la puerta y colocó la llave en el suelo. Todo quedaba tal como lo había encontrado.
Mientras se duchaba, se sintió ligera como si hubiera dormido.
—Hay que ver, hay que ver. Hoy todo va manga por hombro.
Eran más de las once y ni Álex ni Regina se habían despertado. Lo del chico era normal, porque su trabajo lo mismo le ocupaba veinte horas seguidas que le dejaba una mañana libre, pero la dueña de la casa tenía amaneceres fijos, y Flora, que era la clase de asistenta que se aferraba a las rutinas, solía arreglar su zona de dormir antes de dedicarse a otras tareas.
Judit se sirvió una nueva taza de café y esperó, simulando que leía un periódico. Cuando Flora quería decir algo había que darle tiempo para que lo soltara, después de resoplar como una plancha de vapor. Se había acostumbrado a llevar el sonotone que Regina le había comprado, y ya no hablaba a gritos. Las relaciones entre la asistenta y Judit habían mejorado desde que la joven, en un momento de inspiración y harta de que nunca le vaciara su papelera, le dejó una mañana, encima de la mesa de la cocina, un aparatoso paquete de regalo que contenía un caballo encabritado con las crines al viento, una figura de loza imitación Lladró.
Flora se había echado a llorar al verlo, y desde entonces le hacía frecuentes confidencias acerca de su marido y hasta sobre su propio estado de salud, del que no le gustaba hablar, porque le habían descubierto cataratas en un ojo; tenía hora en el Seguro para que la operaran la primavera siguiente, y su mayor temor era quedarse ciega, incapaz de ganarse la vida y de cuidar de Fidel. Le había pedido a Judit que no le dijera nada a Regina de su dolencia y la joven había cumplido, obteniendo a cambio implacables monólogos, que la otra le soltaba cuando la pillaba a solas, y alguna que otra información valiosa.
Judit dejó
El País
aparte y se dispuso a abrir
La Vanguardia.
De pie en la encimera de la cocina, Flora limpiaba los cristales de la ventana. Sus fuertes patorras, enfundadas en medias de lycra, quedaban a la altura de los ojos de Judit.
—Deje eso, mujer, tómese una taza de café conmigo —la animó la muchacha—. Seguro que la señora aún tardará, habrá pasado una de sus noches de insomnio.
Flora descendió de su atalaya, llenó un tazón con café, le añadió leche y se sentó pesadamente delante de Judit, sin dejar de fruncir el ceño.
—No sé qué hacer —dijo, por fin.
—Pero se va a operar, ¿no? —comentó Judit, sin levantar la vista del periódico.
—Si no es eso. Es esto.
Flora metió la mano en uno de los bolsillos de su bata y sacó lo que Judit había estado esperando.
—La llave. He encontrado la llave del jodido cuarto de Rebeca. Se le tiene que haber caído en el pasillo sin darse cuenta, menuda es ella.
—¿Qué llave? ¡Ah, el cuarto cerrado! ¿Está segura de que es de ahí? —La cogió y la contempló con curiosidad, como si la viera por primera vez.
—Sí, la he probado, y abre. No le diga nada, que se pondría como una fiera.
—¿Dónde está el problema? Si se le ha caído a ella...
—No, que no sé si tengo que limpiar o qué. He asomado la nariz, y huele a ni se sabe, con tantos libros y tantos papeles sin recoger. No he tocado nada, pero he tenido que apagar la luz, mira que dejársela encendida...
Judit se encogió de hombros.
—Pregúnteselo. O no le diga nada. Vuelva a ponerla donde estaba.
—No, que me reñirá, dirá que no barro bien.
—¿Por qué no la deja aquí, al lado del frutero? Cuando venga a desayunar la verá, y en paz. Si se le ha caído a ella, no sé de qué puede acusarla a usted.
Cuando Regina preguntase por la llave, sería Flora quien le daría explicaciones, y ella se limitaría a poner cara de pánfila. Ahora que ya tenía atado el cabo que había quedado suelto, Judit se aburría de la charla. Cerró el diario y lo apiló con los otros. A Regina le gustaba encontrarlos ordenados.
