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Authors: Agatha Christie

Matrimonio de sabuesos (3 page)

Volvió a colgar el auricular y se volvió a su cliente. —Caballero, quisiera rogarle que me perdone. Se trata de una llamada urgente. Si quiere tener la bondad de dar los detalles a mi secretaria confidencial, ella le atenderá cumplidamente.

Se levantó y abrió la puerta que comunicaba con la habitación contigua.

—Miss Robinson.

Tuppence, grave y pulcra, con pelo negro liso, y cuello y puños de inmaculada blancura, entró con paso rítmico y solemne. Tommy hizo las presentaciones de rigor y partió apresuradamente.

—Tengo entendido que una dama, por la que al parecer usted se interesa, acaba de desaparecer, ¿es eso, mister Saint Vincent? —dijo Tuppence con voz aterciopelada mientras recogía el bloque y el lápiz de su jefe y se sentaba frente al visitante—. ¿Era joven?

—Bastante —contestó mister Saint Vincent—. No sólo joven sino bonita y con todo cuanto pudiera pedirse de una mujer.

—¡Dios mío! —murmuró ella—. Espero que...

—¿Cree usted que haya podido pasarle algo? —preguntó Saint Vincent presa de verdadero sobresalto.

—Supongo que no —contestó Tuppence con una forzada sonrisa que acabó por deprimir aún más al asustadizo indagador.

—Escuche usted, miss Robinson. Haga cuanto esté en su mano para encontrarla. No vacile en incurrir en cuantos gastos crea usted necesarios. Daría mi vida para que nada le hubiese sucedido. Parece usted comprensiva y no vacilo en confiarle que besaría con gusto la tierra que ella pisase. Es única en el mundo, miss Robinson, única.

—Tenga la bondad de decirme su nombre y cuanto sepa acerca de ella.

—Se llama Janet, no conozco su apellido. Trabaja en una tienda de sombreros, en casa de madame Violette, en la calle Brook; pero le garantizo que es una mujer tan seria y decente como pueda serlo la primera. Como de costumbre, fui ayer a esperarla, pero no la vi salir. Después me enteré de que no había acudido al trabajo ni había enviado mensaje alguno. Madame estaba furiosa. Conseguí que me diera la dirección de la casa en que se hospeda y allí acudí. Tampoco sabían nada de ella. No se había retirado la noche anterior. Creí volverme loco. Mi primera idea fue acudir a la policía, pero temí que Janet se enfadara si como espero, nada le ha ocurrido, y su ausencia se debe sólo a motivos que más tarde podrán ser explicados con la mayor naturalidad. Después recordé que ella misma me había enseñado uno de los anuncios publicados por esta oficina, y añadió que, según una de sus parroquianas, se había hecho lenguas de la discreción y la habilidad con que llevan ustedes a cabo sus investigaciones. Así, pues, decidí consultarles, y aquí estoy.

—Bien —contestó Tuppence—, ¿cuál es la dirección de que usted me ha hablado? El joven se la dio.

—Creo que esto es todo —dijo Tuppence después de pensar unos instantes—; es decir, ¿debo presuponer que está usted prometido a esa joven dama? Saint Vincent se quedó rojo como una amapola. —Pues, en realidad, no, no es eso precisamente. Hasta hoy nada le he dicho, pero le juro que en cuanto vuelva a verla, y Dios quiera que así sea, lo primero que haré será pedirle que me conceda su mano.

Tuppence volvió a dejar el bloque de papel que tenía entre las manos.

—¿Quiere usted nuestro servicio especial de veinticuatro horas? —preguntó en tono comercial.

—¿Y qué es eso?

—Los honorarios son dobles, pero dedicaremos al caso cuantos agentes tengamos disponibles. Míster Saint Vincent, si esa mujer está viva, mañana a estas horas podremos darle noticias definitivas del lugar en que se encuentra en la actualidad.

—¿Qué? ¡Eso es admirable!

