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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (40 page)

—¿Ha huido? —preguntó ella, sorprendida.

—Sí —dijo Félix—. Había estado esperando durante todo este tiempo, para intentar conseguir que la grafina le diera el oro que tenía. No sabemos si lo ha conseguido o si ha renunciado, pero se ha marchado.

Salieron de la residencia de la Reiksguard y parpadearon bajo la lúgubre luz de la tarde nublada. Sobre las murallas, los pocos lanceros y arcabuceros que quedaban hacían la patrulla arrastrando los pies, mientras un destacamento mixto de caballeros de Reikland y Talabecland apilaba piedras, barriles y cualquier cosa que pudieran encontrar contra las puertas para bloquearlas. Félix se estremeció. Pronto volvería a ser de noche, y entonces llegaría el fin.

Unos momentos más tarde, después de subir al piso intermedio de la torre del homenaje, Von Volgen golpeó con los nudillos las puertas de roble de los aposentos del graf.

—¡Mi señor! —llamó—. Grafina Avelein, ¿estáis ahí?

No hubo respuesta. Félix, Kat y los otros se miraron unos a otros mientras esperaban. Gotrek se limitaba a mantener la vista fija en las puertas, con los brazos cruzados sobre el enorme pecho.

Von Volgen volvió a llamar con los nudillos.

—Grafina Avelein, si no abrís, nos veremos obligados a derribar las puertas, por temor de vuestra seguridad.

Continuó sin haber respuesta. Von Volgen suspiró y desenvainó la espada, pero Gotrek sacó el hacha que llevaba a la espalda.

—Dejadme a mí —dijo.

Von Volgen se apartó a un lado, y Gotrek destrozó la placa de la cerradura, para luego darle una patada a la puerta doble.

De la habitación que estaba a oscuras salió una bocanada de caliente aire empalagoso, y todos se atragantaron y se taparon la nariz. A Félix empezaron a llorarle los ojos. Había un fuerte olor a canela, clavo e incienso estaliano, pero por debajo de todas las especias había otro olor más preocupante.

Félix y Kat siguieron a Gotrek, Von Volgen y los demás al interior de iluminación mortecina. No había ninguna lámpara encendida, y la única luz entraba por una rendija que quedaba entre las cortinas echadas, y que apenas bastaba para ver.

—¿Mi señora Avelein? —llamó Von Volgen al atravesar el vestíbulo—. ¿Estáis ahí?

Desde algún sitio del interior de los aposentos llegó un sollozo. Von Volgen echó a andar hacia él, y los demás lo siguieron; pasaron con inquietud y cautela por una puerta arqueada al interior de una estancia más espaciosa. Allí el olor a incienso era aún más fuerte, al igual que el segundo hedor subyacente, que Félix ya no pudo negar que era la fetidez de la carne podrida. Von Volgen se acercó a una ventana y abrió las cortinas para dejar que la luz de la tarde nublada iluminara una extraña y triste escena.

La habitación era un espléndido dormitorio ricamente amueblado, con paredes revestidas de madera y una enorme cama con dosel en el centro, y desplomada junto a la cama con la cabeza baja, se encontraba la grafina Avelein Reiklander, con el vestido bermellón extendido sobre la alfombra de Arabia como un charco de sangre aterciopela. Su mano derecha, extendida, rodeaba la garra marchita de un cadáver que estaba recostado entre almohadas adornadas con borlas, en la cama. Y no cabía la menor duda de que se trataba de un cadáver. Tenía la cara hundida y demacrada, los labios encogidos y retirados de los dientes, y los ojos resecos dentro de las cuencas vacías. Le habían cosido una herida que tenía en el cuello, pero los bordes se habían retirado de los puntos para dejar a la vista la negra carne seca del interior. Había moscas por todas partes.

Bosendorfer se quedó mirando, pasmado.

—Decía la verdad —murmuró—. Tauber decía la verdad.

