Te decía que, de niña, empecé a inventar cuentos. Iba de casa a la panadería, y para ese trayecto mínimo, de seis minutos a paso lento, tenía una escena concreta: yo, en la calle, perdida, miserable, viendo pasar a una multitud sin encontrar un rostro conocido. Me recreaba en el cuadro de mi desgracia y lo completaba con descripciones y con algún pequeño monólogo. Solía llegar a la tienda con lágrimas en los ojos, embriagada por la compasión que mi propia imagen me inspiraba. Estoy segura de que la dependienta tenía la sospecha de que mi familia me martirizaba. La buena mujer no sabía que, en el camino de vuelta a casa, en mi imaginación aparecía un hombre rico que confesaba ser mi verdadero padre, me tomaba en sus brazos y me llevaba a vivir a su palacio. Con otras variantes, según mi humor, el argumento siempre era el mismo. Trataba de mi pérdida y mi rescate.
Con los años, conforme fui leyendo libros, los cuentos que me contaba se volvieron más complejos, más ricos. Empecé a hacer míos los colores que otros inventaban, porque me parecían mejores que aquellos que veía con mis ojos. Atravesé países y alenté sentimientos que no por ficticios me decepcionaron; al contrario. Robé a los libros el conocimiento que a mí me faltaba. En otra de tus entrevistas afirmas que el escritor tiene que aprender a mirar: me gustaría lograrlo. Dime qué debo mirar, qué horizonte puedes ofrecerme que me arranque de la aridez fragmentada del suburbio, de esta ausencia de armonía y de belleza. Hazlo pronto, antes de que se me atrofien los sentidos. Ahora me esperas, pero ignoras quién soy y qué puedo hacer con tu ayuda. Mírame, te lo ruego. Mírame.
Cuando te descubrí, cinco años atrás, en aquel programa de televisión que para mí fue trascendental y del que tú no puedes acordarte —te invitan a tantos—, experimenté la misma agitación gloriosa que me invadía mientras caminaba, no importaba el destino, viviendo el anticipo de los finales felices que daría a mis historias. En aquella ocasión, yo tenía quince años, pronunciaste la frase que me marcó: «Las más elevadas metas que puede alcanzar una mujer son aquellas que se conquistan partiendo de la nada.» La nada era el lugar donde yo vivía. Sigue siéndolo, pero en esta existencia paralela de mis cuadernos hay alguien que me recogerá para que no me pierda en el vacío: Regina Dalmau.
En mi mundo no había mujeres como tú. No las hay.
Esa noche anoté la siguiente observación, que hoy considero candorosa en la forma pero acertada en su esencia: «Pensándolo bien, en lo físico no es nada del otro mundo. Tiene los ojos y el pelo castaños y los rasgos regulares. Nada en ella destacaría en un concurso de belleza, pero resulta imposible dejar de mirarla, porque siendo tan normal no se parece a nadie, y eso es lo que más me ha impresionado de su larga intervención de esta noche en la tele. Las demás mujeres que participaban en el coloquio, una profesora, una socióloga y una ginecóloga, se volvieron insignificantes cuando ella empezó a hablar. Hasta el locutor parecía hipnotizado, y la cámara la enfocó mucho más que a las otras. Viste con una elegancia que alucinas.»
Aquella ingenua percepción se ha convertido, con los años, en un sentimiento mucho más complejo, pero la idea básica permanece: no te pareces a nadie, Regina. No sólo en lo que dices cuando te entrevistan o en lo que escribes en tus novelas, que tanto apoyo y consuelo me han proporcionado. Tienes razón, sobre todo, en la forma en que conduces tu vida. Parece como si siempre hubieras encontrado ante ti el camino justo. Aunque tú nunca te refieres a ello, imagino que creciste amparada por una firme cultura, una familia sólida, una educación sensata en buenos colegios; que te rodearon los mejores amigos. Has sido, eres, libre; has tenido amantes, has elegido siempre. Con todo eso, y pudiendo consagrarte por completo al merecido éxito que ha recompensado tu trabajo, en lugar de mostrarte egoísta no dejas de preocuparte por cómo va el mundo en general y por la situación de la mujer en particular.
Yo nací en la sala de partos del Clínico mientras el cadáver de mi padre se encontraba en el depósito, varias plantas más abajo, a la espera de ser descuartizado por los estudiantes de anatomía. Pienso en ello todos los días de mi vida. No por dolor: no puede dolerme, carezco de recuerdos. Pienso en ello porque lo considero un desposeimiento simbólico. Desde el primer momento, alguien se quedó con algo que me pertenecía.
