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Authors: Agatha Christie

Matrimonio de sabuesos (7 page)

Entregó la tarjeta a Tuppence. Llevaba el nombre del inspector Dymchurch y escritas en lápiz, aparecían las siguientes palabras: «Un amigo de Marriot».

Un minuto después el detective de Scotland Yard penetró en la oficina interior. En apariencia tenía una gran semejanza con el inspector Marriot. Ambos eran bajos, rechonchos y con ojos astutos y observadores.

—Buenas tardes —dijo el detective campechanamente—. Marriot ha salido para el sur de Gales y me ha suplicado que venga a echar un vistazo a todo esto. Oh, no se preocupe —se apresuró a añadir al ver el gesto de sorpresa que se dibujó en la cara de Tommy—,
estamos
enterados de todo, pero no acostumbramos a inmiscuirnos en nada que no afecte directamente a nuestro Departamento. Alguien, sin embargo, parece haberse dado cuenta de que no todo es lo que parece. No hace mucho que un caballero ha estado aquí a verles, ¿no es así? No sé qué nombre habrá dado, no me importa, puesto que lo desconozco en realidad. No obstante, sé algo acerca de él y me gustaría ampliar, a ser posible, la información. ¿Les ha dado acaso una cita para esta noche?

—Me lo figuré. ¿En el número dieciséis, Westerham Road, parque de Finsbury?

—No —respondió Tommy con una sonrisa—. Se equivoca. En Los Pinos, Hampstead, lo cual es muy distinto.

Dymchurch pareció sorprenderse. No esperaba, por lo visto, esta respuesta.

—No lo comprendo —murmuró—; debe de ser algún nuevo plan. ¿Dice usted que en Los Pinos, Hampstead?

—Sí. Hemos de encontrarnos allí a las once menos cinco.

—Si quiere seguir mi consejo, no vaya.

—¿Lo ves? —interrumpió Tuppence.

Tommy se puso encarnado como una cereza.

—Si usted cree, inspector, que... —empezó a decir acaloradamente.

Pero el inspector hizo un gesto como tratando de calmarle.

—Le daré mi opinión, mister Blunt, si me lo permite —añadió—. El lugar en que debe usted estar a esta hora es precisamente aquí, en esta oficina.

—¿Qué? —exclamó asombrado.

—Lo que oye, aquí en esta oficina. No le importe saber cómo me he enterado, a veces los departamentos se extienden más allá de sus jurisdicciones respectivas, pero sé que una de esas cartas «azules» ha llegado hoy a su poder. Es posible que ese pájaro que acaba de salir ande tras ella. Le atrae a usted con cualquier pretexto a Hampstead, se asegura así de su ausencia en estos alrededores y al llegar la noche viene tranquilamente y se entrega al registro sin que nadie pueda molestarle en lo más mínimo.

—¿Y por qué ha de pensar que guardo la carta aquí? ¿No sería más lógico suponer que la llevo encima o que la he remitido ya a su destino?

—Eso es precisamente lo que él no puede saber. Lo más probable es que se haya enterado de que usted no es el auténtico mister Blunt, sino un hombre que, lleno de buena fe, se ha hecho cargo del negocio. En este caso creerá que la carta no tiene para usted más significación que la estrictamente comercial, y que sería archivada en esta oficina junto con todas las demás.

—Comprendo —dijo Tuppence.

—Es preciso que siga creyéndoselo. Será el modo de que podamos sorprenderle esta misma noche en plena operación.

—Entonces, ¿ése es el plan? —replicó Tuppence.

—Así es. Ahora son las seis. ¿A qué hora acostumbran ustedes a salir de la oficina?

—Más o menos a ésta.

—Entonces háganlo como de costumbre y volvamos pasado algún tiempo. No creo que vengan antes de las once, pero tampoco está de más el tomar ciertas precauciones. Ahora voy a echar una mirada por los alrededores para ver si hay moros en la costa.

Tan pronto como salió Dymchurch, Tommy y Tuppence iniciaron una acalorada discusión que duró unos instantes.

Al fin, Tuppence hubo de capitular.

—Está bien —dijo—. No hablemos más. Me iré a casa y allí me sentaré como una buena niña mientras tú te entretienes a jugar a los ladrones. Pero me las pagarás. No te olvides de lo que te digo.

Dymchurch volvió en aquel momento.

—Parece que el campo está libre. Salgamos.

Tommy llamó a Albert y le dio instrucciones para que cerrara.

Después, los cuatro se dirigieron al cercano garaje donde acostumbraban a dejar el coche. Tuppence se sentó al volante con Albert a su lado. Tommy y el detective se acomodaron en el asiento posterior.

Poco después quedaron detenidos por el tráfico. Tuppence miró por encima del hombro haciendo una seña. Tommy y el inspector abrieron una de las portezuelas y saltaron en medio de la calle Oxford. Al cabo de uno o dos minutos, Tuppence y Albert prosiguieron solos su camino.

Capítulo VI
-
La aventura del siniestro desconocido (Continuación)

Mejor será que no vayamos todavía —dijo Dymchurch al tiempo de entrar presuroso en la calle Haleham—. ¿Tiene usted la llave consigo?