Se apartó del hombro de Leffler y se sentó, sin apartar los ojos de la escena, en una silla. A Félix no le extrañó aquella reacción. El espadón había erigido su torre de cólera contra Tauber sobre la creencia de que era un villano y un embustero en todo, pero ahí estaba la prueba de que la historia contada por el cirujano acerca del graf Reiklander era verdad, y si eso era verdad…

Von Volgen se acercó a la grafina y se quedó junto a ella, incómodo.

—Señora…

Ella dio un respingo al oír la voz, pero no hizo ningún otro movimiento.

—Marchaos —sollozó—. ¡Dejadme sola!

—Señora —repitió él—. Os pido disculpas por entrometerme en vuestra congoja, pero dado que vuestro comisario ha huido, al parecer, teníamos que averiguar si el graf Reiklander estaba muerto, con el fin de…

—¡No está muerto! —chilló ella, que alzó la cabeza para mirarlo ferozmente con ojos enrojecidos—. ¡Sólo está enfermo! ¡Muy enfermo! —Tenía una contusión que estaba tornándose púrpura, bajo un ojo.

Von Volgen se volvió a mirar a los otros, con el cuadrado rostro de bulldog convertido en una máscara de desasosiego, pero nadie más parecía inclinado a hablar. Apretó los dientes, y se volvió otra vez hacia ella.

—Grafina —dijo—, tengo entendido que Von Geldrecht y el cirujano Tauber os dijeron que vuestro esposo estaba vivo, pero…, pero os mintieron. Está muerto, señora. Lo lamento.

Avelein se puso de pie, con los ojos encendidos, y le cruzó la cara con una fuerte bofetada.

—¡No está muerto! —gritó—. ¡Me lo han prometido! Se levantará de la cama! ¡Volverá conmigo!

—¿Quién os prometió eso? —preguntó Von Volgen—. ¿Von Geldrecht? ¿Os ha…?

Avelein le volvió la espalda.

—¡Von Geldrecht me ha traicionado! —le espetó—. ¡Yo sabía que no debería de haber confiado en él! Sabía que el anciano me decía la verdad.

—¿Von Geldrecht os ha traicionado? —preguntó Classen—. ¿Cómo?

Avelein se llevó una mano a la mejilla contusa y cerró los ojos.

—Dijo que las hordas del nigromante invadirían el castillo antes de que el anciano pudiera revivir a mi señor, y prometió sacarnos de aquí y usar el oro de mi señor para curarlo en Altdorf, pero… —Hizo un gesto hacia una pared—. Pero cuando abrí la cámara secreta, él… me golpeo y lo robó todo.

Los sollozos volvieron a dominarla. Von Volgen se acerco a consolarla y posó manos torpes sobre los hombros de ella.

—Lo lamento, señora —dijo—. Sus engaños nos han perjudicado a todos.

Félix miró hacia el lugar que Avelein había señalado con el gesto. En la pared opuesta había un panel de madera que no quedaba del todo nivelado con los demás. Fue hasta el con Gotrek y Kat, mientras la grafina continuaba llorando.

—No debería haberlo escuchado nunca —dijo ella—. Sabía que estaba mintiendo. Pero me dijo que las murallas exteriores habían caído.

Félix tiró del panel. Era más pesado de lo que había esperado, y cuando giró pudo ver que estaba fijado a una puerta de piedra de treinta centímetros de grosor. Dentro había un pequeño armario con joyas y armas enjoyadas en anaqueles y en medio se veía un cofre reforzado con bandas de hierro con la tapa abierta y completamente vacío.

—Sólo espero no haber ofendido al anciano al perder fe en él —continuó la grafina, mientras Félix miraba el cofre vacío y parpadeaba—. Sólo espero que venga a pesar de eso, así que he abierto la puerta para que pueda entrar.

