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Authors: Agatha Christie

Matrimonio de sabuesos (11 page)

—Lo que ha sido una gran suerte es que se me ocurriese leer las notas de sociedad en el
Daily Mirror
y enterarme de la formalización de sus relaciones con esa señora —observó Tuppence. —Sí, sí, no te lo niego. Ése fue un golpe teatral para levantar

el prestigio de los brillantes detectives de Blunt. Éste es decididamente un caso para Sherlock Holmes. No es posible que ni aun tú hayas podido dejar de ver la similitud que existe entre este caso y la desaparición de lady Francés Carfax.

—¿Esperas, acaso, encontrar el cuerpo de mistress Leigh Gordon en algún sarcófago?

—Lógicamente, la historia acostumbra a repetirse. En realidad..., ¿qué es lo que crees tú?

—Pues te diré —respondió Tuppence—. La explicación más plausible parece ser la de que, por la razón que fuere, Hermy, como él la llama, teme encontrarse con su prometido y de que lady Susan, también con sus motivos, es la patrocinadora de ese misterioso juego al escondite.

—Eso mismo se me ha ocurrido a mi —dijo Tommy—, pero creí conveniente hacer ciertas compro-baciones antes de ir a Stavansson con una explicación así. ¿Qué te parece si nos diésemos un salto a Maldon, encanto? Tampoco estaría de más llevarnos unos cuantos palos de golf.

Habiendo aceptado Tuppence, la Agencia Internacional de Detectives quedó bajo el exclusivo cuidado del joven y despejado Albert.

Maldon, si bien considerado como un excelente lugar de residencia, no se distinguía precisamente por su extensión. Tommy y Tuppence, después de hacer cuantas indagaciones su ingenio pudiera sugerirles, se encontraron con que no habían conseguido adelantar un solo paso en su misión. Fue ya al decidirse a volver a Londres cuando a Tuppence se le ocurrió una idea genial.

—Tommy, ¿por qué pusieron Maldon, Surrey, en el telegrama?

—¿Por qué lo habrían de poner, idiota? Porque Maldon está en Surrey.

—Veo que el idiota eres tú; no era eso lo que yo quise decir. Si tú recibes un telegrama de..., digamos Hastings o Torquay, nunca ponen el Condado tras el nombre de la ciudad. Pero, en cambio, cuando es Richmond ponen siempre Richmond, Surrey. ¿Por qué? Porque hay dos Richmond —contestó Tuppence.

Tommy, que es quien iba al volante, aminoró la marcha del coche.

—Tuppence, creo que hay algo de cierto en lo que acabas de decir. Vamos a hacer algunas averiguaciones en la próxima estafeta.

Se detuvieron frente a un pequeño edificio que había en medio de la calle principal de la villa. Pocos minutos fueron suficientes para aclarar el hecho de que en realidad había dos Maldon: Maldon Surrey y Maldon Sussex. Este último, si bien menor que el anterior, provisto de su correspondiente oficina de telégrafos.

—¿Lo ves? —dijo, excitada, Tuppence—. Stavansson sabía que Maldon estaba en Surrey. Así es que apenas si miró la palabra que empezando también en S seguía después de Maldon. —Mañana —añadió Tommy— iremos a Maldon Sussex. Maldon Sussex era totalmente diferente de su homónimo de Surrey. Estaba a algo más de seis kilómetros de la estación del ferrocarril y tenía dos tabernas, dos pequeñas tiendas, oficina postal y telegráfica combinada con la venta de tarjetas postales y dulces de todas clases, y unas seis o siete no muy espaciosas ni lujosas viviendas. Tuppence se encaminó a las tiendas mientras Tommy lo hacía en dirección al bar El Gallo y el Gorrión. Media hora después volvieron a encontrarse.

—Buena cerveza —contestó Tommy—, pero ninguna información.