Tommy asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Qué le parece si fuésemos primero a tomar un bocadillo? Es temprano y conozco un lugar desde donde, al mismo tiempo, podemos vigilar cómodamente la casa. Lo hicieron tal como había sugerido el inspector, quien para Tommy resultó un compañero expansivo y agradable, por demás. La mayor parte de su trabajo oficial parecía haber sido realizada entre espías y contó relatos que dejaron maravillado a su sencillo oyente.

Permanecieron en el restaurante hasta las ocho, hora en que Dymchurch aconsejó ponerse en movimiento y seguir su plan.

—Es ya de noche, y cerrada —explicó—; así que podemos entrar sin que nadie note nuestra presencia.

Atravesaron la calle, echaron una rápida mirada a los alrededores y penetraron resueltamente en el portal. Subieron las escaleras y Tommy sacó la llave y la insertó en la cerradura de la pequeña salita exterior.

Al hacerlo oyó un silbido a su espalda que él creyó procedía de Dymchurch.

—¿Por qué silba? —preguntó con aspereza.

—¿Quién, yo? —contestó el inspector mostrando sorpresa—. Creí que era usted el que había silbado.

—Bueno, pues alguien... —empezó a decir Tommy. No terminó la frase. Unos brazos fornidos le sujetaron por detrás y antes de que pudiera emitir el más ligero grito sintió que una almohadilla empapada de un líquido dulce y sofocante era aplicada fuertemente contra su nariz y boca.

Luchó violentamente, pero fue en vano. El cloroformo empezó a dejar sentir sus efectos. Parecía que todo giraba vertiginosamente a su alrededor y que la tierra le faltaba bajo los pies.

Luego, una ligera sensación de ahogo... Después... la inconsciencia.

Volvió dolorosamente en sí y en plena posesión de todas sus facultades. La dosis de anestésico había sido, por lo visto, insignificante. La precisa para poder ponerle una mordaza y evitar así una posible alarma.

Cuando recuperó el conocimiento se encontró en el suelo, medio recostado contra una de las paredes de su propio despacho. Dos hombres estaban febrilmente ocupados en revolver el contenido de los cajones de la mesa y los estantes de los armarios. Mientras lo hacían no dejaban de lanzar toda suerte de imprecaciones.

—Que me maten si aquí está lo que busca, jefe —dijo el más alto de los dos, con voz aguardentosa.

—Pues ha de estar —respondió el otro volviéndose de pronto—. Encima no la lleva.

La sorpresa de Tommy no tuvo límites al reconocer en el merodeador al propio Dymchurch, quien al ver su estupor se sonrió burlonamente.

—Parece que mi buen amigo ha vuelto a despertarse —dijo—, y por lo visto, bastante estupefacto; sí, sí, he dicho bien, estupefacto. Y sin embargo, la cosa es simple por demás. Sospechamos que algo ocurría en la Agencia Internacional de Detectives. Me presto voluntariamente a investigar. Si mister Blunt, me digo, es, como supongo, un espía, sospechará, y, por lo tanto, no estaría de más el enviar por delante a mi antiguo y querido amigo Cari Bauer. Cari es instruido para comportarse en forma de poder inspirarles confianza contando una historia a todas luces inverosímil. Así lo hace, y entonces aparezco yo en escena haciendo uso del nombre del inspector Marriot para ganar así su confianza. Lo demás no creo que necesite ya de explicación.

Tommy rabiaba por poder decir cuatro cosas, pero la mordaza que llevaba sobre la boca se lo impedía. También rabiaba por hacer otras cuantas más, especialmente con manos y pies, pero, ¡oh desdicha!, también ese detalle había sido tenido en cuenta por los salteadores, y una fuerte cuerda hacía imposible el más insignificante intento de hacer uso de sus extremidades.

El hecho que más llamó su atención fue el sorprendente cambio producido en el hombre que ahora se encontraba ante él. Como inspector Dymchurch, cualquiera le hubiera tomado por un sajón de pura cepa. Ahora, a las claras se veía que no era sino un extranjero de esmerada educación que hablaba el inglés correctamente y sin dejo especial alguno.

—Coggins —ordenó el falso detective dirigiéndose a su rufianesco acompañante—. Saque su «salvavidas» y monte guardia al lado del prisionero. Voy a quitarle la mordaza. Comprenderá, mi querido mister Blunt, que sería una criminal locura por su parte exhalar el menor aullido. Es usted bastante inteligente para su edad y espero que no olvidará mi consejo.

Con gran habilidad extrajo el pañuelo que taponaba su boca y dio un paso atrás.

Tommy movió de un lado a otro la mandíbula inferior, recorrió con la lengua la cavidad bucal y tragó saliva dos o tres veces, pero no dijo nada.

—Le felicito por su cordura —se expresó el otro—. Veo que se hace usted perfecto cargo de la situación. Y ahora recuerde bien y piense si tiene algo que decirnos.

—Lo que yo haya de decir me lo reservo. No creo que la espera pueda perjudicarme en lo más mínimo.