Von Volgen y los otros quedaron petrificados al oír eso, y Félix, Kat y Gotrek se volvieron a mirarla. ¿Abierto la puerta? ¿Qué puerta? De repente, la fantasía de un anciano que tenía la grafina pareció más concreta y más amenazadora. Por la mente de Félix pasó la imagen de Kemmler encarnando a Hans el Ermitaño. Si el nigromante podía encarnar a un personaje determinado, sin duda podía encarnar a otro. ¿Acaso había estado apareciéndose a la impresionable grafina en sueños?

—Mi señor —dijo Félix mientras volvía a acercarse a la cama con Kat y Gotrek—. Mi señor, me temo que yo podría saber…

Von Volgen lo acalló con un gesto y se inclinó hacia la grafina, al mismo tiempo que se obligaba a sonreír.

—Perdonadme, grafina, pero antes no estaba escuchándoos con toda mi atención. Por favor, contadme más cosas sobre ese anciano, y la puerta que habéis…

Se interrumpió al oír unos pasos que corrían por el pasillo. Todos se volvieron a la vez que bajaron la mano hacia el arma, pero no se trataba de ningún huésped no muerto que llegaba, sino del capitán Draeger y sus hombres de la milicia, con algunos lanceros y arcabuceros del castillo que los seguían, intentando pasar inadvertidos; eran más de veinte en total. Sólo Bosendorfer no alzó la mirada cuando entraron, sino que continuó desplomado en la silla, mirando al vacío.

Von Volgen le lanzó a Draeger una mirada colérica.

—¿Qué sucede, capitán?

—Sí —añadió Classen—. ¡A vosotros, escoria, no se os permite entrar aquí!

Draeger soltó un bufido.

—Según lo veo yo, ahora todo está permitido. Es un sálvese quien pueda. —Se tocó el pecho con un pulgar—. Y este hombre quiere poder salvarse, así que ¿dónde está ese túnel de escape?

Félix gimió. Al parecer, la conversación que habían mantenido sobre Von Geldrecht la había oído quien no debía.

La cara de Von Volgen se tomó dura y fría.

—No hay ningún túnel de escape. Nadie saldrá de este castillo. Lucharemos hasta el fin o hasta que lleguen a rescatamos.

—Muy valiente por vuestra parte, mi señor —dijo Draeger—. Pero creo que me gusta más la manera de hacer las cosas del comisario. Y ahora…

Uno de sus tenientes lo aferró por un brazo y señaló hacia el armario oculto, cuya puerta aún estaba entreabierta.

—Capitán —gritó—. ¡El pasadizo!

Los ojos de Draeger se iluminaron, y echó a andar hacia él.

—Buen ojo, Mucker. ¡Por aquí, muchachos!

—¡Eso no es un pasadizo! —vociferó Von Volgen—. ¡Apartaos de ahí!

El y Classen intentaron cerrarles el paso, pero los hombres de la milicia pasaron de largo, riendo y mofándose de ellos, y Draeger abrió la puerta del armario. Las risas cesaron cuando miraron dentro. Draeger maldijo, y sus hombres refunfuñaron.

—¿Lo veis, estúpido? —dijo Von Volgen, mientras se abría paso a empujones hasta él—. Es sólo un armario. Ahora volved a vuestros puestos.

Draeger no le hizo caso y se volvió, riendo, hacia sus hombres.

—No lloréis, muchachos —dijo—. No es una salida pero ahí dentro veo nuestra retribución, ¿eh? —Metió una mano dentro del armario, sonriendo—. Mirad todas esas cosas brillantes.

Von Volgen aferró a Draeger y lo lanzó de espaldas contra sus hombres, para luego situarse ante el panel. —Volved a vuestros puestos.

Gotrek, Félix, Kat y los jóvenes oficiales se unieron a el y bloquearon el paso hacia el armario. Sólo Bosendorfer y el sargento Leffler se quedaron donde estaban, el capitán inmóvil y sin ver nada, en su silla, y Leffler, arrodillado a su lado.

Draeger gruñó y desenvainó la espada, mientras sus hombres se ponían en guardia. Los oficiales bajaron la mano hacia el arma que llevaban, y Gotrek alzó los puños; pero Von Volgen levantó una mano.

