Maestra en el arte de la muerte (35 page)

—Sam dice que él no quería dejarlos entrar, pero los cabrones se abalanzaron sobre él —dijo la niña.

—Por Dios —exclamó Adelia—, ¿desde cuándo están allí?

—No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? —preguntó el niño. La niña estaba más dispuesta a perdonarlos.

—Los dejan en libertad por la noche.

La picota era terrible para la espalda. La doctora se dirigió hacia allí. Del cuello de cada uno de los guardias pendía un cartel qué decía: «Incumplimiento del deber».

Adelia eludió cuidadosamente la inmundicia que las víctimas acumulaban alrededor de sus pies, dejó su ramillete en el suelo y levantó uno de los carteles. Acomodó las chaquetas de los guardias para que la cuerda, que les ahogaba, no estuviera en contacto con la piel.

—Creo que así estarán mejor.

—Gracias, señora.

Ambos la miraron de frente, con franqueza militar.

—¿Cuánto tiempo deben permanecer así?

—Dos días más.

—Oh, Dios. Sé que no es fácil, pero si dejáis que vuestras muñecas carguen el peso de tanto en tanto e inclináis las piernas hacia atrás, disminuirá la presión sobre la columna.

—Lo tendremos en cuenta, señora —respondió cansinamente uno de los hombres.

—Bien.

La esposa del alguacil estaba en uno de los extremos de su jardín, observando los tanacetos mientras mantenía una conversación a gritos con el rabino Gotsce, que en el extremo opuesto se inclinaba sobre la tumba.

—Deberíais usarla en los zapatos, rabino, como yo. El tanaceto cura los temblores. —La voz de lady Baldwin llegaba sin esfuerzo hasta la muralla.

—¿Mejor que el ajo?

—Infinitamente mejor.

Entretenida e inadvertida, Adelia se detuvo en el arco hasta que lady Baldwin la descubrió.

—Adelia, estabais aquí. ¿Cómo se encuentra hoy sir Rowley?

—Mejor. Gracias, señora.

—Bien, muy bien. Un luchador tan valiente es irreemplazable. ¿Y cómo está vuestra pobre nariz?

Adelia sonrió.

—Compuesta, ya me he olvidado de ella.

La carrera para detener la hemorragia de Rowley había borrado todo lo demás. No advirtió que su nariz estaba fracturada hasta dos días después, cuando Gyltha comentó que se había puesto gibosa y azulada. En cuanto se deshinchó, pudo colocarse el hueso en su lugar sin dificultad.

Lady Baldwin asintió.

—¡Qué bonito ramillete verde y blanco! El rabino está visitando la tumba. Id a reuniros con él. Ah, y el perro, ¿es un perro, verdad?, también.

Adelia caminó por el sendero hacia el cerezo. Sobre la tumba había una sencilla tabla de madera, donde habían grabado en hebreo una expresión equivalente a «Aquí yace...», seguida por el nombre de Simón. Debajo se veían las iniciales de las palabras hebreas que significaban «Que su alma esté ligada a la corriente de vida eterna».

—Por ahora debemos conformarnos con esto. Lady Baldwin está buscando una lápida de piedra para reemplazarla lo suficientemente pesada para que no sea posible levantarla. De ese modo la tumba no correrá el riesgo de ser profanada. —El rabino se puso de pie y se quitó la tierra que tenía en las manos—. Es una buena mujer.

—Lo es.

Más que del alguacil, aquél era el jardín de su esposa, donde jugaban sus hijos y donde cultivaba las hierbas que daban sabor a su comida y aromatizaban sus aposentos. No era poca cosa que hubiera cedido una parte al cadáver de un hombre despreciado por su religión. Había que reconocer que dado que en última instancia esos terrenos pertenecían al rey, era un asunto de
force majeure,
pero, descontando lo que pensara en privado, lady Baldwin había accedido con amabilidad.

Más aún, puso en práctica el principio según el cual la caridad genera obligaciones al que da tanto como al que recibe. Lady Baldwin estaba demostrando su preocupación por el bienestar de la extraña comunidad que habitaba su castillo. Le había cedido a Dina los pañales más nuevos de su bebé y había sugerido que los judíos recibieran una parte del pan que se horneaba en el castillo para que no tuvieran necesidad de hacerlo ellos mismos.

—Son seres humanos, como nosotros —le había explicado lady Baldwin a Adelia durante una visita al enfermo en la que le había llevado gelatina de pierna de cordero—. Y su rabino sabe mucho sobre hierbas, verdaderamente. Tal parece que las comen en cantidad en Pascua aunque eligen las amargas, rábano picante y otras similares. ¿Por qué no algo de angélica para endulzar un poco?

—Así deben ser las hierbas que comen en Pascua —repuso Adelia, sonriendo.

—Sí, eso mismo me contestó cuando se lo pregunté.

Adelia le demandó si conocía alguna nodriza para el bebé. Lady Baldwin prometió conseguir una.

—No una de las mujerzuelas del castillo, por cierto —declaró—. Ese bebé necesita leche cristiana honorable.

