Maestra en el arte de la muerte (14 page)

Simón bebía vino. Un barril de su viña favorita de la Toscana había viajado con ellos porque, según se decía, los vinos ingleses eran imposibles de catar. Mansur y Adelia, como siempre hacían, bebían agua hervida y filtrada.

Simón le insistía constantemente para que bebiera vino y comiera más, a pesar de que ella explicó que había desayunado opíparamente en el priorato. Al hombre de Nápoles le preocupaba que la repulsión provocada por el examen de los cuerpos pudiera tener consecuencias en su salud. Eso le habría sucedido a él, pero Adelia lo consideraba una reconvención acerca de su profesionalidad y alegó, con tono mordaz: —Ése es mi trabajo. ¿Para qué otra cosa he venido? Mansur le sugirió a Simón que la dejara tranquila.

—La doctora siempre picotea, como un gorrión. El árabe, ciertamente, no estaba picoteando.

—Engordaréis —advirtió Adelia, que sabía cuanto le horrorizaba la idea.

Muchos eunucos engullían hasta transformarse en obesos.

Mansur suspiró.

—Esta mujer es una sirena de la comida. Puede llegar al alma de un hombre a través de su estómago.

A la doctora le divirtió que Mansur viera a Gyltha como una sirena.

—¿Puedo decírselo a ella?

Para su sorpresa, él se encogió de hombros y asintió.

—Oooh... —fue la respuesta de Adelia.

En los muchos años transcurridos desde que sus padres adoptivos eligieran a Mansur como su guardaespaldas, Adelia nunca le había escuchado decir un cumplido a una mujer. Inesperada e inexplicablemente, la destinataria era una matrona que tenía cara de caballo y con quien no podía hablar en el mismo idioma.

Las dos criadas que los atendían —ambas se llamaban Matilda, y sólo se diferenciaban por las iniciales de los santos de sus parroquias, por lo que una de ellas era Matilda B. y la otra, Matilda W.— estaban tan recelosas de Mansur como si un oso amaestrado se hubiera sentado a cenar. Entre risitas nerviosas iban y venían con los platos sin acercarse al extremo donde estaba sentado Mansur y dejando la comida en la mesa para que los demás comensales se la pasaran.

«En fin, tendrán que acostumbrarse a él», pensaba Adelia.

Finalmente las criadas despejaron la mesa. Simón se preparó simbólicamente para la batalla, suspiró y apoyó la espalda en la silla.

—¿Y bien, doctora?

—Todo son hipótesis, como podéis comprender —comenzó Adelia. Ésa era su invariable advertencia. Luego esperó a que los dos hombres manifestaran su acuerdo y respiró profundamente—. Creo que los niños fueron llevados a una cantera de cal para ser asesinados. El caso del pequeño Peter podría ser diferente. Tal vez por haber sido la primera víctima, el asesino aún no había establecido una pauta. Pero en los tres cuerpos examinados, los dos chicos tenían cal incrustada en los talones, lo que indicaría que fueron arrastrados por el suelo, y había rastros de esa sustancia en los restos de todos ellos. Sus manos y pies estaban atados con tiras de tela. —Adelia miró a Simón—. Lana negra, de buena calidad. He conservado algunas muestras.

—Preguntaré entre los mercaderes de lana.

—Uno de los cuerpos no fue enterrado. El asesino lo conservó en algún lugar seco y frío —afirmó la doctora con voz firme—. También es posible que la niña haya sido apuñalada varias veces en la zona púbica. De los niños, el cuerpo mejor preservado carece de genitales y diría que el otro también sufrió la misma brutalidad.

—Simón se había cubierto la cara con las manos. Mansur estaba inmóvil—. Creo que en todos los casos se les cortó los párpados; no puedo saber si antes o después de matarlos.

—Los demonios están entre nosotros. Señor, ¿por qué permitís que los torturadores del Gehena
[8]
habiten en cuerpos humanos?

