¿Cómo llegó Holford a recibir ese nombramiento?
David Colquhoun es profesor emérito de Farmacología en el UCL (University College de Londres) y mantiene un maravillosamente alborotado blog de ciencia en
DC’s Improbable Science
. Preocupado por la cuestión, obtuvo los «argumentos» favorables al nombramiento de Holford como profesor amparándose en la Ley de Libertad Informativa, y los publicó en la red. Allí podemos encontrar varios puntos de interés. Para empezar, Teesside admite que se trata de un caso inusual. Explica que Holford es director de la fundación Food for the Brain [Alimento para el cerebro] y que ésta donará fondos para una beca de doctorado, y que él podría ayudar también a la instauración de un
practicum
universitario sobre autismo.
No voy a extenderme en el currículo de Holford (porque quiero mantenerme centrado en el aspecto científico), pero el que envió a Tees side sirve de muy buen punto de partida para una breve biografía suya. En él se dice que estudió psicología experimental en York de 1973 a 1976, antes de ir a Estados Unidos a estudiar bajo la tutela de dos investigadores en salud mental y nutrición (Carl Pfeiffer y Abram Hoffer), de donde regresó de nuevo al Reino Unido, en 1980, para tratar a «pacientes de salud mental con medicina nutricional». La realidad, sin embargo, es que 1975 fue justamente el año en el que York puso en marcha su titulación en psicología. Holford estudió allí de 1976 a 1979, y tras titularse (con una aceptable nota media), comenzó a trabajar de vendedor para el fabricante de pastillas de suplementos Higher Nature. Así pues, él ya estaba tratando a pacientes en 1980, sólo un año después de acabar su licenciatura. No digo que eso sea un problema; simplemente, estoy tratando de poner en orden mis ideas.
Fundó el Instituto para una Nutrición Óptima (ION, por sus siglas en inglés) en 1984 y fue su director hasta 1998. Así pues, debió de ser un conmovedor e inesperado homenaje para el propio Patrick que el Instituto le otorgara en 1995 un «diploma» en Terapia Nutricional. Dado que había comenzado y abandonado los estudios para la obtención de un máster en nutrición por la Universidad de Surrey veinte años atrás, ese «diploma» por el ION (su propia organización) sigue siendo, a día de hoy, su única cualificación en esa materia.
Podría seguir mencionando más detalles, pero me parecería poco decoroso, y, además, son un tanto escabrosos. Aunque, está bien, les comentaré uno más, pero tendrán que leer el resto de la historia en internet:
En 1986, empezó a investigar los efectos de la nutrición en la inteligencia, en colaboración con Gwillym Roberts, director de escuela y estudiante del ION. Ese trabajo culminó en un ensayo controlado y aleatorizado sobre los efectos de una mejora nutricional en el coeficiente intelectual de los niños. Este experimento fue tema de un documental del espacio
Horizon
y se publicó en la revista
The Lancet
en 1988.
Tengo ese artículo de
The Lancet
justo ante mí. El nombre de Holford no figura por ninguna parte, ni como autor, ni (siquiera) en el apartado de los agradecimientos.
Pero volvamos de inmediato a su vertiente científica. ¿Tenía algún modo Teesside de descubrir fácilmente que había motivos para preocuparse acerca de Patrick Holford y de su modo de enfocar la ciencia, sin que les presentaran prueba alguna, antes de que lo nombraran profesor visitante? Pues sí. Simplemente, leyendo los folletos de su propia empresa, Health Products for Life. Entre las múltiples píldoras y pastillas a la venta, podrían haber dado, por ejemplo, con la promoción y el patrocinio que hizo del colgante QLink, de sólo 69.99 libras de precio. El QLink es un dispositivo que se vende para proteger a su usuario de unos aterradores rayos electromagnéticos invisibles, y del que Holford habla con gran entusiasmo, porque, según él, sirve para curar muchos males. Según el catálogo del propio Holford:
No precisa de pilas y funciona «propulsado» por la propia persona que lo lleva: su microchip se activa a partir de una bobina de inducción de cobre que recoge suficientes microcorrientes del corazón como para hacer funcionar el colgante.
Los fabricantes explican que el QLink corrige las «frecuencias energéticas» de la persona. Han hablado elogiosamente de él en el
The Times
, el
Daily Mail
y en el programa
London Today
de la ITV, y es fácil entender por qué: se parece un poco a la tarjeta de memoria de una cámara digital, con ocho pequeñas placas de contacto para los circuitos de la parte anterior, un componente electrónico de alta tecnología montado en el centro, y una bobina de cobre alrededor del borde.
