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Authors: Agatha Christie

Matrimonio de sabuesos (10 page)

—Pero ella ha conseguido arrancar un fragmento del disfraz de su asaltante. El asesino se da cuenta de ello (es hombre que presta una gran atención al detalle) y para hacer el caso completamente claro en contra de su víctima, el pedazo que falta debe aparecer como arrancado del disfraz del capitán Hale, y después quema el suyo y se dispone a hacer el papel del amigo del alma. Tuppence se detuvo.

—¿Qué dice usted, sir Arthur?

—Que no está mal —respondió— para la fogosa imaginación de una linda joven que por lo visto dedica una gran parte de su tiempo a la lectura de novelas policíacas.

—¿Usted cree? —interpuso Tommy.

—O de un marido que vaya siempre a la rastra de lo que diga su esposa. No creo que encuentre usted a nadie en absoluto que dé crédito a semejante patraña. Soltó una carcajada que hizo estremecer a Tuppence.

—Es la segunda vez que oigo esa inconfundible risa —añadió—. La primera fue ayer noche en El As de Espadas. Y con respecto a nosotros, creo que incurre usted en una pequeña equivocación. Nuestro nombre es Beresford, es cierto, pero tenemos otro que quiero tener el gusto de poner en su conocimiento.

Tomó una tarjeta que había sobre la mesa y se la entregó a sir Arthur.

—Agencia Internacional de Detectives... —leyó éste con voz trémula—. ¿De modo que son ustedes detectives? ¿Y que fue por eso por lo que Marriot me trajo aquí esta mañana? Vamos... una trampa.

Se encaminó en silencio hacia la ventana.

—Veo que disfrutan ustedes de hermosas vistas desde aquí —dijo después de asomarse a ella un breve instante.

—¡Inspector Marriot! —chilló Tommy. Una puerta de comunicación se abrió de pronto y en ella apareció la inconfundible figura del aludido. Una ligera sonrisa apareció en los labios de sir Arthur. —Me lo figuré —dijo—; pero me temo que no logre cogerme esta vez, inspector. Yo también tengo mi propio procedimiento de hacer justicia.

Y antes que nadie pudiese siquiera tratar de impedirlo, apoyó las manos en el antepecho y se lanzó al vació.

Tuppence dio un grito y se tapó los oídos con las manos como tratando de amortiguar el ruido que indudablemente habría de producir el cuerpo al estrellarse contra el pavimento. Marriot masculló un taco entre dientes.

—Debiéramos haber pensado en esa ventana —dijo—; pero, en fin, lo hecho, hecho está, y yo me vuelvo a la oficina a poner en orden todo este asunto. De no haber cometido esa locura, creo que nos hubiera sido difícil probar la culpabilidad de sir Arthur.

—¡Pobre hombre! —comentó Tommy—. Después de todo, y si en realidad estaba enamorado de su esposa...

Pero el inspector le interrumpió con un bufido.

—¿Enamorado de su esposa? Ni mucho menos. Estaba a la última pregunta y no sabía ya a quién acudir en busca de dinero. Lady Merivale tenía una gran fortuna, y con su muerte todo hubiera pasado a su poder.

—¡Ah! Conque era eso, ¿eh?

—¡Claro! Desde el principio me di cuenta de que sir Arthur era un granuja y que nada tenía que ver el capitán Hale con el asesinato. Sabemos perfectamente quién es quién en el Yard, aunque siempre resulta difícil luchar contra un montón abrumador de pruebas circunstanciales. Y no les molesto más. Yo, en su caso, mister Beresford, le daría a mi mujer una buena copa de coñac. Creo que la necesita.

—Verduleros —musitó Tuppence cuando la puerta se hubo cerrado después de marcharse el inspector—, carniceros, pescadores, detectives... ¿Ves como yo tenía razón? Lo sabía.

Tommy, que había estado ocupado manipulando botellas en uno de los aparadores, se acercó a Tuppence con un gran vaso en la mano.

—Bébete esto.

—¿Qué es? ¿Coñac?

—No, un combinado preparado ex profeso por tu marido para el triunfador McCarty. Sí, tenías razón. Marriot estaba enterado de todo. Una atrevida jugada por parte de sir Arthur.

—Pero le salió el tiro por la culata.

—Y como consecuencia, resultó imprescindible el «mutis» del Rey.

Capítulo IX
-
El caso de la mujer desaparecida

El timbre que había sobre la mesa de mister Blunt (Agencia Internacional de Detectives, gerente, Theodore Blunt) dejó oír su sonido que daba la señal de alarma. Al instante, Tuppence y Tommy corrieron a sus respectivos agujeros de observación desde donde podía verse lo que ocurría en la oficina exterior. Albert, fiel a su consigna, se dedicaba a su tarea de entretener a los posibles clientes con artísticas y elaboradas historietas.

—Voy a ver, caballero —decía—; pero me temo que mister Blunt estará muy ocupado en este instante. Tiene una conversación telefónica urgente con Scotland Yard.

—Bien, en ese caso esperaré —contestó el visitante—. No tengo en este momento ninguna tarjeta mía. Dígale usted que me llamo Gabriel Stavansson.