—Nada de armas, caballeros —dijo—. Estos hombres tienen que estar en condiciones de luchar cuando acabemos.

—¡Ah!, pero si lo estaremos —dijo Draeger—. Es fácil matar a hombres desarmados.

De lo alto les llegó el horrendo estruendo de un choque que los sacudió e hizo perder la postura de lucha, y todos miraron hacia el techo. Por arriba cruzaron pesados pies envueltos en malla…, docenas de ellos.

—¿Qué es eso? —preguntó Classen.

La grafina Avelein se levantó del lecho mortuorio de su marido y alzó las manos hacia el techo como en un gesto de bienvenida.

—El anciano ha entrado por la puerta.

20

Antes de que nadie pudiera detenerla, la grafina salió corriendo de la alcoba, llamando con voz jubilosa.

—¡Anciano! ¡Gracias a Sigmar que habéis venido! ¡Mi esposo os aguarda!

—¡Grafina! ¡Alto! —gritó Von Volgen, y corrió tras ella.

Gotrek salió justo detrás de él mientras sacaba el hacha que llevaba enfundada a la espalda, y Félix, Kat y Classen lo siguieron con rapidez. Los otros jóvenes oficiales partieron tras ellos, arcabuceros y artilleros desenvainando su espada de un solo filo, y el lancero blandiendo su lanza con manos temblorosas. Draeger, sin embargo, se quedó donde estaba mirando al techo con ojos desorbitados mientras sus hombres se apiñaban en torno a él. En su silla, Bosendorfer continuaba mirando al vacío, en tanto el sargento Leffler le susurraba con urgencia al oído.

—El túnel de escape —murmuró Classen cuando salían en masa al vestíbulo de entrada—. ¡La demente los ha dejado entrar por el túnel de escape de Karl Franz!

Cuando Gotrek y Von Volgen avanzaban hacia las puertas forzadas, llegó hasta ellos un viento repugnante que transportaba un hedor de sepultura que se impuso al incienso de la habitación e hizo que Kat y Félix se atragantaran y sufrieran arcadas.

—¡Anciano! —se oyó que decía la voz de Avelein en el corredor—. ¡Anciano, por aquí…!

Entonces, de repente, sus gritos de alegría se transformaron en lamentos de terror cerval, que de inmediato fueron ahogados por una aguda risa demente. Félix gimió al oírla, pues se confirmaron todos sus temores. Pero cuando él y los otros siguieron a Gotrek y Von Volgen al corredor, no era Hans el Ermitaño quien los estaba esperando, sino una figura infinitamente más aterradora.

La grafina Avelein yacía al pie de la escalera que subía hasta los aposentos privados de Karl Franz, por la que bajaban con estruendo metálico más de dos docenas de enormes esqueletos de guerreros bárbaros acorazados que iban hacia ella como una marea gris verdosa, mientras que una figura siniestra que se encontraba en el rellano de arriba reía como un chacal.

La figura no se parecía en nada al viejo ermitaño que los había conducido desde Brasthof hasta las Colinas Desoladas. Su sonrisa no era desdentada, sus hombros no estaban encorvados, ni su ropón y barba se veían negros de mugre. En lugar de eso, desde lo alto les sonreía un alto brujo cadavérico con sombrero de pico y largos ropones grises, que empuñaba en una mano un nudoso báculo rematado por un cráneo. Había desaparecido la carne descolgada y descamada de Hans el Ermitaño. Habían desaparecido sus débiles ojos acuosos. En su lugar había una piel como cuero marcado por cicatrices, tensada sobre huesos afilados como cuchillos, y ojos que eran como negros pozos de odio, de quinientos años de profundidad. Sólo su voz era igual.

—¡Saludos, mis señores! —dijo—. ¿No os complace volver a ver al viejo Hans? ¿No os gustan los trocitos de hueso y bronce que encontré en esas viejas tumbas?

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