Read Mientras vivimos Online

Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (21 page)

Días atrás había tenido lugar un incidente que dejó a Judit pensativa. La vecina del piso contiguo, una mujer de edad mediana que siempre llevaba gafas oscuras y un pañuelo atado a la cabeza, con la que a veces la joven se cruzaba en el ascensor, fue sacada inconsciente por unos camilleros y conducida en ambulancia al Clínico, en donde la salvaron in extremis. Según Vicente, el portero, había ingerido barbitúricos. «Lo hizo porque se acerca Navidad —le informó el hombre—. Siempre dice que no soporta la comida con su familia. La semana de Navidad va el doble de veces al sicoanalista.» Cuando se lo contó a Regina, ésta se limitó a encogerse de hombros: «Ah, ¿sí?», y siguió con lo que estaba haciendo. En opinión de Vicente, que con frecuencia mantenía con Judit instructivas conversaciones sobre lo que ocurría en el vecindario, «la señora Dalmau sale muy poco, y ya no da fiestas como antes».

Se lo comentó a Álex.

—¿Crees que es posible que la gente haya dejado de interesarle? Porque hasta como personaje para una novela, esa loca de vecina tendría que llamar su atención. En cambio, cuando tú te tomaste las pildoras corrió a tu lado, ¿no?

—Uf, no me hables de eso, que me da vergüenza, fue una chiquillada. —Después, pensativo, el chico añadió—: Regina ha cambiado mucho...

—¿Qué quieres decir?

—Antes estaba mucho más segura de sí misma, era más despreocupada. Disfrutaba con cualquier cosa.

—A lo mejor es por la edad. Va a cumplir cincuenta tacos.

—Sí, es la hostia.

Judit acarició el pecho lampiño de Álex.

—Medio siglo. Regina ha publicado dieciséis novelas. Cuando yo tenga su edad, por lo menos habré escrito veinte.

—¿No te parece demasiado? —el chico se echó a reír.

—Lo dices porque a ti te va más la imagen. Yo tengo muchos proyectos, y voy a empezar muy pronto. ¿Sabes? Cuando entré en esta casa albergaba la ilusión de que Regina me echaría una mano. Nunca he tenido con quién hablar de literatura, sé escribir pero nadie me ha dicho vas bien o vas mal, ¿entiendes lo que quiero decirte? Cuanto he aprendido ha sido leyéndola a ella, escuchándola en radios o televisiones, estudiando sus entrevistas. Pensé que, a su lado, sus enseñanzas se multiplicarían, que se volcaría en mí al descubrir mi vocación. Y ni siquiera me ha preguntado qué quiero hacer en la vida. Hice montones de correcciones a su libro, añadí cosas mías, y se lo tomó como lo más natural del mundo. No piensa más que en ella misma.

—¿Por qué no se lo dices así, tal como me lo cuentas? Regina es buena persona.

—No, creo que es mejor que me calle. No podría soportar que, después de confesarle mis aspiraciones más profundas, me dedicara una de sus sonrisitas maternales y cambiara de tema. Me moriría de humillación.

Le molestaba seguir con el asunto, y no quería contarle a Álex que tenía proyectos concretos.

—Así que te irás a Londres en primavera. ¿No es muy pronto?

—Quiero perfeccionar mi inglés, ambientarme. Que cuando empiece el curso no me presente en clase hecho un pardillo.

—Tu padre, ¿lo sabe ya?

—Le presentaré el hecho consumado. Como hizo él cuando me arrancó de esta casa.

—El hecho consumado —comentó Judit, pensativa—. Sí, me parece que es lo mejor.

Salió sigilosamente, sin encender luces. No le resultaba difícil volver a su dormitorio. Era la primera puerta a la izquierda, justo antes del cuarto cerrado. Iba descalza. A esa hora, el parquet estaba frío, aunque no tanto como el objeto que se le incrustó en la planta del pie izquierdo. Se inclinó para cogerlo. Era una llave. Supuso que se le había caído inadvertidamente a Regina.

Apretó el puño. No podía permitirse más fallos. Había cometido demasiados en las últimas horas. El primero, acompañar a Álex a ver la última película de Bruce Willis a los multicines del centro comercial más popular del momento. Tenía que haber previsto lo que podía suceder. Su hermano era un forofo de Willis, que corría al cine en cuanto se estrenaba algo suyo. En efecto, cuando se encendieron las luces y se levantaron de la butaca, Judit casi se desvaneció al ver a Paco e Inés, sentados cinco o seis filas atrás y, para su suerte, absortos en su mutua contemplación. Ante la mirada burlona de Álex, aprovechó para agacharse y recoger las palomitas que se les habían desparramado durante la proyección. «No te imaginaba tan cuidadosa», comentó el chico. Demoró la salida del cine tanto como pudo y se negó a dar una vuelta por el centro comercial, tal como tenían planeado. Seguro que su hermano y su futura cuñada aprovecharían para mirar escaparates. La única ilusión de sus vidas consistía en elucubrar sobre cómo sería su lista de bodas.

Tomaron el primer autobús, y Judit respiró hondo cuando se vio en el paseo de Grácia. Qué tonta había sido.