Adelia habría replicado que atribuir los asesinatos a la acción de fuerzas satánicas era una manera de absolver al autor de los crímenes, que de ese modo no sería más que la víctima de esas fuerzas incontrolables. Ella lo veía como un hombre rabioso, como un perro. Pero entonces pensó que admitir que estuviera enfermo era también darle una excusa para lo imperdonable.

—Mary... —La doctora hizo una pausa. No solía cometer el error de llamar a un cadáver por su nombre, restaba objetividad e introducía emoción cuando era esencial ser impersonal. No sabía cómo le había sucedido—. La niña —volvió a comenzar— tenía algo pegado en el cabello. En principio pensé que sería semen... —Simón se aferró a la mesa; Adelia se obligó a recordar que no estaba hablando con sus alumnos—. No obstante, el objeto ha conservado su forma rectangular original, probablemente fuera un dulce. Debemos considerar especialmente la hora y el lugar en que fueron descubiertos los cuerpos —prosiguió serena—. Fueron encontrados en el barro; había restos de lodo sobre ellos, pero el pastor que los encontró aseguró al prior Geoffrey que no estaban allí el día anterior. Por lo tanto, fueron trasladados desde el lugar donde estaban guardados, sobre cal, hasta el sitio donde los encontraron esta mañana, sobre el lodo.

Como si no hubiera pasado un año.

Simón trataba de interpretar la mirada de Adelia —Esta mañana llegamos a Cambridge —recordó—. La noche anterior estuvimos en... ¿cómo se llamaba ese lugar?

—Era un paraje de las colinas de Gog Magog. De cal. Mansur comprendió lo que Adelia intentaba decir.

—Entonces, ese perro los trasladó durante la noche. ¿Para nosotros?

Adelia se encogió de hombros. Sólo se pronunciaba sobre aquello que podía ser demostrado. Los demás debían sacar sus propias conclusiones. La doctora esperaba las de Simón de Nápoles. El viaje compartido había incrementado su respeto hacia él. El candor que mostraba en público no era fingido, sino su manera de reaccionar cuando estaba con gente. Pero en modo alguno revelaba su brillante y rauda capacidad analítica. Sólo cuando se quedaba con Mansur y con ella, tenía la gentileza de permitirles ver cómo funcionaba su cerebro.

—Lo hizo. —Simón golpeó suavemente la mesa con los puños—. Hay demasiadas conexiones como para suponer que sea una coincidencia. ¿Durante cuánto tiempo estuvieron desaparecidos los pequeños? ¿Un año en uno de los casos? Pero bastó que la caravana de peregrinos se detuviera en el camino y nuestro carro subiera por la colina para que todos ellos fueran hallados.

—Nos ve —observó Mansur.

—Nos vio.

—Y traslada los cuerpos.

—Trasladó los cuerpos. ¿Y por qué? —Simón mostró las palmas de las manos— . Tenía miedo de que descubriéramos el escondite donde los guardaba.

Adelia asumió el rol de abogado del diablo.

—¿Por qué le asustaría que nosotros los encontráramos? Otras personas sin duda se han adentrado en esas colinas durante los últimos meses y no lo hicieron.

—Tal vez no hayan sido tantas. ¿Cómo se llamaba la colina? El prior me lo dijo.

—Simón se dio un golpecito en la frente y luego miró a la criada que entraba para despuntar el pabilo de las velas—. Ah, Matilda.

—Sí, señor.

—Wand‐le‐bury Ring —enunció Simón inclinándose hacia delante. La joven abrió mucho los ojos, hizo la señal de la cruz y volvió por el camino por el que había venido. Simón miró a su alrededor—. Wandlebury Ring —repitió—, lo que suponía. Nuestro prior estaba en lo cierto. El lugar está relacionado con una superstición. Nadie se acerca allí, sólo las ovejas. Pero esa noche nosotros lo hicimos. Y él nos vio.