También sé leer mientras camino. Muchos lo hacen, pero no como yo. La gente, cuando va de un sitio a otro, hojea periódicos y revistas, incluso si se trata de libros se limita a realizar consultas rápidas. En la calle sólo se lee de verdad cuando se espera: el autobús, a una persona que llega tarde... Yo leo mientras camino, y al hacerlo conservo la misma intensidad y capacidad de abstracción que cuando leo en mi dormitorio. Es una técnica que desarrollé cuando empecé a encontrar en los libros mejores historias que las que yo me contaba y a saber que, fuera a donde fuera, el trayecto no dejaría de decepcionarme, porque no saldría de los límites de mi barrio. Mi método consiste en detenerme cada equis metros, depende de por dónde vaya, y en un segundo calibrar lo que tengo por delante: poseo una memoria fotográfica. Tantas farolas y en tal lado, tantos baches dentro de tantos pasos, dos peatones por aquí, tres niños por allá, un perro, un ciego. Lo que sea. Una vez memorizados todos los detalles, me abstraigo en el libro y sorteo los obstáculos. Me demoro para llegar a los semáforos cuando se ponen en ámbar. Entonces me paro y sé que podré despreocuparme durante uno o dos minutos.
Hablo de leer en serio, leer de verdad. Como leo lo que escribes desde que te vi aquella primera vez en televisión y al día siguiente corrí a una librería, a comprar la que por entonces era tu última novela:
Dolor de hembra.
Yo era muy joven, te lo he dicho, y nunca había leído el relato de una pasión contado, como ponía en la contraportada y todavía recuerdo con exactitud, «desde la profundidad del corazón de las mujeres, ese planeta desconocido que Regina Dalmau sigue explorando a lo largo de su obra novelística, una de las más aclamadas de este país».
Desde entonces, no hay nada tuyo que no haya hecho mío. Leo lo que los críticos escriben sobre cada una de tus novelas, y me complacen sus elogios tanto como sin duda te agradan a ti. Y a ese mal bicho, a ese Xavier Felíu que siempre te ridiculiza, ese frustrado que parece estar esperando que saques un nuevo libro para volcar en ti su mala baba, le detesto tanto como tú lo debes de despreciar: es un don nadie que se empeña en nadar contra corriente para dárselas de exquisito ante su camarilla de resentidos. ¿Qué puede importarte, mientras tengas al resto de los medios de comunicación a tu favor y a los lectores, que te adoramos? Aunque ninguno como yo, que sé de tí hasta de qué color son las cortinas de tu dormitorio. Sé, sobre todo, de tu bondad y generosidad. Recuerdo cómo sufriste cuando el hijo de tu compañero sentimental trató de suicidarse, cómo acudiste a la clínica, a pesar de que no tenías ninguna obligación, porque habíais roto. Tu imagen apareció en televisión: tu rostro, tan dulce, contraído por una mueca de dolor. No quisiste hacer declaraciones durante esos días; una vez más te comportaste como una señora.
Inventar historias y leer historias; en casa, en un banco, en la terraza de un bar; por la calle, mientras camino. Es lo que he hecho desde que tengo memoria, pero cuando tu obra se metió dentro de mí, mezclé las dos cosas, lo que leía y lo que me narraba, y fue entonces cuando cristalizó la |udit que te pertenece como un personaje más de tus novelas. Siento que has escrito un argumento para mí, pero que aún no lo sabes.
Tu alma ensancha mi alma.
Aquél no era el mejor día para Regina Dalmau, y aun así, seguía pensando que citar a la muchacha esa mañana de Todos los Santos había sido una buena idea, al margen de que su presentimiento respecto a ella se cumpliera o no. El mero hecho de saber que vendría le resultaba estimulante, como cortarse el pelo o comprarse un vestido después de una convalecencia. Era un gesto que desencadenaría otros. Eso, si su sagacidad no le fallaba.
Faltaban un par de horas para que la chica llegara y podía permitirse haraganear un rato, antes de arreglarse. Era cuanto hacía últimamente. Vegetar. Pulsó una tecla en el ordenador y una batería rojinegra de naipes en miniatura se desplegó en la pantalla, invitándola a emprender otro solitario. Pronto os perderé de vista, susurró, dirigiéndose a las cartas, y este trasto servirá para lo que tiene que servir; para escribir una novela tras otra. Como había sido siempre, antes de aquellos interminables meses de sequía. Dos años, para ser exacta. Dos años llevaba Regina sintiéndose el eco de lo que había sido, sospechando que eso era todo lo que le quedaba por hacer en el futuro, repetirse y alargarse hasta que la evidencia de su esterilidad ensombreciera por completo cualquier logro profesional del pasado.
Blanca tenía razón. Había llegado a un punto en que sólo un cambio radical podía liberarla de la trampa que se había tendido a sí misma. Blanca era su agente desde que Regina empezó a triunfar, hacía más de veinte años, y nunca había dejado de protegerla. Vivía en Madrid, pero a efectos de control era como si la tuviera en el piso de al lado. Blanca había sabido rodearse de un personal eficiente y discreto, y su despacho era el más prestigioso en la cada vez más nutrida comunidad de la representación literaria. Se había ganado a pulso lo que poseía y se rompía el pecho por sus autores. Era una superviviente, y tenía una cualidad que Regina valoraba mucho: nunca le contaba sus penas.
—Deberías acercarte más a los jóvenes, cambiar de temas, meterte en la realidad —le había aconsejado la semana anterior, durante una de las habituales conversaciones telefónicas que mantenían antes de irse a la cama—. No sé hasta qué punto tu público va a aguantar mucho más leyendo historias de mujeres maduras que buscan su camino durante todo el libro y que, de una forma u otra, se realizan en el capítulo final. Que es lo que has escrito siempre, no nos engañemos.