—Más vale que pruebes en el otro bar. Yo me vuelvo a la oficina de correos. Hay allí una vieja bastante áspera, pero he oído que la llamaban para comer.

Al llegar allí se puso a curiosear las tarjetas. Una muchacha jovencita, de cara sonrosada, masticando aún, apareció en la puerta que comunicaba con la trastienda.

—De momento quiero estas tres —dijo—. ¿Tienes la bondad de esperar un momento? Quisiera llevarme unas cuantas más. Mientras lo hacía no cesaba de hablar.

—¡Qué pena que no me hayan podido ustedes dar la dirección de mi hermana! —se lamentó—. Sé que vive por estos alrededores, pero he perdido la carta en que estaban sus señas. Su nombre es Leigh Gordon.

La muchacha movió la cabeza en sentido negativo.

—No, no recuerdo ese nombre. Y no será porque aquí recibamos muchas cartas. Aparte de La Granja, no hay casas aquí que estén habitadas por forasteros.

—¿Qué es La Granja? —preguntó Tuppence—. ¿Y a quién pertenece?

—Es una especie de clínica del doctor Horriston. Para casos nerviosos, en su mayoría. Hay señoras que vienen aquí para esas curas que llaman de reposo. Y eso sí que pueden hacerlo porque no hay una villa en todo el Condado tan tranquila como ésta.

Tuppence seleccionó al azar unas cuantas postales, pagó y se disponía a marchar cuando oyó decir a la muchacha:

—Ese coche que viene hacia aquí es el del doctor Horriston. Tuppence se acercó presurosa a la puerta en el momento en que pasaba frente a ella un pequeño
coupé
guiado por un hombre de barba negra bien recortada y una cara de facciones duras y expresión desagradable por demás. El coche se dirigía calle abajo.

En aquel momento Tommy la cruzaba en dirección a Tuppence.

—Tommy —le dijo tan pronto éste llegó a su lado—, creo que tengo lo que buscamos. La clínica del doctor Horriston.

—He oído hablar acerca de ella en el bar La Cabeza del Rey, pero si crees que ha tenido un ataque nervioso o algo por el estilo, lo más probable es que su tía o alguna de sus otras amistades estuviesen enteradas de ello.

—Claro, pero no quise decir eso. Tommy, ¿te has fijado en el hombre que iba sentado al volante? —Si, un tío con una cara de bruto que no se podía tener.

—Ése era el doctor Horriston. Tommy lanzó un agudo silbido.

—Pues parece muy atareado. ¿Qué dirías, Tuppence, si nos fuéramos a echarle un vistazo a esa Granja?

Lograron encontrar el sitio, un inmenso caserón rodeado de terreno inculto y una alberca que corría a lo largo de la parte posterior del edificio.

—¡Qué clínica más tétrica! —dijo Tommy—. Me dan escalofríos de verla. No sé por qué, pero tengo la idea de que esto va a resultar un asunto más serio de lo que nos figurábamos.

—Sí, si, creo, como tú, que esa mujer está corriendo un grave peligro en estos momentos.

—Bien, pero trata de sujetar esa imaginación tan fogosa que tienes.

—No lo puedo remediar. Desconfío de ese hombre. ¿Qué hacemos? Creo que no sería mala idea la de que yo fuera sola primero y preguntase por mistress Leigh Gordon. La cosa sería perfectamente natural y así podríamos ver qué respuesta nos dan. Tuppence llevó a cabo su plan. Tocó el timbre. La puerta se abrió casi inmediatamente, apareciendo en ella un criado con cara de pocos amigos.

—Deseo ver a mistress Leigh Gordon, si es que está lo suficientemente bien para recibirme.

Creyó ver un momentáneo destello en los ojos del sirviente, pero no tardó en responder:

—Aquí no hay nadie con ese nombre, señora.

—¡Qué raro! ¿No es ésta acaso La Granja, la clínica del doctor Horriston?

—Sí, señora; pero le repito que no tenemos ninguna paciente que se llame Leigh Gordon.