El cliente era un magnífico ejemplar de masculinidad con una altura de poco más de metro ochenta, cara bronceada, en la que se veían claramente las huellas inconfundibles de los elementos, y unos ojos azules que hacían un marcado contraste con el color moreno subido de la piel.

Tommy tomó rápidamente una determinación. Se puso el sombrero, cogió los guantes y abrió la puerta deteniéndose en el umbral.

—Este caballero desea verle, mister Blunt —dijo Albert. Tommy frunció ligeramente las cejas y consultó su reloj de pulsera.

—Debo estar con el duque a las once menos cuarto —replicó.

Después se quedó mirando fijamente al recién llegado.

—Puedo concederle todavía unos minutos. Tenga la bondad de pasar —añadió. El visitante hizo lo que le indicaban y entró en el despacho interior donde Tuppence le esperaba, tiesa como un huso y con un grueso bloque de papel y un lápiz entre las manos.

—Mi secretaria confidencial, miss Robinson —manifestó, haciendo la presentación—. Ahora, caballero, le agradecería me explicara el objeto de su visita. Aparte del hecho de que es urgente, de que ha venido en taxi y de que ha estado usted recientemente en el Ártico, o en el Antártico, no sé nada de usted.

—¡Maravilloso! —contestó, sorprendido, el visitante—. Creí que los detectives sólo hacían estos alardes en los libros. Su mensajero no ha tenido siquiera tiempo de darle mi nombre.

—Eso no tiene importancia. Esas mismas deducciones podía haberlas hecho un niño cualquiera de la escuela. Los rayos del sol de medianoche en el Ártico tienen una acción especial sobre la piel debido a su gran cantidad de rayos aclínicos. No tardaré mucho en publicar una monografía sobre el particular. Pero veo que nos estamos alejando de nuestro punto. ¿Qué es lo que le ha traído hasta aquí en ese estado de depresión en que ahora se encuentra?

—Para empezar, mister Blunt, le diré que me llamo Gabriel Stavansson...

—¡Ah, vamos! ¿El conocido explorador que, según creo, acaba de llegar de una excursión por los helados parajes del Polo Norte?

—Sí; hace tres días que desembarqué en Inglaterra. Un amigo que estaba navegando por los mares del Norte me trajo en su yate. De otro modo habría tardado quince días más en regresar. Ahora debo decirle, mister Blunt, que antes de zarpar para esta última expedición, de esto hace ya dos años, tuve la gran fortuna de entrar en relaciones formales con mistress Maurice Leigh Gordon...

—Mistress Leigh Gordon era antes de su primer matrimonio...

—La honorable Hermione Crane, segunda hija de lord Lancaster —concluyó diciendo Tuppence, como muchacho que recita una lección—, que murió, si no me equivoco, en la última guerra.

Tommy le echó una mirada de complacida sorpresa. Stavansson hizo una señal de asentimiento e inmediatamente prosiguió:

—Exacto. Como decía, Hermione y yo estábamos comprometidos. Yo le ofrecí renunciar a dicha expedición, pero ella, ¡Dios la bendiga!, no quiso aceptar lo que para mí hubiese constituido un verdadero sacrificio. Es, sin duda, la clase de mujer que en realidad corresponde a un explorador. Pues bien, mi primer pensamiento al desembarcar fue el de ver a Hermione. Le envié un telegrama desde Southampton y me vine aquí en el primer tren. Sabía que estaba viviendo en estos momentos con una tía suya, lady Susan Clonray, en la calle Pont, y allí me dirigí. Con gran desencanto supe que Hermy se hallaba de visita en casa de unos amigos de Northumberland, y que no regresaría hasta dentro de unos días. Como ya le dije, mi vuelta no era esperada hasta la quincena siguiente. Al preguntar por la dirección de dichos amigos observé que la vieja tartamudeaba sin acertar a decir exactamente el nombre de la familia con que Hermy se había ido a vivir temporalmente. Debo confesarle, mister Blunt, que lady Susan es una mujer con quien no he llegado nunca a congeniar. Es gorda, cosa que por idiosincrasia me molesta ya sobremanera en cualquier mujer, y tiene una papada absurda que le cuelga casi hasta la mitad del pecho. No lo puedo remediar; detesto la obesidad.

—Y la moda parece estar conforme con sus apreciaciones, mister Stavansson —asintió Tommy—. Todos tenemos nuestra particular aversión. La de lord Roberts dicen que eran los gatos.

—Tenga presente que no he querido decir con ello que lady Susan no sea para los otros una mujer encantadora. Eso, no; pero no lo es para mí. Siempre he tenido la sensación de que desaprobaba nuestras relaciones y de que no perdía ocasión de intrigar en mi contra en el ánimo de Hermy. Esto se lo digo a título de comentario y déle el valor que usted estime justo. Llámele prejuicio, si quiere. Y prosiguiendo con mi historia le diré que soy terco y que no salí de la calle Pont hasta lograr dos o tres direcciones de personas en cuyas casas, y a juicio de lady Susan, podría encontrarse Hermy. A continuación tomé el tren correo del Norte.