Su familia la creía en Lleida. No sabían que trabajaba para Regina Dalmau, ni que se había trasladado a su casa. Les telefoneaba regularmente, para tenerlos contentos. No deseaba interferencias. Su nueva vida no valdría nada si la compartía con su familia. Había marcado una línea divisoria, y nadie la podía cruzar. Tampoco ella podía retroceder.

Mientras ascendía con Álex por el paseo pensó, no sin regocijo, en cuál hubiera sido la reacción de su hermano si la hubiera visto tan cambiada, envuelta en el abrigo de lana gris que le había comprado Regina. Qué poco podía imaginar su familia el lujo de que gozaba, y lo cerca que se encontraba de alcanzar su meta. Pensó en la ropa que colgaba de su armario, tan distinta de las miserables prendas que solía utilizar antes de convertirse en la mano derecha de la escritora más famosa de España, su colaboradora imprescindible. Eso, de momento.

—No sé qué habríamos hecho sin ti —le había dicho Blanca, después de leer la copia definitiva del libro—. Regina se ha saltado todos los plazos, no habríamos salido ni por Navidad. Nunca la había visto tan pasota. Parece que nada le importe.

Su relación con la agente había ido estrechándose a medida que pasaban los días y menudeaban sus conversaciones acerca de la escritora. Se habían convertido en aliadas, por el bien de Regina y a sus espaldas, y Blanca había cumplido su promesa de influir para que la muchacha se trasladara a su casa.

Esa tarde, al olvidar su móvil en el salón, y nada menos que conectado, había podido fastidiarlo todo. ¿Qué habría ocurrido si Regina hubiera llegado a ver el número de Blanca en la pantalla? Porque era la agente quien la había llamado para contarle que el editor estaba muy satisfecho con los cambios que ella, Judit, la insignificante, la secretaria, había introducido en el libro que la gran escritora iba a presentar en unos días.

—Esos párrafos son excelentes, imitas muy bien el estilo de Regina —le había dicho Blanca, entusiasmada—. ¿Tienes cosas tuyas? Me gustaría leerlas.

—Algunos cuentos, pero no estoy muy satisfecha. Y, además, los escribí a mano.

—Mándamelos cuando los pases a ordenador, que no estoy para quedarme ciega.

Palpó la llave. No se le volvería a presentar una oportunidad igual. El dormitorio de Regina, en el extremo del pasillo cercano al estudio y opuesto a la cocina, parecía silencioso como un sepulcro.

2

Como de costumbre, Judit estudió cuidadosamente los pros y contras de lo que iba a hacer, pero no dedicó ni un segundo a reflexionar sobre el sentido de su acción. La acción era el sentido, y éste había sido determinado por ella tiempo atrás, a la temprana edad en que las decepciones parecen hecatombes y la esperanza puede ser suplantada por una obsesión. Las semanas transcurridas junto a Regina le habían enseñado que tendría que abrirse camino por su cuenta, exprimiendo las oportunidades que se le presentaran, con o sin el permiso de la escritora.

Había crecido en una época en la que el éxito y la notoriedad parecían ofrecerse a los jóvenes a cambio de muy poco esfuerzo, pero la realidad se burlaba a diario de semejante pretensión. Maquinar era su forma de amansar el sufrimiento que sus deficiencias le causaban.

Dicen que la información mueve el mundo, pensó Judit, sopesando la llave. Regina Dalmau era una figura pública. Judit era su más fiel seguidora, la quería. Tenía derecho a conocer sus secretos. Su situación en la casa le permitía acceder a compartimentos oscuros cuya existencia ni los periodistas ni la televisión, ni siquiera Blanca, podían presentir. Y nadie, excepto Judit, la quería lo suficiente como para aventurarse a perderla. Que era a lo que se arriesgaba, si la otra la sorprendía internándose en los pasadizos de su intimidad.

Cuántas tardes, mientras la escritora dormía la siesta en el sofá del estudio, se había deslizado hacia su dormitorio con idéntica cautela a la que ahora utilizaba; cuántas veces, dejando abierta la puerta para escuchar el menor ruido que pudiera alertarla, había entrado en su vestidor o en su cuarto de baño. Y siempre con la misma finalidad: averiguar qué había detrás de la Regina que se le mostraba, dar con el dispositivo que le permitiría examinarla bajo la cruda luz de la verdad, aprehenderla en su totalidad e interpretar los signos dispersos de la fragilidad que intuía.

Con la impudicia de un detective especializado en casos de adulterio y la temeridad de un espía de novela, con los sentidos despiertos y la garganta seca por el miedo, había explorado cada rincón del santuario, en busca de respuestas. Abrió los armarios y revisó la ropa, se abrazó a los vestidos y aspiró su perfume. Sintiendo que, al hacerlo, recuperaba algo que siempre había sido suyo, revolvió en los cajones donde se amontonaba la ropa interior de Regina y dejó que la leve caricia de los tejidos le marcara la piel. Ajena al escrutinio a que Judit la sometía, indefensa, la mujer seguía durmiendo en el estudio. Una tarde, hurgando entre la ropa interior en la que intentaba leer como un ciego, sus dedos habían tropezado con el objeto que, esta madrugada, la casualidad había puesto de nuevo a su alcance.

