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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Luto de miel (5 page)

—Todo parece bastante inconexo.

—¡Te lo había advertido! Es un texto de códigos secretos, de mensajes ocultos. Todo está en profundidad, tras las palabras. Ese otro mensaje, entre tus manos, posee esa fuerza. Esa «profecía» contiene la dosis justa de indicios para hacerte avanzar, pero no muy deprisa. Y nuestro «profeta» quiere que progreses a la velocidad que te marca.

Hice rodar los trapecios, distendí la nuca cansada y le rogué a mi amigo que me volviese a servir un dedo de brandy. Me llenó el vaso.

—Háblame de esas siete plagas.

—El diluvio de granizo y fuego, que destruyó un tercio de la Tierra… El tercio de los animales marinos que muere… El tercio de la luna, el sol y las estrellas pulverizado… Un astro que cae del cielo, eliminando un tercio de las aguas de fuente… Nubes de langostas que se abalanzan sobre los seres humanos y los torturan… Otro tercio de seres humanos reducidos a polvo… Y, finalmente, los elementos que se desencadenan…

—A san Juan no le faltaba imaginación.

—Imaginación a medias. El miedo del cielo que cae sobre la cabeza ha recorrido todos los pensamientos, desde los celtas a nuestros más eminentes astrofísicos. Observa también que tu hombre habla de diluvio. «Bajo el diluvio, volverás aquí». ¿Hace referencia al Diluvio del libro del Génesis? ¿A la destrucción de toda la vida sobre la Tierra, salvo las especies del Arca? Todo es tan vago…

Paul añadió tabaco en la pipa, bajó de la terraza y se metió en el bosque. Su voz se perdía lejos en la negrura.

—Sígueme, Franck. Hablemos un poco de tu caso. Cuéntame más cosas. Las mariposas, esa muerta… Tu mundo de sangre me fascina…

Cogimos un camino de piedras que se adentraba en el corazón de los gigantes de madera, donde la oscuridad crecía bajo cada uno de nuestros pasos.

En un intercambio de cortesía, le conté el descubrimiento en el confesionario, la posición del cadáver, los primeros resultados de la autopsia, los símbolos sobre el calco encontrado en el tímpano.

Paul permanecía silencioso. Ya sólo distinguía la sombra de su sombra, el eco de su presencia.

Entonces, al ritmo de nuestro avance ralentizado, seguí explicando… El caso… Mi vida, mi soledad, mis miedos… Paul había conocido a mi mujer, mucho antes de su secuestro. No la había reconocido después. Uno no puede ocultar lo que desvela la mirada. En esa época, había discernido en la suya la ausencia de un destello, de esa pequeña chispa que ya no encendía cuando venía a visitarnos. Lástima… Había sentido lástima…

Me animó a seguir hablando, a confiarme a esa naturaleza abierta y compadeciente que sabía entenderme…

Y hablé, hablé, hablé…

Una vez de vuelta a la luz, me sequé una lágrima, azorado, debilitado. Paul me sirvió un vaso de zumo de frutas fresco.

—Era una dimensión de árboles que quería hacerte descubrir. Suministran oxígeno, lo que exacerba tu cerebro. Acércate a ellos cada vez que sientas la necesidad… Te escucharán…

Me bebí de un trago el zumo y respiré a pleno pulmón el aliento del bosque antes de pedir un último servicio. Paul me prestó una escalera, que amarré a la baca. Dirección «el tímpano de la Cortesana».

Cuando me despedí de Legendre, me puso un brazo en el hombro y me avisó:

—Ten cuidado, Franck. Si no me he equivocado y efectivamente encuentras la segunda mitad del código tras el tímpano, entonces serán el «Meritorio». «Luego, de las dos mitades, el Meritorio matará la otra mitad con sus manos sin fe…». Tu asesino se lo cree de verdad. Irá hasta el final de su misión.

De un brazo firme, me forzó a mirarlo a la cara.

—No eres creyente, Franck, ¿verdad?