El verano pasado, compré uno y me lo llevé a Camp Dorkbot, un festival anual para fanáticos (
dorks
) de la electrónica celebrado precisamente (y en un chiste llevado al extremo) en un campamento de
boy scouts
en las afueras de
Dork
ing. Allí, a pleno sol, algunos de los genios de la electrónica más infantiles del país examinaron el QLink. Le hicimos varias pruebas y tratamos de detectar algún tipo de «frecuencia» de emisión, pero no tuvimos suerte. Luego hicimos lo que cualquier
dork
haría cuando se le presenta un dispositivo interesante: abrirlo. Al perforarlo, lo primero que encontramos fue la placa de circuitos, que, según pudimos ver no sin cierto regocijo, no estaba conectada de ningún modo a la bobina de cobre y, por lo tanto, no está impulsada por la energía de dicha bobina, a diferencia de lo que se afirma en su publicidad.
De las ocho miniplacas de cobre sí salían unos hilos de circuitos, de aspecto intrigante, que, como pudimos comprobar al inspeccionarlos más de cerca, no estaban conectados absolutamente con nada. Podríamos decir que eran «decorativos». Debo mencionar, para ser exactos, que no tengo muy claro que pueda llamar a algo una «placa de circuitos» cuando no hay «circuito» alguno en ella.
Por último, había allí un moderno componente electrónico de los que se montan en superficie soldado al centro del dispositivo, y que destacaba a través de la tapa transparente de plástico. Parece impresionante, pero, sea lo que sea, no está conectado a nada. Mirándolo de cerca con una lupa, y haciendo algunos experimentos con un multímetro y con un osciloscopio, descubrimos que ese componente de la «placa de circuitos» era una resistencia de cero ohmios. Es decir, una resistencia que no ejerce ninguna resistencia: un pedazo de alambre en una cajita diminuta. Puede parecer un componente inútil, pero, normalmente, suele resultar bastante útil para enlazar pistas adyacentes en el entramado de una placa de circuitos. (Siento como si me debiera disculpar por saber esto.)
Ahora bien, piensen que un componente así no es nada barato. Hemos de suponer que se trata de una resistencia de alta calidad de las que se montan en superficie y que se fabrican con intervalos de tolerancia muy reducidos, bien calibrados. Se encargan, por lo tanto, en pequeñas cantidades. De hecho, se compran en rollos de papel de dieciocho centímetros que contienen (cada uno de ellos) unas 5.000 resistencias, por lo que se pueden estar pagando fácilmente unas 0,005 libras por cada resistencia. Sí, perdonen, estaba siendo sarcástico. Las resistencias de cero ohmios son sumamente baratas. Y eso es el colgante QLink: cero microchips, una bobina conectada a nada, y una resistencia de cero ohmios que cuesta medio penique y tampoco está conectada a nada.
[*]
Teesside sólo es una parte de la historia. Nuestro principal motivo para interesarnos por Patrick Holford es su fenomenal influencia en la comunidad nutricionista del Reino Unido. Como ya he mencionado, siento un enorme respeto por las personas sobre las que escribo en este libro, y no tengo reparo alguno en halagar a Holford reconociendo que el moderno fenómeno del nutricionismo que penetra hasta en el último rincón de los medios es en gran parte obra suya, transmitida a través de las diferentes hornadas de titulados de su fenomenalmente exitoso Instituto para una Nutrición Óptima, donde aún imparte clases. Este instituto ha formado a la mayoría de los autodenominados terapeutas nutricionales del Reino Unido, incluidos Vicki Edgson (a quien conocerán de
Diet Doctors
, un programa de Channel Five) e Ian Marber (dueño de la extensa gama de productos Food Doctor). Tiene centenares de alumnos.
Hemos visto algunos ejemplos del nivel y el criterio de la práctica académica de Holford. Pero ¿y su Instituto? ¿Están siendo instruidos sus estudiantes —podríamos preguntarnos— en las artes y las maneras académicas de su fundador?
Desde fuera, es difícil de decir. Si ustedes visitan su sitio web,
Institute for Optimun Nutrition
(de aspecto bastante académico, aunque el nombre fue registrado con anterioridad a que entraran en vigor las actuales normas para registrar direcciones web con el dominio «.ac.uk»), no hallarán en él un listado de los miembros académicos de su personal, ni de los programas de investigación en curso, como lo encontrarían si lo buscaran, por ejemplo, en el sitio web del Instituto de Neurociencias Cognitivas de Londres. Tampoco verán en él una lista de publicaciones académicas. Cuando telefoneé a la oficina de prensa para obtener una, en un primer momento me hablaron de artículos en algunas revistas («
magazines
», es decir, no académicas). Cuando les expliqué a qué me estaba refiriendo en realidad, la persona encargada de la oficina de prensa se apartó un momento del teléfono y volvió al cabo de poco para decirme que el ION era «un instituto de investigación y, por lo tanto, no tiene tiempo para artículos académicos y rollos de esa clase».