—Nunca me lo habías dicho.
—Nunca te había visto tan desorientada.
¿Era eso lo que su agente opinaba de su obra? Regina había dado por sentado que le gustaban sus novelas. ¿O no? ¿Qué sabía ella de los gustos de Blanca? En algo llevaba razón. El mercado literario era hoy más voluble que nunca y empezaba a fijarse en las jóvenes escritoras que invadían el mercado y que eran incapaces de describir la angustia sin que sus protagonistas se quitaran las bragas o se clavaran una jeringuilla cada pocas páginas. El mundo que Regina reflejaba en sus novelas era muy distinto. ¿Y también distante? Hasta entonces, nadie se había quejado, salvo algún crítico picajoso y, por suerte, minoritario.
Poco después de su conversación con Blanca, Regina pudo comprobar cuán acertadas eran las observaciones de su agente. Fue la tarde del último viernes, durante la conferencia que dio en el ateneo de un barrio obrero: como de costumbre, su público estaba formado por mujeres que, como ella, rondaban la cincuentena; incluso mayores. Sus lectoras habían ido envejeciendo con Regina, sin que ella se diera cuenta. Había sido su emblema desde la primera novela, el símbolo de sus deseos y esperanzas, de sus rebeldías. Si la seguían, fieles, era porque se había movido muy poco desde el punto de partida, porque había cambiado las formas, no la fórmula. En lo básico, se copiaba, se repetía. Blanca se había dado cuenta y era posible que sus lectores no tardaran en seguir su ejemplo.
Si cerraba los ojos, podía verse a los 27 años, la edad a la que tuvo su primer éxito, rodeada de gente tan plena de energía como ella, una generación arrogante que entonces tenía sus mismas ganas de comerse el mundo. Ahora seguían esperando que les contara lo de siempre, lo que Regina se contaba para evitar encararse con el origen profundo de su crisis: que no se habían equivocado en sus elecciones, que había valido la pena.
«La peor equivocación que podemos cometer es crearnos la ilusión de que estamos a salvo de errores y permanecer dentro de esa fantasía hasta que estalla y nos precipita al vacío.» Aquellas palabras, oídas por Regina treinta años atrás, habían vuelto a su memoria en el ateneo, poco antes de iniciar su charla. Le parecía que Teresa las había pronunciado el día anterior. Pero Teresa estaba muerta. ¿O no? Hacía tiempo que Regina no entraba en el cuarto secreto que tantos estímulos proporcionó a su inspiración durante dos décadas. No se atrevía. Delante de su público aún podía guardar las apariencias. Allí dentro, sería como encontrarse desnuda.
Entre el público de mujeres maduras, esa tarde en el ateneo, la chica vestida de negro había llamado su atención porque era la única persona joven que se encontraba en la sala. ¿Qué podía tener, veintipocos años? Tal vez menos. Su severo atuendo la hacía parecer mayor. Cuando, al final, la muchacha se le había acercado para pedirle una dedicatoria, Regina no dudó en proponerle que la visitara el lunes siguiente por la mañana, aprovechando que sería festivo. Qué disparate, se dijo más tarde. Una desconocida, entrando en mi domicilio como si tal cosa.
Como si tal cosa, no. Regina Dalmau nunca daba puntada sin hilo, se dijo ahora, atacando con rabia un nuevo solitario y evitando mirar el paquete sin abrir que se hallaba en una esquina del escritorio. Eran las pruebas de corrección del libro que estaba a punto de publicar. Mejor dicho: ese libro era la prueba de su incapacidad para ofrecer algo original a su público. Se trataba de una recopilación de artículos periodísticos antiguos, viejas conferencias y relatos dispersos publicados aquí y allá. Nada importante. Nada original. Y ni siquiera se sentía con ánimos para realizar las correcciones, a pesar de que Amat, su editor, abrumaba a Blanca diariamente con histéricas llamadas telefónicas.
—Se queja de que el libro debería estar en la calle, como muy tarde, a mediados de noviembre. Y tiene razón, Regina —le había dicho la agente—. Los libreros ya han hecho sus previsiones, y si te guardan un sitio en sus mesas es porque se trata de ti. De todas formas, a mí me preocupa más tu sequía, así que procura salir de ella, que a Amat ya me encargaré yo de mantenerlo a raya. Al fin y al cabo, ha ganado mucho dinero a tu costa, que se aguante.
Por lo menos, Blanca no le había dicho lo que opinaba de la desesperada antología de sus restos de serie.
Ni siquiera le salían los solitarios. Sintió agonizar la breve sensación de alivio que había experimentado minutos antes, al pensar en la inminente llegada de la muchacha. Caviló acerca del trabajo rutinario y agotador que tenía por delante: corregir pruebas, suprimir párrafos que en su día fueron muy actuales pero que ahora resultarían obsoletos; elegir portada, impedir que el Departamento de Publicidad metiera la pata, someterse a sesiones de fotos para el catálogo, determinar las ciudades que convenía tener en cuenta para la gira de promoción, eliminar los puntos de venta poco rentables...