Chasqueada, Tuppence creyó prudente batirse en retirada y celebrar una nueva consulta con su marido, que la esperaba fuera del cerco.

—Quizá dijera la verdad. Al fin y al cabo nada sabemos con certeza.

—Pues yo estoy segura de lo contrario. De que mentía.

—Esperemos hasta que vuelva el doctor —sugirió Tommy—. Después me presentaré yo como un periodista ansioso de discutir su nuevo sistema de cura de reposo. Eso me dará oportunidad de penetrar en el interior y estudiar la topografía del terreno.

El doctor volvió media hora más tarde. Tommy esperó cinco minutos más, al final de los cuales se acercó a su vez a la puerta principal. Como Tuppence, hubo de volver con el rabo entre las piernas.

—Dicen que el doctor está ocupado y que no puede recibir a nadie. Mucho menos a un periodista. Tuppence, creo que tienes razón. Hay algo en este establecimiento que no me acaba de gustar. Está idealmente situado, de eso no hay duda, pero, ¡qué sé yo!, me huele a misterio todo lo que en su interior ocurre.

—Vamos —dijo con determinación.

—Voy a saltar por el muro e intentaré acercarme a la casa sin que nadie se entere.

—Está bien. Yo voy contigo.

La alta maleza del jardín les proporcionó abundantes lugares de refugio. Tommy y Tuppence se las compusieron para deslizarse sin ser vistos hasta la parte trasera del edificio.

Aquí había una amplia terraza con grandes cristaleras y una escalinata un tanto derruida ya por la acción del tiempo. No se atrevían a salir al descubierto y las ventanas bajo las cuales se hallaban agazapados eran demasiado altas para poder atisbar, desde donde se encontraban, su interior. Parecía que su atrevida exploración no había de dar resultado alguno. De pronto una mano de Tuppence se crispó sobre el hombro de Tommy.

Alguien hablaba en la habitación situada precisamente encima del lugar que ellos ocupaban. La ventana estaba abierta y a sus oídos llegó claramente el siguiente fragmento de una conversación:

—Entre, entre y cierre la puerta —dijo, irritada, la voz de un hombre—. ¿Dice usted que hace una hora vino una mujer aquí preguntando con cierto interés por mistress Leigh Gordon?

La voz que contestó fue reconocida al instante por Tuppence. Era la del impasible sirviente.

—Sí, señor.

—Respondería usted, como es natural, que no se encontraba aquí.

—Sí, señor.

—¡Y ahora nos viene este periodista! —bufó el otro asomándose un instante a la ventana.

Atisbando por entre las matas, los dos de abajo reconocieron en él al doctor Horriston.

—Es la mujer la que más importa —continuó el doctor—. ¿Qué aspecto tema?

—Joven, bastante agraciada y elegantemente vestida, señor. Tommy dio un pequeño codazo a su mujer.

—Exactamente —replicó el doctor entre dientes—. Como me lo temía. Alguna amiga, sin duda, de mistress Leigh Gordon. El asunto se va haciendo difícil por momentos. Será preciso dar los pasos necesarios...

La frase quedó sin terminar. Tommy y Tuppence oyeron el ruido que produjo una puerta al cerrarse. Después reinó el silencio.

Con gran cautela el matrimonio inició la retirada. Al llegar a un pequeño claro, ya mi tanto lejano del edificio, habló Tommy:

—Tuppence, encanto mío, parece que esto se está poniendo serio. Aquí hay gato encerrado y lo mejor que podríamos hacer es volvernos a la ciudad e ir a ver inmediatamente a mister Stavansson.

Con gran sorpresa de Tommy, Tuppence se limitó a mover negativamente la cabeza.

—No, no. Hemos de quedarnos aquí —añadió—. ¿No le oíste decir «que iba a dar los pasos necesarios»? Quizá quiso decir algo con ello.