—Yo que usted, no me preocuparía —dijo.
Regina seguía durmiendo. Judit conectó el ordenador portátil a la impresora láser, introdujo un disquete y pulsó una tecla. Tras una especie de estertor, la máquina se puso en marcha y escupió media docena de folios, que la muchacha recogió rápidamente y guardó en un sobre. Desconectó el aparato y volvió a dejarlo encima de su mesa, aquel banco de joyero que no era ni la mitad de cómodo para trabajar que el escritorio de Regina.
Con el sobre en la mano, se dirigió a su dormitorio, y lo metió en la bolsa de viaje del juego de maletas que Regina le había comprado para que pudiera acompañarla durante su gira para promocionar el nuevo libro. Cuando regresaba al estudio, tropezó con la escritora, que salía bostezando.
—¡Qué mala cara tienes! —exclamó Judit, al ver sus ojos hinchados.
—Un insomnio de caballo, hija, qué le voy a hacer. ¿Has repasado la lista?
—Te esperaba. Tenemos que mirarla juntas, porque yo no conozco a nadie.
—De acuerdo —sonrió Regina—. Déjame tomar café y darme una ducha rápida, y en seguida nos ponemos a ello. De todas formas, las invitaciones ya están mandadas, es sólo por si se les ha olvidado alguien importante, que es lo que suele suceder, y hay que invitarlo a última hora, y por teléfono.
—¿Tú crees? Si va a ir hasta la ministra.
—Calla, que me va a presentar. Es una idea absurda de Amat, pero con lo mal que lo he tratado, no me queda otro remedio que darle ese gusto.
Cuando la oyó encerrarse en el cuarto de baño, Judit se acercó a la cocina, en donde Flora estaba lavando las tazas.
—¿Qué tal ha ido? —le preguntó, adoptando su tono más animoso.
—No hay quien la entienda. Ahora resulta que puedo meterme en el cuarto a limpiar cuando quiera, siempre que no le tire ningún papel, por arrugado o pringoso que me parezca. Hemos entrado juntas y yo, disimulando, como si no hubiera estado allí esta misma mañana. Ha metido lo que había en la mesa dentro de una caja y me ha dicho que el resto es cosa mía. Voy a necesitar toda la mañana para dejar la habitación un poco decente.
—¿Y la llave? —Judit estaba tan perpleja como la otra.
—Dice que la ponga donde quiera, porque a partir de ahora la puerta quedará abierta. Hay que ver, hay que ver.
—Deberías hablar con Hildaridad para que te cuente cómo piensan organizarse, si van a ir a buscarnos al aeropuerto los de la editorial o nos recogerá Blanca. Mejor dicho —rectificó Regina—, pásame con Blanca y lo hablo directamente. Prefiero que se encargue ella, tiene más sentido común que todos los demás juntos.
Judit marcó el número. Comunicaba.
—Siempre está hablando por teléfono —sonrió Regina, acariciando una fina cadenita de oro, con una placa, que pendía de su muñeca derecha.
Necesito escaparme veinte minutos, pensó la joven. Tenía que encontrar una excusa.
—¿Blanca? —dijo, por fin, Judit—. No, nada. Todo bien. Regina quiere hablar contigo.
—Venga, pásamela —la escritora alargó la mano y le quitó el inalámbrico—. ¿Qué tal, golfa? ¿Puede saberse por qué tienes tan descuidada a tu autora predilecta? Estoy en buenas manos, las mejores. ¡Si vieras cómo me cuida Judit! Supongo que tienes a Hilda en lo mío. No, no me importa que la fiesta sea en el Ritz, aunque en invierno pierde mucho, sin los jardines. Ya sabes que, para dormir, sigo fiel al Palace. Por otra parte, he estado pensando y, no te enfades, pero no creo que éste sea un libro tan importante como para someterme a la gira que la editorial tiene prevista. Arréglatelas como quieras, pero no me apetece lo más mínimo dar la vuelta a España. Y tú y yo tenemos que hablar muy en serio. No, de otras cosas. Perdona un momento, Blanca, que Judit quiere decirme algo.