¿Qué hacíamos allí? Lo desconocía. ¿Armar nuestras tiendas de campaña? ¿Pasar la noche? ¿Recorrer el terreno? Sin la certeza de nuestros propósitos se asustó, puesto que allí estaban los cuerpos y podíamos encontrarlos. No tuvo otra opción que cambiarlos de lugar. —Simón se recostó de nuevo en el respaldo de la silla—. Su guarida está en Wandlebury Ring.

«Nos vio». Imágenes de unas alas de murciélago que se agitaban sobre una pila de huesos, un hocico olfateando el aire para detectar intrusos y unas garras que súbitamente se clavaban en ella sobrecogieron a Adelia.

—Entonces, ¿desenterró los cuerpos? ¿Los llevó a otro lugar? ¿Los dejó donde pudieran ser encontrados? —preguntó Mansur. La incredulidad daba a su voz un tono más agudo del habitual—. ¿Puede ser tan necio?

—Trataba de desorientarnos para que no supiéramos que los cuerpos habían estado en contacto con cal —explicó Simón—. No contaba con que la doctora Trótula estuviera aquí. —Tal vez quería que se encontraran —sugirió Adelia—. ¿Estará riéndose de nosotros?

De repente apareció Gyltha.

—¿Quién intenta asustar a mis Matildas? —increpó con agresividad, blandiendo unas tijeras en actitud amenazante. Simón cruzó las manos sobre el regazo.

—Wand‐le‐bury Ring, Gyltha —pronunció lentamente Simón.

—¿Qué pasa con ese lugar? No creerán lo que dicen sobre él, ¿no? ¿Cacería salvaje? No me llevo bien con esas cosas. —Gyltha bajó el candil y comenzó a recortar la punta de la vela—. Es sólo una maldita colina. No me llevo bien con las colinas.

—¿Cacería salvaje? —preguntó Simón—. ¿Qué significa eso?

—Un grupo de malditos perros con ojos rojos dirigidos por el príncipe de la oscuridad. No creo una palabra. Para mí no son más que vulgares asesinos de ovejas. Y tú, Ulf, sal de ahí, mugriento, antes de que te eche los perros encima.

En el otro extremo del salón había una galería. La escalera estaba oculta por una puerta disimulada en el revestimiento de madera, de la que en ese momento asomó sigilosamente la pequeña y poco agraciada figura del nieto de Gyltha. Murmuraba y miraba a los extranjeros.

—¿Qué dice el chico?

—Nada. —Gyltha le dio un coscorrón y lo llevó hacia la cocina—. Pregúntenle a ese holgazán de Wulf. Dice que vio una vez la cacería salvaje. Lo contará todo a cambio de una cerveza.

Cuando Gyltha se marchó, Simón repitió: —Cacería salvaje,
benandanti, chausse sauvage, das woden he‐re.
Es una superstición extendida por toda Europa, con más o menos variaciones. Siempre hay perros con ojos flameantes, un terrible jinete negro y muerte para aquellos que los ven.

El silencio reinó en la sala. Adelia fue consciente de la oscuridad más allá de las dos celosías abiertas, donde animales invisibles hacían crujir la maleza. Desde los juncos del río, el primaveral canto de un ave que les había acompañado durante la cena le pareció el augurio de infaustos sucesos. La doctora se frotó los brazos: tenía la piel de gallina.

—Entonces, ¿debemos suponer que el asesino vive en la colina? —preguntó Adelia.