—Pero a mí, sí. En resumidas cuentas, mister Blunt, ¿dónde está esa carta?

—Para contestar a esa pregunta sería preciso primero que yo lo supiera. Yo no la tengo, como usted habrá tenido ocasión de comprobar. Siga buscando. Me gusta verle a usted y al amigo Coggins jugando juntos al escondite. La cara del otro se ensombreció.

—Parece, mister Blunt, que encuentra usted un placer en decir impertinencias —replicó el otro—. ¿Ve usted aquella caja cuadrada que hay sobre la mesa? En ella hay una infinidad de objetos muy interesantes para los que, como usted, se resisten a hablar. Vitriolo..., sí, vitriolo..., hierros que pueden ser calentados al fuego y aplicados luego a partes sensibles... Tommy movió tristemente la cabeza.

—Un error en la diagnosis —murmuró—. Tuppence y yo habíamos catalogado mal esta aventura. No es una historia de Patizambo, sino una de Bull Dog Drummond, y usted es el inimitable Cari Peterson.

—¿Qué tonterías está usted diciendo?

—¡Ah! —prosiguió Tommy—. Veo que está usted poco familiarizado con los clásicos. ¡Qué lástima!

—Oiga, imbécil, ¿quiere usted decir de una vez lo que le pido o prefiere que diga a Coggins que saque sus herramientas y le haga una pequeña demostración de sus habilidades?

—No sea tan impaciente —exclamó Tommy—. Claro que haré lo que me pidan, siempre y cuando se dignen decirme primero lo que es. No creerá usted que me complace la idea de verme hecho filetes como un lenguado o asado a la parrilla como un lechón.

Dymchurch le echó una mirada desdeñosa.


Good!
. ¡Qué cobardes son estos ingleses!

—Cuestión de sentido común, querido amigo. Deje quieto el vitriolo y vamos a lo que importa.

—Quiero esa carta.

—Ya le he dicho que no la tengo.

—Pero sabe, como también lo sabemos nosotros, quién es la única persona que podría tenerla: la secretaria.

—Posiblemente tenga razón —asintió Tommy—. Quizá se la metiera en el bolso cuando su compinche Cari nos asustó con su súbita aparición.

—Menos mal que no lo niega. Entonces me hará el favor de escribir a Tuppence, como usted la llama, diciendo que venga con ella inmediatamente.

—No puedo hacer eso —empezó a decir Tommy.

—¿Ah, no? —interpuso Dymchurch sin dejarle terminar la frase—. Vamos a verlo. ¡Coggins!

—Oiga, no sea impaciente y déjeme terminar. Decía que no puedo hacerlo a menos que me dejen libres los brazos. No soy ningún fenómeno de esos que pueden escribir con la nariz o con los codos.

—¿Entonces está usted dispuesto a escribirle? —¡Claro! Si es lo que vengo diciéndole desde el principio. Mi afán es complacerles en todo cuanto pueda. Espero que tengan con Tuppence toda clase de consideraciones. ¡Es tan buena!

—Nosotros lo único que queremos es la carta —dijo Dymchurch con sonrisa maliciosa.

A una señal suya, Coggins se arrodilló para desatar los ya casi entumecidos brazos de Tommy.

—Estoy ya mejor —dijo alegremente—. ¿Quiere ahora el amable Coggins hacer el favor de alcanzarme mi pluma estilográfica. Creo que está sobre la mesa, junto con otros objetos de mi propiedad.

Con gesto torvo, el rufián trajo lo que Tommy le pedía, añadiendo asimismo un pedazo de papel. —Mucho cuidado con lo que escribe —advirtió Dymchurch ominosamente—.Eso lo dejamos a su elección, pero no olvide que el fracaso significa muerte, y muerte lenta por añadidura. —En ese caso —respondió Tommy—, procuraré esmerarme. Reflexionó unos momentos y luego se puso a escribir con asombrosa rapidez.

—¿Qué le parece esto? —preguntó entregando la terminada epístola. Decía así:

Querida Tuppence:

¿Puedes venir en seguida y traer contigo la carta azul?

Queremos descifrarla sin perder un instante. Espera con ansia,

FRANCIS

—¿Francis? —inquirió el fingido inspector enarcando las cejas—. ¿Es así como ella le llama?

—Como usted no estuvo presente en mi bautizo, no sabrá nunca si éste es o no mi verdadero nombre. Pero creo que en la pitillera que me sacaron del bolsillo encontrará una prueba convincente de que digo la verdad.

El otro se dirigió a la mesa, tomó la pitillera y leyó la dedicatoria que en ella había grabada. «A Francis, de Tuppence.» Sonrió.

—Me alegro de que se haya decidido a obrar cuerdamente —dijo—. Coggins, déle esta nota a Vassiley. Está montando guardia en la puerta. Dígale que la lleve en seguida.

Los veinte minutos siguientes pasaron con lentitud abrumadora. Luego otros que casi podrían calificarse de desesperantes. Dymchurch se paseaba a lo largo de la habitación con una cara que se le iba oscureciendo por momentos.

Una vez se volvió amenazadoramente a Tommy.

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