Al depositar el ramo sobre la tumba, Adelia se sintió culpable de no haber cumplido con Simón. El nombre grabado en la tabla de madera debería gritar que había sido asesinado en lugar de describirlo como víctima de su propia negligencia.

—Rabino, necesito vuestra ayuda —pidió Adelia—. Debo escribir a la familia de Simón. Su esposa y sus hijos deben saber que ha muerto. —Escribidles, entonces. Nos ocuparemos de enviar la carta. Algunos de nuestros conocidos en Londres pueden hacerla llegar a Nápoles.

—Os lo agradezco. Pero no se trata de eso. ¿Qué debo decirles? ¿Que fue asesinado aunque su muerte haya sido declarada accidental?

—Si fuerais su esposa, ¿qué desearíais saber?

—La verdad —respondió Adelia inmediatamente; pero luego reflexionó—. Oh, no lo sé. —Para Rebecca sería mejor sufrir porque su esposo se había ahogado. De ese modo se evitaría torturas inútiles sobre los últimos minutos de Simón, o que el horror corrompiera su duelo y clamara exigiendo justicia—. Supongo que es mejor callar —concluyó, vencida—. Al menos hasta que su muerte sea vengada. Una vez que se descubra al asesino y sea castigado, tal vez pueda contarles la verdad.

—¿La verdad, Adelia? ¿Así de simple?

—¿No lo es?

El rabino Gotsce suspiró.

—Quizá para vos. Pero como nos enseña el Talmud, el nombre del Monte Sinaí proviene de la palabra que en hebreo significa odio,
siná,
porque la verdad despierta odio hacia aquel que la dice. Jeremías...

Oh, Dios. Jeremías, el profeta lloroso. Ninguna de las voces serenas, sabias e inteligentes de los judíos que hablaban en el soleado atrio de la villa de sus padres adoptivos lo había mencionado jamás sin vaticinar el mal. Era un día tan bello y las flores del cerezo estaban tan hermosas...

—Debemos recordar el antiguo proverbio judío: la verdad es la mentira más segura.

—Nunca lo he entendido —repuso Adelia.

—Tampoco yo —afirmó el rabino—. Pero de alguna manera nos advierte que el resto del mundo nunca cree totalmente en la verdad de un judío. Adelia, ¿creéis que tarde o temprano el verdadero asesino será descubierto y condenado?

—Tarde o temprano. Dios quiera que sea cuanto antes.

—Amén. ¿Y ese día dichoso la buena gente de Cambridge rodeará este castillo, llorando, afligida por haber matado a dos judíos y haber confinado a los demás?

¿Creéis que será así? ¿Que la noticia se difundirá por la cristiandad y todos sabrán que los judíos no crucifican niños por placer? ¿También creéis eso?

—¿Por qué no? Es la verdad.

El rabino Gotsce se encogió de hombros.

—Es vuestra verdad, la mía, la del hombre que yace en este lugar. Hasta puede que los habitantes de Cambridge crean en ella. Pero la verdad viaja lentamente y se debilita en su camino. Las mentiras convenientes son fuertes y viajan más rápido. Y ésta era una mentira conveniente. Los judíos pusieron al Cordero de Dios en la cruz. Por lo tanto, crucifican niños. Una cosa y la otra concuerdan. Una mentira tan oportuna como ésa se difundirá rauda por toda la cristiandad. Y si llega hasta un pueblo de España, ¿no creerán que sea verdad? ¿No lo harán los campesinos de Francia? ¿Los de Rusia?

—Por favor, rabino, no sigáis. Aquel hombre parecía haber vivido miles de años, y tal vez así fuera. Se agachó para quitar un capullo de la tumba. Luego se irguió, cogió a Adelia del brazo y fue con ella hasta la puerta.

—Descubrid al asesino, Adelia. Libradnos de nuestro Egipto inglés. Pero no por ello dejarán de ser los judíos quienes crucificaron a ese niño.

Descubrid al asesino, pensaba la doctora mientras bajaba por la colina. Descubrid al asesino, Adelia. No importaba que Simón de Nápoles estuviera muerto y Rowley Picot fuera de combate y que sólo quedaran ella y Mansur. Mansur no hablaba inglés y ella no era un sabueso sino una doctora. Y por encima de todo, eran los únicos que pensaban que había un asesino que debía ser descubierto.

La facilidad con la que Roger de Acton había reclutado hombres para atacar el jardín del castillo demostraba que Cambridge aún culpaba de los asesinatos a los judíos, por muy encerrados que estuvieran cuando se cometieron tres de los crímenes. No había lugar para la lógica. Los judíos eran temidos por ser diferentes y para la gente de la ciudad el temor y lo desconocido implicaban poderes sobrenaturales. Los judíos habían matado al pequeño Peter, ergo, habían asesinado a los otros.

A pesar de ello, a pesar del rabino y de Jeremías, a pesar de su dolor por Simón, de su decisión de renunciar al amor carnal y seguir la senda de la ciencia y la castidad, el día insistía en presentarse igualmente hermoso ante sus ojos.

Se sentía llena, fortalecida. Desde luego, era vulnerable a la muerte y al dolor de los demás, pero también a la vida en su infinita extensión.