—Es posible que así sea —respondió Simón—, o tal vez no. En mi opinión, los niños desaparecieron en los alrededores de la ciudad, aunque no es probable que llegaran hasta la colina por su cuenta. Ni tampoco que una criatura pasee habitualmente por ese lugar de forma que él sólo tuviera que acechar hasta que se acercaron. O bien llegaron allí atraídos por algo, lo que también es improbable dado que hay una distancia de varias millas, o fueron trasladados. En consecuencia, podemos presumir que nuestro hombre busca a sus víctimas en Cambridge y utiliza la colina como lugar para cometer los crímenes. —Simón parpadeó ante su copa de vino como si la viera por primera vez—. ¿Qué diría mi Becca de todo esto? —se preguntó, y bebió un sorbo. Adelia y Mansur aguardaron. Había algo más. Algo que había estado rondándoles y por fin se abría paso—. Hay otra explicación... —Simón comenzó a hablar lentamente—, que no me gusta, pero debo considerar. Casi con certeza, nuestra presencia en la colina precipitó el traslado de los cuerpos. ¿Qué habría ocurrido si en lugar de haber sido detectados por un asesino que ya estaba
in situ,
un hecho muy fortuito, lo hubiéramos llevado con nosotros? —Ese «algo» ya estaba dentro de la habitación—. ¿A quién estábamos atendiendo? Al prior Geoffrey.

¿Qué estuvieron haciendo los demás miembros de nuestro grupo esa larga noche?

¿Eh? Amigos míos, tenemos que considerar la posibilidad de que nuestro asesino sea uno de los peregrinos que encontramos en Canterbury.

Más allá de las celosías, la noche se volvió más oscura.

Capítulo 6

Las camas mullidas eran una de las cosas a las que Gyltha no se avenía. Adelia había pedido un colchón de pluma de ganso, como el que usaba para dormir en Salerno, y así se lo dijo. No parecía un encargo difícil de cumplir, puesto que los gansos moteaban los cielos de Cambridge.

—Las plumas de ganso son un suplicio, no se pueden lavar. El colchón de paja es más limpio, el relleno se cambia todos los días.

La tensión interfería entre ambas mujeres sin que ninguna supiera por qué. Desde el momento en que Adelia había pedido más ensalada en la comida, Gyltha se había sentido ofendida en su dignidad.

Ante semejante encrucijada, la respuesta sobre el colchón decidiría quién detentaría la autoridad en el futuro.

Por una parte, la organización de un hogar —aun tan modesto como aquél— superaba con mucho las habilidades de Adelia, que no sabía comprar provisiones, ni negociar con otros mercaderes que no fueran los boticarios. Tampoco sabía hilar ni tejer. Sus conocimientos sobre hierbas y especias tenían más relación con la medicina que con la cocina. En materia de costura, su experiencia se limitaba a zurcir piel o músculos desgarrados o volver a unir rápidamente los cadáveres que había destrozado.

En Salerno, aquello no había tenido importancia. Su venerable padre adoptivo, tras detectar tempranamente en ella un cerebro que rivalizaba con el suyo propio, y porque su ciudad era Salerno, la había alentado a convertirse en doctora, siguiendo sus pasos y los de su esposa. La organización de su espaciosa villa descansaba en manos de su cuñada, una mujer que sin necesidad de alzar la voz la hacía funcionar como un engranaje bien ungido.

Por otra parte, la estancia de Adelia en Inglaterra sería temporal y difícilmente tendría oportunidad de ocuparse de asuntos domésticos, además de que no estaba preparada para ser intimidada por un sirviente.

—Quiero que os aseguréis de que efectivamente la paja se cambie todos los días —concluyó secamente.

Una entente que por el momento favorecía a Gyltha. El resultado final estaba por concretarse. Quizá más adelante, ahora le dolía la cabeza.

La noche anterior
Salvaguarda
había compartido el
solar
con ella. Otra batalla perdida. A sus protestas de que el perro olía demasiado y debía pernoctar a la intemperie, Gyltha había respondido: —Órdenes del prior. Os seguirá a todas partes.

Los ronquidos del animal se habían mezclado con voces y chillidos desconocidos que llegaban desde el río. La posibilidad, sugerida por Simón, de que el asesino tuviera un rostro familiar, había perturbado su sueño.

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