—Sólo empleamos a gente experta, y garantizamos resultados positivos. Y a propósito, todavía no me ha dado usted las señas de esa señorita.

—Tiene el cabello más maravilloso que pueda usted concebir, un rojo oscuro y radiante como la puesta de sol, eso es, del color de una puesta de sol. Es raro, pero hasta hace poco nunca se me había ocurrido fijarme en una puesta de sol.

—Pelo rojo —dijo Tuppence sin inmutarse y haciendo la correspondiente anotación—. ¿Qué altura diremos que tiene la señorita?

—No lo sé exactamente, pero es más bien alta que baja, y ojos rasgados, creo que de un azul oscuro. Ah... y un andar resuelto y airoso capaz de quitarle el resuello al más pintado.

Tuppence escribió unas cuantas palabras más, cerró su libro de notas y se puso en pie.

—Si viene usted mañana a las dos, creo que podré darle ya algunas noticias sobre el particular. Buenos días, mister Saint Vincent.

Cuando volvió Tommy encontró a Tuppence consultando unas páginas del
Dehrell
.

—Tengo todos los detalles —dijo sucintamente—. Lawrence Saint Vincent es el sobrino y heredero del conde de Cheriton. Si logramos resolver satisfactoriamente este caso lograremos una grande y muy provechosa publicidad en las altas esferas. Tommy leyó detenidamente las notas escritas en su bloque. —¿Qué es lo que crees que en realidad le ha pasado a esa muchacha? —preguntó a continuación.

—Creo —contestó Tuppence— que ha huido siguiendo los dictados de su corazón. Quería a este joven demasiado bien y necesitaba un poco de paz para su acongojado espíritu.

Tommy la miró dubitativo.

—Sabía que eso se hacia en las novelas —dijo—, pero no en la vida real.

—¿Ah, no? —replicó Tuppence—. Bien, quizá tengas razón. Pero casi me atrevo a afirmar que Lawrence Saint Vincent se tragará con facilidad esa píldora. Está en este momento lleno de románticos anhelos y, a propósito, he garantizado resultados positivos en el plazo de veinticuatro horas, servicio especial.

—¡Tuppence! ¡Idiota de nacimiento! ¿Qué ventolera te ha dado para hacer una promesa así?

—Fue una idea que me vino de pronto a la cabeza. Creía, al menos, que sonaba bien. No te preocupes. Deja el asunto en manos de Mamá. Mamá sabe muy bien lo que tiene que hacer. Salió dejando a Tommy desorientado. Al poco tiempo se levantó, lanzó un profundo suspiro y salió decidido a hacer algo que enmendara en parte los graves errores cometidos por su esposa.

Cuando a las cuatro y media volvió a presentarse mustio y apenado, encontró a Tuppence extrayendo una bolsa de galletas de su escondrijo en uno de los archivadores.

—Pareces un alma en pena —observó—, ¿qué has estado haciendo?

Tommy dejó escapar un sordo gemido.

—Haciendo un recorrido por todos los hospitales con la descripción que me has dado de esa muchacha.

—¿No te dije acaso que dejaras ese asunto en mis manos? —preguntó Tuppence.

—¿Cómo vas a poder encontrar a esa muchacha, sola y antes de las dos de la tarde?

—No sólo puedo encontrarla, sino que te digo que la he encontrado ya.

—¿Qué dices?

—Muy sencillo, Watson, muy sencillo.

—¿Y dónde está?

Tuppence señaló con el pulgar en dirección a su espalda.

—En mi oficina.

—¿Qué hace allí? Tuppence se echó a reír.

—Con una marmita, un hornillo de gas y media libra de té —explicó Tuppence mirándole provocativamente a la cara—; la conclusión es sumamente fácil de predecir.