Inmóvil en la oscuridad, Judit comprendió que era la llave que abría el cuarto secreto.

¿Se desharía Regina de Judit, en el caso de que la encontrara registrando la habitación secreta? La mujer le había tomado cariño, estaba convencida. El tono de superioridad con que la trató durante los primeros días había dejado paso a un afán protector, muy maternal, que a Judit, por un lado, le llenaba de calidez, y por otro, le hacía sentirse disminuida, no humillada pero sí empequeñecida, y eso era lo último que deseaba. Si me sorprende en el cuarto, pensó, le diré que he entrado porque estoy preocupada por ella.

Lo cual no era cierto, reconoció. Buscaba sus debilidades, su punto flaco. Giró la llave con un chasquido apenas perceptible, y abrió la puerta con el ímpetu de quien se dispone a saltar de una azotea a otra; lo que vio la turbó, y a punto estuvo de dar la vuelta y cerrar de nuevo, de renunciar.

Gracias a la experiencia adquirida mientras había trabajado en la inmobiliaria, Judit podía descifrar de un vistazo el carácter de una habitación. Del piso de Regina, hasta entonces, no había acertado a reunir más que mensajes de forzado equilibrio y plácida rutina, percepciones que con frecuencia delatan la férrea voluntad que oponemos a la confusión. Era tan distinta la casa, al natural, siendo idéntica a la que apareció en la revista de decoración en donde la vio años atrás. Y era diferente, creía Judit, por resultar idéntica: perfecta, confortable, ordenada; simétrica como la carrera literaria de Regina, elegante como su forma de vestir y de peinarse, comedida como sus gestos y sus pasos. Resistente al desgaste. Una casa que, como su dueña, estaba a la defensiva.

Había tomado notas al respecto, utilizando
post-it
que guardaba para cuando llegara el momento de escribir su primera novela, cuyo argumento ya barruntaba. Notas y más notas, producto de su aguda observación, la misma que le había hecho descubrir, a fuerza de registrar y fisgar en los asuntos de Regina, que en la compacta figura pública de la escritora había una grieta oculta.

Lo que vio al entrar en el cuarto, rescatado en parte de la oscuridad por el haz selectivo del flexo que Regina había olvidado apagar, hizo que vacilara en el umbral y que, al mismo tiempo, deseara ponerse de inmediato a describirlo en un papel: sintiendo esa mezcla de pudor y curiosidad que a una mente despierta le provoca el espectáculo de un alma al desnudo.

La mesa sobre la que se apoyaba la lámpara no guardaba similitud con la decoración del resto del piso. Era fea, vulgar, una sencilla mesa de formica blanca en cuya superficie brillaban, superpuestos, círculos borrosos de un líquido color ocre. Parecían manchas de whisky. La habitación olía a licor reciente y a papeles viejos. Las paredes estaban forradas de estanterías de distintos aspectos y procedencias. Entre cuerpos metálicos, baratos y herrumbrosos como desechos recogidos en una acera, aparecían, encajadas, pequeñas librerías desparejas de madera noble pero deteriorada. Sin embargo, lo que menos importaba era el mobiliario, pensó Judit, manipulando la pantalla de la lámpara con cuidado para enfocar el resto del cuarto sin quemarse. Había algo superior, omnipresente, asfixiante, un vaho añejo que, no obstante su falta de experiencia, Judit asoció por instinto a sótanos o desvanes donde almacenamos las piezas sueltas de un pasado por resolver, y que ante su atónita mirada cobró valor de misterio literario. Pues en aquella habitación, según pudo comprobar proyectando la luz sobre los anaqueles, no había dos dedos de pared que se libraran de la desaliñada presencia de la literatura en su faceta más temible. Dante y Homero junto a Shakespeare y Pushkin, Salinger junto a Proust, Flaubert al lado de Lampedusa: es decir, la literatura que sólo unos cuantos elegidos son dignos de crear, a cambio de renunciar a la seguridad de las realidades posibles.

Era una sensación sofocante, que Judit no había experimentado hasta entonces y que le obligaba a recordar, con dolor, los libros que aún tenía que leer y el laberinto de autores muertos en el que no se había atrevido a deambular, asustada por el caudal de una obra desmedida que había empezado en siglos anteriores y que se prolongaría cuando ella misma y sus fulgurantes ambiciones se hubieran convertido en cenizas.

Se creía calificada para medirse con Regina, para emularla, pero ¿no era aquella habitación la prueba evidente de que ni siquiera Regina Dalmau se atrevía a desafiar a los mejores? ¿Por qué, si no, había optado por encerrar allí tal cúmulo de libros respetables, alejándolos de su cercanía como si se tratara de un rival ominoso?

Other books

A Boy and His Tank by Leo Frankowski
The Body in the Birches by Katherine Hall Page
Mercury Falls by Kroese, Robert
Eve by James Hadley Chase
Jumlin's Spawn by Evernight Publishing
Lady Friday by Garth & Corduner Nix, Garth & Corduner Nix
Visions in Death by J. D. Robb


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024