La ciudad y su gente nadaban en una pálida efervescencia dorada, como el champán. Un grupo de estudiantes la saludó quitándose el sombrero. Al llegar al puente hurgó en su bolsillo en busca de medio penique y descubrió que no tenía.

—Oh, adelante, entonces. Os deseo un buen día —dijo el hombre encargado del peaje y no se lo cobró.

Ya en el puente, los hombres que conducían los carros levantaban la fusta a modo de saludo, los que iban a pie le sonreían.

Adelia se dirigió por el camino más largo hacia la casa del viejo Benjamín. El que bordeaba el río. Las copas de los sauces la rozaban amigablemente y los peces que se acercaban a la superficie hacían burbujas semejantes a las que sentía en sus venas.

Había un hombre en el techo de la casa del viejo Benjamín. La saludó. Adelia le devolvió el saludo.

—¿Quién es?

—Coker, el techador —le dijo Matilda B.—. Cree que su pie está mejor y que hay que cambiar una o dos tejas.

—¿Lo hace a cambio de nada?

—Por supuesto —afirmó Matilda, guiñando un ojo—. ¿Acaso el doctor no le curó el pie?

Adelia había adjudicado a la falta de modales la ingratitud de los pacientes de Cambridge, que raramente o nunca se mostraban complacidos con el tratamiento que recibían del doctor Mansur y su ayudante. Habitualmente abandonaban la sala con el mismo aspecto hosco con que entraban, en agudo contraste con los salernitanos, que dedicaban cinco minutos a elogiarla.

Pero no fue solo la reparación del techo: un suculento pato —ofrecido por la esposa del herrero cuyos ojos ya no supuraban— les esperaba para la cena. Un frasco de miel, una cesta con huevos, una porción de manteca y una vasija conteniendo algo de aspecto repulsivo que resultó ser hinojo marino habían sido depositados anónimamente en la puerta de la cocina, lo que sugería que los habitantes de Cambridge optaban por formas de agradecimiento muy específicas.

Sin embargo, faltaba algo importante: ¿dónde estaba Ulf?

Matilda B. señaló el río, donde se distinguía una gorra marrón entre los juncos, debajo de un aliso.

—Está pescando truchas para la cena, Gyltha no debe preocuparse, le tenemos bien vigilado. Le ordenamos que no se moviera de ese lugar, ni por
jujubes
ni por ninguna otra cosa.

—Os ha echado de menos —señaló Matilda W.

—Y yo a él.

Era verdad, aun en medio de la lucha feroz para salvar a Rowley Picot había lamentado la ausencia del chico y le había mandado mensajes con Gyltha. El ramo de prímulas atadas con un lazo que Ulf le había enviado con su abuela «para deciros que lamenta la pérdida que habéis sufrido» estuvo a punto de hacerla llorar. Ese nuevo amor que sentía irradiaba su luz hacia los demás. Con la muerte de Simón su brillo se proyectaba en aquellos que, ahora comprendía, se habían convertido en seres necesarios para su bienestar. Ulf no era sólo el chico sentado en un cubo, con el ceño fruncido, entre los juncos del Cam, con una caña casera en sus manos mugrientas.

—Hacedme un hueco —le dijo Adelia—. Dejad que esta dama se siente.

El chico se movió a regañadientes y ella ocupó su sitio. A juzgar por la cantidad de truchas que se retorcían en la cesta, Ulf había acertado con el lugar. Era un arroyo que brotaba entre los juncos y se abría paso a través del limo, formando un canal de tamaño respetable antes de llegar al Cam.

Si se comparaba con la zanja que estaba al otro lado de la ciudad —el Kingʹs Ditch, un dique pestilente y estancado que alguna vez había servido para repeler a los invasores daneses—, el Cam era limpio; pero Adelia temía que el pescado, que forzosamente comían los viernes, no podía estar en buen estado si provenía de un río al que se vertían excrementos y ganado de todo el condado.

Agradeció que Ulf hubiera elegido un lugar de agua clara para lanzar su caña. Permaneció en silencio durante un rato, observando el sinuoso movimiento de un pez, que se distinguía tan claramente como si nadara en el aire. Entre los juncos, los destellos de las libélulas parecían piedras preciosas.

—¿Cómo está Rowley‐Powley? El apelativo era desdeñoso.

—Mejor, y no deberíais ofenderlo. —Ulf gruñó y sacó la caña con su captura—.

¿Qué gusanos estáis usando? —preguntó Adelia con amabilidad—. Dan buen resultado. —¿Éstos? —escupió—. Esperad a que los tribunales comiencen a colgar gente, entonces veréis verdaderos gusanos, con ellos se puede conseguir el pescado que se quiera.

—¿Qué tienen que ver los ahorcados con esto? —preguntó imprudentemente la doctora.

—En la horca, cuando los cadáveres se pudren, se encuentran los mejores gusanos. Todo el mundo lo sabe. Con esos gusanos se puede sacar cualquier pez, ¿no lo sabíais?

No, no lo sabía y habría deseado no saberlo. Ulf la estaba castigando.

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