—Lo fui, pero ahora «mis manos no tienen fe»…

Mientras cerraba la puerta, añadí:

—Las personas que más amaba en el mundo murieron ante mis ojos. ¿En qué podría seguir creyendo, actualmente?

Capítulo 7

Iba a toda mecha por los barrios soñolientos de la periferia, en esa bruma cálida de asfalto, los ojos escocidos por el cansancio y la aprensión. ¿Hacia qué sombrío desenlace iba a arrastrarme ese juego de pistas? ¿Otra víctima? ¿Esa famosa «Mitad»? La mente me hervía con mil preguntas, tan perdida en los versículos bíblicos como en vericuetos del informe de la autopsia. El rostro del asesino permanecía mudo. ¿Qué intentaba probar esa voluntad asesina que, mediante acciones meditadas, locuras disimuladas, daba muestras de un muy relativo refinamiento?

Al volante de mi coche, recorriendo la noche, me sentía ligero, aliviado. Ese caso llegaba en el momento oportuno. Patrick Chartreux, dientes rotos bajo una nariz destrozada, tan sólo representaba la parte visible de mi icerberg interior. Para ser honesto, esa mujer, afeitada de los pies a la cabeza, mutilada bajo la carne, había salvado a un poli a la deriva. En lo más profundo de mi ser, en la casa de Dios y bajo la mirada de Cristo, le había dado las gracias por ello…

En las alturas, el campanario de la iglesia se recortó de esa estela blanca de estrellas. El corazón me latió más fuerte cuando apoyé la escalera en la fachada y subí hasta alcanzar el tímpano de la Cortesana. Tres borrachines andrajosos me preguntaron si me encontraba bien antes de explicarme, en su lenguaje, que había formas más sencillas de acercarse al paraíso. Desaparecieron tras una esquina de la calle, con generosos tragos de insultos. Juventud decadente…

Frente a mí, deslumbrado por el haz de mi linterna, Jesús, amparado por siete ángeles, otra vez siete, imploraba al cielo. Tras haberme enfundado un guante de látex, metí los dedos en los intersticios de la escultura y registré con minucia las fisuras. Nada, salvo piedra fracturada. Seguí palpando, con los labios prietos, colgado sobre la punta de los pies. Además de sentirme ridículo, empezaba a perder los ánimos. Era evidente que me había equivocado de punta a cabo. Salvo que…, de repente, mis falanges se cruzaron con una forma cilíndrica, de unos pocos centímetros de largo. ¡El tubo de estaño! Paul había sabido, una vez más, inyectar adrenalina en mi cuerpo.

Guardé el material, me precipité en el habitáculo y, bajo la luz tímida, destapé mi descubrimiento. El calco me esperaba… La otra mitad… Los signos aparecieron, mezcla de barras horizontales y verticales. La carne me temblaba, de lo excitado que estaba. Me apresuré a superponer mi botín al que había reconstituido.

De una mágica combinación, surgió la luz.

—¡Maldita sea, no puede ser!

Demasiado absorto en mi descubrimiento, no vi venir nada. Las dos puertas se abrieron de forma simultánea, una botella vacía seguida por un puño bien prieto me golpearon, mientras un par de manos me robaba los mensajes, el estuche de estaño y algunos cedés. Desde lo más hondo del dolor, percibí:

—¡Te dije que no era pasta lo que escondía ahí arriba, el gilipollas éste!

—¡Cierra el pico! ¡Nos piramos!

Salí del coche tambaleándome un poco y desenfundé el Glock, apuntando a la oscuridad. Los tres marginados volvieron a aparecer bajo una farola lejana antes de fundirse en la calle anexa. El hilo de sangre que me caía de los labios y el dolor del cráneo me impidieron iniciar una persecución. Estaba cabreadísimo.

En la jerga, a eso se le llamaba un atropello. Una prueba importante en un caso criminal acababa de desvanecerse. ¡Adiós a la recogida de huellas, las tomas de muestras de ADN, los análisis grafológicos! ¡Bienvenidos los follones!