»Los almacenes de madame Violette —prosiguió Tuppence con dulzura— era de donde yo me proveía de sombreros, y el otro día, entre las empleadas, me encontré con una antigua amiga y compañera de fatigas del hospital. Había abandonado la profesión de enfermera y empezó por cuenta propia un negocio también de sombreros. Fracasó y tuvo que aceptar un puesto en la casa de madame Violette. Entre las dos convinimos en llevar a cabo este plan que estoy desarrollando. Ella se encargaría de refregar nuestro anuncio por las narices de Saint Vincent antes de desaparecer. Eficiencia admirable de los brillantes detectives de la Agencia Blunt, publicidad para nosotros y un papirotazo que haga que el Joven Saint Vincent se decida de una vez a plantear su proposición matrimonial. Janet estaba ya cansada de esperar.

—¡Tuppence! —estalló Tommy cuando aquélla hubo terminado—. Esto es lo más inmoral que he oído en toda mi vida. No sólo ayudas, sino que patrocinas los amores de un Joven con una muchacha que no es ciertamente de su clase.

—Tonterías. Janet es una muchacha como pocas, y lo curioso del caso es que está que echa las muelas por ese majadero con pantalones que vino a vernos esta mañana. Ahora verás lo que verdaderamente necesitan algunas de esas empingorotadas familias que tanto se jactan de su exclusivismo y de su distinción. Una buena inyección de sangre roja y reconfortante. Janet será para ese bobo una especie de ángel tutelar. Cuidará de él, pondrá coto al abuso de «combinados» y de visiteos nocturnos a los clubes y cabarés y hará de él un hombre equilibrado y fuerte que es, hoy por hoy, lo que más falta le hace a nuestro país. Ven conmigo y te la presentaré.

Tuppence abrió la puerta que comunicaba con la habitación contigua y entró en ella seguida de Tommy.

Una muchacha alta, de cara atrayente y una magnífica cabellera de un color pardo rojizo, dejó la tetera que tenía entre las manos y se volvió con una sonrisa que ponía al descubierto dos blancas hileras de dientes.

—Espero que me perdonarás, enfermera Cowley, quiero decir, mistress Beresford. Supuse que, como yo, estarías ansiosa por tomar una taza de té y... Fueron muchas las veces que hiciste lo propio por mí en el hospital y a horas intempestivas de la madrugada.

—Tommy —dijo Tuppence—, permíteme que te presente a mi buena y antigua amiga, la enfermera Smith.

—¿Has dicho Smith? ¡Es curioso! —respondió Tommy estrechando la mano que aquélla le tendía—. ¿Eh? No, nada, una monografía que estoy a punto de escribir.

—No te pongas nervioso, Tommy —suspiró Tuppence en su oído, al tiempo que le servia una taza de té—. Ahora bebamos juntos —terminó—, y brindemos por la prosperidad de la Agencia Internacional de Detectives y porque nunca llegue a conocer los sinsabores del fracaso.

Capítulo III
-
El caso de la perla rosa

Qué demonios estás haciendo? —preguntó Tuppence al entrar en el santuario interior de la Agencia Internacional de Detectives, alias
Brillantes Detectives de Blunt
, y ver a su amo y señor tirado en el suelo y casi cubierto por un montón de libros. Tommy se levantó haciendo un gran esfuerzo.

—Estaba tratando de arreglar esto en el estante superior del armario cuando de pronto la silla cedió y todo se vino abajo.

—¿De qué tratan estos libros, si puede saberse? —preguntó Tuppence tomando uno de los volúmenes—.
El perro de los Baskerville
. ¡Hombre!, no me disgustaría volverlo a leer otra vez.

—¿Comprendes la idea? —dijo Tommy sacudiéndose cuidadosamente el polvo—.
Media hora con los maestros
, etcétera, etcétera. Comprenderás, Tuppence, que no puedo por menos de comprender que somos hasta cierto punto un par de aficionados y que necesitamos mejorar nuestra técnica. Estos libros son historias detectivescas escritas por verdaderos maestros de la literatura. Intento emplear diferentes sistemas y comparar después los resultados.