—¿Puedo ir a Correos? —preguntó la interesada—. Tengo que mandarle a Hilda los últimos justificantes de gastos.
Regina hizo un gesto de asentimiento. Judit recogió su cartera y salió del estudio. Cerró la puerta y entró en su dormitorio. Sacó el sobre que esa misma mañana había guardado en la bolsa de viaje y lo metió en la cartera. A la entrada del edificio, saludó a Vicente, el conserje, que estaba lustrando los metales del portal. Intercambiaron un comentario acerca del tiempo, cargado de humedad. «Está indeciso —dijo el hombre—. Hoy me tocaba regar, pero lo he dejado, pensando que iba a llover, pero ni llueve ni aclara.»
Ella sí se había decidido, pensó, mientras caminaba por el lateral de la plaza en dirección a la calle Muntaner; en la cartera llevaba el fruto de su resolución, las páginas escritas de noche en el ordenador portátil, en su dormitorio, con la casa en silencio, casi siempre después de haber hecho el amor con Álex, esos polvos que acrecentaban su seguridad tanto como la confianza que Regina y Blanca, cada una a su manera, depositaban en ella. No quería eternizarse en su papel de colaboradora eficaz de la novelista. El tiempo pasaba rápido, y quién sabe cuándo volvería a disfrutar de una oportunidad semejante. En cuanto Regina acabara con la promoción del libro, y por lo que le había oído decir momentos antes parecía querer acortarla drásticamente, se entregaría a la redacción de su nueva novela, y entonces Judit se vería relegada a la condición de secretaria que se ocupa de mantener a la dueña de su tiempo alejada de las molestias que podrían distraerla de la sagrada escritura.
Su descubrimiento de la noche anterior la había ayudado a decidirse. Si Regina se había aprovechado, y lo seguía haciendo, de lo escrito por otra mujer, la para ella desconocida Teresa Sostres, sus propias páginas creadas a escondidas merecían un destino mejor que permanecer en un disquete a la espera de salir a la luz cuando su patrona ya no la necesitara. Regina se había acostumbrado a la vida cómoda, lo había conseguido todo, y Judit sentía que había pasado a formar parte de esas comodidades. Dentro de poco perdería su carácter de novedad, y ya ni siquiera Blanca se asombraría ante sus demostraciones de eficacia. Tenía que actuar. ¿No le había dicho que le enviara sus cuentos, que le apetecía leerlos? Iba a hacer algo mejor. El sobre que llevaba en la cartera contenía el argumento de una novela propia, completamente suya, y un esquema con los capítulos que la integrarían, un elenco detallado de los personajes e incluso un comentario acerca del sentido de la que sería su primera obra, y de lo que la literatura representaba para ella.
Descendió sin prisas por Muntaner, saboreando el instante. Al contemplarse en los escaparates, cargados de adornos navideños, ya no vio a la muchacha macilenta que, tiempo atrás, merodeaba por el barrio, soñando con hacerse amiga de Regina, con encontrar en su admirada escritora una mentora, una madre, alguien que la rescataría de la confusión y la convertiría en su protegida. Las vitrinas le devolvían la imagen de una nueva Judit que no desentonaba de las lujosas mercancías que en su anterior existencia envidió y codició. Ella misma, con su abrigo de espléndido corte y el elegante pañuelo, casi tan grande como un poncho, echado por encima con un descuido burgués que la hacía parecer mayor e incluso rica, era envidiable, codiciable, y si su actual aspecto, sus ropas, su desenvoltura, las debía a Regina, Judit también le había dado algo valioso a cambio: un asidero para la mujer que vivía sola a pesar de su fama, sola con su prestigio y su bienestar económico, sola con su egoísmo.