Llevado por la furia, abatí los dos puños sobre el volante. El airbag me explotó en la cara. Sin comentarios…

Recuperado de esa desafortunada peripecia, por fin di el contacto. Por suerte, tenía en mente el texto, ese frágil hilo de Ariadna que me tendía el asesino.

«Camino de Le Val. Chaume-en-Brie».

El juego mortal continuaba, de etapa en etapa el asesino me hacía entrega de detalles suplementarios. Quería que su adversario se lo mereciese. «El Meritorio»…

Chaume-en-Brie. Según el mapa de carreteras, se trataba de un poblacho perdido en el departamento setenta y siete. En el mapa, localicé Meaux y luego Disneyland París. Tres cuartos de hora de carretera. Los neumáticos ardieron sobre el asfalto. Estuve a punto de marcar el número del servicio de guardia de la Criminalística. Solicitar la caballería a las tres de la madrugada. Cercar el sitio, penetrar a la fuerza, armar la pesada máquina judicial. Pero me eché atrás. Primero tenía que aclarar ese galimatías yo solo. La sangre atrae a los tiburones, esos grandes tiburones nocturnos a los que les gusta recorrer las venas del Mal. Autopista A4. Bandas blancas, rodeadas de tinieblas. A pesar de la excitación, los párpados me pesaban. Cuatro horas de sueño en dos días. Radio a tope. Céline Dion. Qué le vamos a hacer…

«—Conduces rápido, Franck. Odio cuando conduces deprisa. Mira adónde nos ha llevado la velocidad…». El caso, pensar en el caso. El confesionario. La mujer, afeitada. Los daños provocados en su cuerpo… Ocupar la mente, siempre. El mensaje, la dirección, el Apocalipsis, san Juan, las siete mariposas, el renacimiento del ser, la resurrección…

«—Ten cuidado, Franck. Tu atención se relaja. Estás cansado. Vigila la carretera…

»—¡Para, Suzanne! ¡Para de hablarme dentro de la cabeza!». La garganta en llamas. Me ahogaba. ¡Aire! ¡Aire! Abrí por completo las dos ventanas delanteras, las bocanadas calientes me revitalizaron. Una pastilla mágica, para calmar la angustia. Ahí, un cartel. La salida correcta…

Pleno campo. Pocas casas, adormecidas. Curvas, baches, conejos de ojos rojos que recorren la carretera… La noche, furiosa de oscuridad… La impresión aplastante de precipitarme en una trampa…

Finalmente, el panel de Chaume-en-Brie. Di con un plano del pueblo pegado en una parada de autobús. «Camino de Le Val». Quedaban dos kilómetros.

Destino final. Bajo los faros, edificios en construcción, desgarrados de sombras. El camino se estrechó, los campos arrojaban sus tripas pardas sobre el asfalto, creí por un momento tener que dar media vuelta cuando se alzó, tras un foso, una fortaleza negra. Abetos altos, ordenados en cuadrado y prietos alrededor de una gran residencia.

Apagué los faros y, equipado con el inseparable dúo Maglite Glock, me adentré en las profundidades insondables.

Ahí donde había decidido llevarme. En la boca del lobo.

El silencio de las cosas muertas me asaltó. Nada de viento, ningún movimiento, menos luz todavía. Atajé por la pared del abetal, salvé un portal bloqueado para aterrizar sobre un césped que había crecido bien. Bajo el rumor de mis pasos, la rodilla golpeó un montículo de madera, del que rondaba un olor que conocía demasiado bien…

Putrefacción. Mi caja torácica no necesitó más para retraerse contra los pulmones. Uno nunca se acostumbra a esas cosas…

Una caseta había sido devastada, destruida. Planchas desclavadas por todo el jardín. Arrancadas por una fuerza sobrehumana. Bajo la mordedura del haz de luz abría el andamiaje de un dóberman, que albergaba extraños huéspedes. Larvas hinchadas, moscas hartas. Un enjambre de muerte me rozó el rostro. De un mal reflejo, estuve a punto de gritar.