—Hum... —gruñó Tuppence—. Me gustaría saber cómo se habrían comportado todos esos detectives en la vida real —cogió otro volumen y prosiguió—: encontrarás dificultades en pretender convertirte en un Thorndyke. No tienes experiencia médica y menos legal, ni tampoco he oído que la ciencia haya sido nunca tu punto fuerte.

—Quizá no —dijo Tommy—. Pero de todos modos me he comprado una buena cámara fotográfica y me dedicaré a tomar fotografías de toda clase de huellas y hacer después las correspondientes ampliaciones. Ahora, amiga mía, haz uso de la poca materia gris que te debe quedar en el cerebro, ¿qué es lo que esto te trae a la memoria?

Señaló el estante inferior del armario. En él había una bata de diseño un tanto cubista, unas babuchas turcas y un violín.

—Evidente, Watson —contestó Tuppence haciendo un mohín.

—Exactamente —repuso Tommy—. Las características de nuestro inmortal Sherlock Holmes.

Cogió el violín e hizo resbalar perezosamente el arco sobre sus cuerdas con gran consternación de Tuppence.

En aquel momento sonó el zumbador de la mesa, señal que indicaba la llegada de un cliente a la oficina exterior y de que era recibido y atendido por Albert, el cancerbero de la agencia.

Tommy devolvió apresuradamente el violín al lugar que antes ocupaba y empujó con el pie el montón de libros ocultándolos tras la mesa.

—No es que tengamos gran prisa —observó—. Ya Albert se habrá encargado de distraer a quien sea, contándole la consabida historia de mi conferencia telefónica con Scotland Yard. Vete a tu oficina, Tuppence, y empieza a teclear. Ese ruido le da cierta importancia a nuestra oficina. Espera. No. Es preferible que esta vez aparezcas tomando notas taquigráficas. Vamos a echar un vistazo desde nuestro observatorio antes de que Albert se decida a hacer pasar a la víctima.

Se acercaron a la mirilla. El cliente, esta vez, era una muchacha de una edad aproximada a la de Tuppence, alta, morena y con cara más bien macilenta y ojos retadores.

—Vestidos baratos y llamativos —observó Tuppence—. Hazla entrar, Tommy.

Un minuto después la joven estrechaba la mano del supuesto míster Blunt, mientras Tuppence tomaba asiento a su lado, con un cuaderno y un lápiz entre los dedos.

—Mi secretaria confidencial, miss Robinson —manifestó Tommy señalándola con la mano—. Puede usted hablar ante ella con entera libertad.

Después se recostó perezosamente sobre el respaldo de la silla y prosiguió con ojos medio entornados y voz que daba la sensación de un gran cansancio:

—Debe usted encontrar un tanto incómodo el tener que tomar el autobús a esta hora del día.

—He venido en taxi —contestó la muchacha.

—¡Ah! —repuso Tommy un tanto apesadumbrado. Sus ojos se posaron en señal de reproche sobre un billete azul de autobús que asomaba por entre los pliegues de uno de los guantes. La muchacha siguió la mirada y acabó de sacarlo sonriente.

—¿Se refiere usted a esto? Lo recogí en la acera. Un niño de la vecindad hace colección de ellos. Tuppence tosió y Tommy le echó una angustiosa mirada.

—Vayamos a lo que importa —dijo de pronto—. Veo que necesita usted de nuestros servicios, señorita...

—Kingston Bruce —se apresuró a contestar la visitante—. Vivimos en Wimbledon. Ayer noche una dama que se aloja invitada en nuestra casa perdió una valiosa perla rosa. Mister Saint Vincent, que se hallaba también entre los comensales, mencionó encomiásticamente el nombre de su firma durante la cena, y mi madre me envió aquí para preguntarle si querría usted encargarse del asunto. Esa pérdida es un trastorno.

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