Paulatinamente (y con mayor lentitud aún desde que Holford abandonó el cargo de director, aunque aún enseña allí), el Instituto para una Nutrición Óptima ha ido granjeándose cierta respetabilidad fuera de sus oficinas en el sudoeste de Londres. Ha conseguido, por ejemplo, una acreditación apropiada para su diploma, que está ahora homologado por la Universidad de Luton. Si el candidato añade un año más de estudios y si encuentra a alguien —entiéndase la Universidad de Luton, con quien el Instituto tiene firmado un convenio— que quiera aceptarlo, puede convertir su diploma del ION en toda una licenciatura en ciencias.
Como sucede que, en las conversaciones informales con los nutricionistas, cuando cuestiono los estándares y el nivel del ION, éstos suelen sacar a colación el tema de la mencionada acreditación, bien podemos examinarla un poco más, aunque sea de forma breve. Luton (que anteriormente era el Luton College y ahora ha pasado a ser la Universidad de Bedfordshire) fue objeto de una inspección especial de la Agencia de Garantía de Calidad (QAA, por sus siglas en inglés) de la Educación Superior en 2005. La QAA se dedica a «salvaguardar los niveles académicos y la calidad de la educación superior en el Reino Unido».
Cuando se publicó el informe de la QAA,
[7]
el
The Daily Telegraph
dedicó un artículo a Luton titulado: «¿La peor universidad de Gran Bretaña?». La respuesta, sospecho, es que sí. Pero lo que nos interesa en particular es que el informe destacó en concreto el método «chapucero» que la universidad empleaba para validar las titulaciones de fundaciones externas (pág. 12, del párrafo 45 en adelante). Allí se afirma rotundamente que, a juicio del equipo auditor, la institución sencillamente incumple las expectativas del código de prácticas para la garantía de la calidad y los estándares académicos en la educación superior, en especial, las relacionadas con la acreditación de titulaciones de fundaciones. En general, se trata de un informe muy exhaustivo (y yo soy de los que intenta no leer esa clase de documentos demasiado a menudo). Si lo consultan en internet, les recomiendo especialmente los párrafos que van del 45 al 52.
Justo cuando este libro iba a entrar en imprenta, ha trascendido que el profesor Holford ha dimitido de su puesto de profesor visitante alegando una reorganización en la universidad. Tengo tiempo aún de añadir una frase y es ésta: no va a parar. Ahora mismo, está buscando credibilidad académica en alguna otra parte. La realidad es que esta extensa industria del nutricionismo (y, lo más importante, este fascinante estilo de «academicismo») está, en estos mismos instantes, penetrando (desapercibido, sin críticas) en el corazón mismo de nuestro sistema académico, por culpa de nuestra desesperación por encontrar respuestas fáciles para grandes problemas como la obesidad; por culpa de nuestra necesidad colectiva de soluciones rápidas; por culpa de la disposición de las universidades a trabajar con figuras de cualquier sector de la empresa privada; por culpa del admirable deseo de dar a los estudiantes lo que quieren, y por culpa de la fenomenal credibilidad que entre el gran público han alcanzado estas figuras pseudoacadémicas, en un mundo que, al parecer, ha olvidado la importancia de evaluar críticamente todas las afirmaciones científicas.
Hay más motivos por los que estas ideas no han pasado por el debido examen. Uno de ellos es el volumen de trabajo. Patrick Holford, por ejemplo, responde de vez en cuando a algún que otro cuestionamiento de sus pruebas, pero cuando lo hace, a menudo, parece levantar una nube aún mayor de material de pretendida cientificidad: suficientemente grande como para ahuyentar a muchos críticos, quizás, y que, sin duda, sirve de reafirmación para sus seguidores, pero que obliga a quienquiera que se proponga cuestionarla a abordar una masa de contenidos en progresión exponencial, tanto de Holford como de su dilatada plantilla de personal a sueldo. ¡Cuánta diversión por delante!
Tampoco hay que olvidar la protesta presentada ante la Comisión de Quejas sobre la Prensa contra mí (no confirmada posteriormente, y ni siquiera remitida al periódico para ser comentada), las largas cartas con contenido jurídico, sus afirmaciones en el sentido de que el
The Guardian
ha corregido artículos críticos con su figura (cosa que en absoluto ha hecho), etc. Escribe extensas cartas (y las envía a un número enorme de personas) acusándome a mí y a otros críticos con su trabajo de cosas bastante asombrosas. Luego, esas afirmaciones suyas aparecen en los envíos postales que remite a los clientes de su negocio de pastillas, en correspondencia que envía a organizaciones benéficas en materia de salud de las que jamás había oído hablar, en mensajes de correo electrónico a académicos, y en páginas web de descomunal volumen: miles y miles de palabras sin final que giran principalmente en torno a su reiterada (y harto incongruente) acusación de que, de alguna manera, yo estoy a sueldo de las grandes farmacéuticas. No lo estoy, pero sí he reparado —no sin cierto deleite— en el hecho de que Patrick (como seguramente ya he mencionado), que vendió su propio comercio de venta de pastillas por medio millón de libras el año pasado, trabaja ahora para BioCare, que está participada al 30 % por una compañía farmacéutica.