Visto el comité de bienvenida, no me equivocaba de dirección… ¿Qué me reservaba el interior?

Un viento ligero subió a las cimas. Las grandes manos de corteza, por todo alrededor, hicieron rodar su negrura sobre el suelo. La impresión de que las ramas iban a cerrarse sobre mí…

Penetrar por efracción, sin orden judicial, podía causarme serios problemas, sin olvidar el asunto Patrick Chartreux, que ya había afilado los dientes del comisario de dimisión.

Así que marqué el número del servicio de guardia, esperé a que sonara dos veces y colgué cuando el pomo de entrada giró, bajo el impulso de la muñeca. Chirrido de puerta… El ataque fue fulgurante. Patas ciegas sobre las sienes. Raspados de alas sobre las mejillas… Por todas partes, vibraciones.

En un primer momento, al observar las paredes con la linterna, pensé que se trataba de moho, de tan minúsculos e innombrables que eran.

Mosquitos.

Surgían de todas partes, se precipitaban sobre el raíl de fotones en un bullicio de multitud presa del pánico. Racimos negruznos se descolgaban antes de dispersarse en frescos alados. Los más hambrientos ya me chupaban la sangre de los antebrazos. Aplasté una buena cantidad al dirigirme hacia las otras habitaciones. Cocina, salón, cuarto de baño… Nadie. Ningún cuerpo, ningún olor, ningún desorden.

Encendí la luz del comedor. Los insectos se arremolinaban sobre la araña, algunos se asaban. Los más atrevidos preferían el contacto de mi mano a la hambruna. ¡Estúpidos insectos! Avancé haciendo aspavientos. En la pared, una foto. Una pareja, abrazada a orillas de una playa. Larga cabellera morena para ella, tripa incipiente para él. Me acerqué a la instantánea. No había duda… Delante de mí, la mujer acurrucada del confesionario.

Dos preguntas: ¿dónde estaba el marido? ¿Por qué el asesino me traía ahí? Tragué saliva con dificultad, apretando el Glock contra la mejilla…

La planta superior. Dos habitaciones. La de los padres. Y la otra. Destrozada. Pósteres de hombres por todas partes, lacerados a cuchillazos. Brad Pitt, Georges Clooney, Matt Damon, sin los ojos. En el suelo, cristales. Fragmentos de bombilla. Una lámpara rota, los vestigios de una lucha.

Tres… Eran tres. El hombre, la mujer, la hija. Una descansaba entre cuatro tablas. ¿Y los otros dos?

Regresé a la planta baja para seguir registrando, con el ímpetu de la desesperación. En el salón, las últimas cartas abiertas se remontaban a tres semanas… Viviane y Olivier Tisserand…

Van de Veld había observado, en la víctima, uñas largas, rotas. ¿La habían secuestrado todo ese tiempo? ¿En qué lugar? ¿Y su marido, la otra «Mitad»? En cuanto a la hija, Maria… ¿Por qué el asesino no la había mencionado en su mensaje?

A mi alrededor, el ladrillo temblaba, forrado de un enjambre de trompas mórbidas y alas zumbantes. ¡Jamás había visto tantos mosquitos!

Una alfombra. Una alfombra de insectos. Algunos yacían en el suelo, agotados por la escasez de sangre. Otros volaban con el estómago vacío, ebrios de hambre canina. ¿Por qué estaban todos ahí, agrupados en esa habitación? ¿Qué podía atraerlos en un número tan grande? Volví a lanzarme hacia la planta superior, en busca del abismo y sus aguas negras. ¿Se trataba de la bañera, los lavabos, el cuarto de baño, una fosa cualquiera? ¿Un pozo, en el jardín? ¡Podía ser!

Bajé a toda prisa, cogí un halógeno exterior. Nada. Hierba, árboles, campos… De tanto jugar, uno se cansa.

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