—Lo peor de todo es que ni siquiera puede decirse que tenemos un caso para la policía.

—Escucha, Tommy, ¿por qué no telefoneas a Stavansson desde la villa? Yo me quedaré por estos alrededores.

—Posiblemente tengas razón —asintió su marido—; pero oye, Tuppence...

—¿Qué?

—Ten mucho cuidado.

—Claro que lo tendré, tonto. Vamos, lárgate ya. Transcurrieron dos horas antes de que Tommy estuviese de vuelta. Tuppence le esperaba junto a la puerta trasera del jardín.

—No pude comunicarme con Stavansson. Llamé a lady Susan y también estaba fuera. Después se me ocurrió llamar a Brady para pedirle que buscase el nombre del doctor Horriston en esta especie de consultorio médico que ellos tienen.

—¿Y qué dijo Brady?

—Recordó al instante el nombre. Me dijo que hubo un tiempo en que éste había sido un doctor de los que pudiéramos llamar «de buena fe», pero que después se descarrió dedicándose a prácticas de carácter dudoso. Según Brady, se ha convertido en un curandero sin escrúpulos y cualquier cosa sería de temer en él. La cuestión ahora está en determinar pronto lo que vamos a hacer.

—Quedarnos aquí —respondió resueltamente Tuppence—. Tengo el presentimiento de que algo va a ocurrir esta noche. A propósito, el jardinero ha estado cortando la hiedra que hay pegada a las paredes de la casa, y he visto dónde ha puesto la escalera.

—Bien, Tuppence —dijo su marido con satisfacción—. Entonces esta noche...

—En cuanto oscurezca...

—Veremos...

—Lo que haya que verse.

Le tocó el turno a Tommy de vigilar mientras Tuppence se dirigía al pueblo a tomar un pequeño refrigerio.

Cuando volvió, prosiguieron juntos la guardia. Al dar las nueve, decidieron que era ya lo suficiente de noche para comenzar las operaciones. Lograron dar una vuelta completa a la casa sin la menor dificultad.

De pronto Tuppence se detuvo, sujetando con fuerza el brazo de su marido.

Volvió a oírse distintamente el ruido que le había producido tal alarma. Era un quejido de mujer. Doloroso. Tuppence señaló en dirección a una ventana que había en el piso superior.

—Vino de esa habitación —murmuró. De nuevo el quejido volvió a romper el silencio de la noche. Los dos escuchas decidieron poner en práctica su plan original. Tuppence guió la marcha hasta el sitio en que estaba la escalera y entre los dos la transportaron al lugar de donde, según su opinión, había partido el lamento. Todas las ventanas del entresuelo se hallaban cerradas, pero no así la del cuarto que precisamente había despertado su interés.

Tommy apoyó la escalera sin hacer ruido sobre el costado de la casa.

—Yo subiré —murmuró Tuppence—. Tú quédate abajo. A mí me es más fácil encaramarme por este artefacto y en cambio a ti te será más fácil que a mí sujetarlo. Además, y en caso de que al doctor se le ocurriese asomar las narices por el jardín, tienes mejores puños que yo para proceder a ajustarle las cuentas.

Tuppence trepó con ligereza los primeros peldaños, luego se detuvo unos instantes, y después prosiguió lentamente la ascensión. Permaneció Junto a la ventana unos cinco minutos y volvió a descender.

—Es ella —dijo casi sin aliento—. Pero, ¡oh, Tommy!, es horrible. Está tumbada en la cama quejándose como un niño y volviéndose constantemente de un lado para otro. Al llegar a la ventana vi entrar a una mujer vestida de enfermera que le puso una inyección y volvió a salir sin pronunciar una palabra. ¿Qué hacemos?

—¿Está inconsciente?

—Creo que no. Es decir, estoy casi segura de que no lo está. En lo que no me fijé fue en si estaba amarrada a la cama. Voy a subir otra vez y, como pueda, me meto en la habitación.

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