—Por lo que veo, es usted un hombre de acción, mister Stavansson —replicó Tommy, sonriente.

—El resultado de mi viaje fue como una bomba para mí. Mister Blunt, ninguna de las personas a quienes visité sabía nada de Hermy. Me volví a Londres a toda prisa y me dirigí de nuevo a casa de lady Susan. En honor a la verdad le diré que ésta pareció sobresaltarse. Admitió que no tenía idea de dónde podría estar Hermy en realidad. De todos modos se opuso tenazmente a todo intento de notificarlo a la policía. Adujo como razón que Hermy no era ya una niña, sino una mujer independiente, amiga de hacer su santa voluntad. Estaría, sin duda, llevando a cabo alguno de sus innumerables planes.

»Era perfectamente admisible que Hermy no tuviese que dar cuenta a lady Susan de sus pasos, pero no pude por menos de sentirme preocupado. Tenía ese vago presentimiento que se apodera de nosotros, cuando algo malo ocurre a nuestro alrededor. Me disponía a partir cuando llegó un telegrama dirigido a lady Susan. Después de leerlo con expresión de alivio me lo entregó. Decía así:
«He cambiado de planes. Salgo para Montecarlo, donde permaneceré una semana. Hermy»
. Tommy tendió una mano.

—¿Tiene usted el telegrama consigo?

—No; pero fue puesto en Maldon, Surrey. Me fijé en este detalle y, la verdad, me chocó. ¿Qué estaría haciendo Hermy en Maldon? Jamás oí hablar de que tuviese amigos en ese rincón.

—¿Y no pensó en ir a Montecarlo?

—Sí, pero desistí de emprender ese viaje. Como usted comprenderá, mister Blunt, yo no estaba tan satisfecho del telegrama como lady Susan parecía estarlo. Me extrañó esa insistencia de Hermy en telegrafiar. Podía haber puesto siquiera un par de líneas de su puño y letra y de ese modo habría yo sabido a qué atenerme. Pero, ¿un telegrama...? Un telegrama nada dice, puesto que, al fin y al cabo, puede ser firmado por cualquiera. Al fin decidí marcharme a Maldon. Eso fue ayer noche. Es un pueblo bastante grande, con un buen campo de golf y dos hoteles. Indagué por todas partes, pero nadie supo darme razón de una mujer que respondiese a las señas de Hermy. Volviendo en el tren leí su anuncio y pensé que lo mejor sería encomendar el asunto en sus manos. Si Hermy se ha marchado en realidad a Montecarlo, no quiero poner a la policía sobre su pista y provocar un escándalo. Pero tampoco quiero continuar corriendo como un loco de un lado para otro.

Permaneceré en Londres a la espera de que se produzcan los acontecimientos.

—¿Qué es lo que usted sospecha en realidad?

—No lo sé, pero me temo que algo malo ha debido de ocurrirle.

Con un movimiento rápido Stavansson sacó su cartera y mostró a Tommy una fotografía que guardaba en su interior.

—Ésa es Hermione —dijo—. Lo demás corre de su cuenta, mister Blunt.

El retrato representaba a una mujer gruesa pero de cara agraciada, sonrisa franca y mirada atrayente.

—Ahora, mister Stavansson, ¿está usted seguro de no haber omitido nada?

—Seguro.

—¿Ningún detalle, por pequeño e insignificante que pudiera parecerle?

—Creo que no.

Tommy lanzó un profundo suspiro.

—Eso hará el trabajo dificultoso en extremo —añadió—. Habrá usted observado, mister Stavansson, que un pequeño detalle es a menudo la clave para el esclarecimiento de un misterio po-licíaco. Este caso, desgraciadamente, no presenta ninguna característica de relieve que pudiera servirnos de punto de partida. Creo que, prácticamente, tengo el caso resuelto, pero..., no estará de más el esperar a que el tiempo confirme mis sospechas.

Tomó un violín que había sobre la mesa e hizo correr una o dos veces el arco sobre las cuerdas. Tuppence cerró con fuerza los párpados y aun el propio explorador dio un pequeño respingo. El ejecutante volvió a dejar el instrumento en el sitio que antes ocupaba.

—Son unos acordes Mosgovskensky —murmuró muy serio—. Déjeme su dirección, mister Stavan-sson, para que pueda comunicarle cualquier progreso que realicemos.

Al abandonar la oficina el visitante, Tuppence cogió el violín y lo encerró bajo llave en uno de los armarios.

—Si quieres hacer el papel de Sherlock Holmes —le dijo—, te traeré una jeringa y una botella en la que ponga «cocaína», pero por lo que más quieras no se te ocurra volver a tocar el violín. Si ese explorador no hubiese sido un infeliz, se habría dado perfecta cuenta de que tú no eras un detective, sino un mentecato. ¿Insistes todavía en seguir haciendo el papel de Sherlock Holmes?

—Creo que hasta la fecha no lo he hecho del todo mal —respondió Tommy con un dejo de compla-cencia en sus palabras—. No me negarás que las deducciones que hice fueron del todo acertadas. Hube de arriesgarme a mencionar lo del taxi porque después de todo es la forma más natural de locomoción para venir a un lugar tan apartado como éste.

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