«Luego, de las dos mitades, el Meritorio matará la otra mitad con sus manos sin fe». ¡De las dos mitades! ¡Sólo disponía de la mitad del mensaje! ¡De ahí el papel calco! ¿Había que superponerlo a otro? Sin embargo, Van de Veld había despedazado el cuerpo. Corazón abierto, vejiga reventada, cráneo serrado, cerebro cortado. Un buen trabajo, pero la Muerte no había revelado nada más. Entonces, ¿dónde diablos buscar esa mitad que faltaba? ¿Cómo remontar hasta «el abismo y sus aguas negras»?
El mensaje… Todo debía de esconderse en el mensaje, tras el repliegue de las letras. Volví a leerlo una, diez, cien veces; me impregnaba de cada término, cada coma, la menor mayúscula. Mayúscula a «Cortesana», la víctima. Mayúscula a «Mitad»…
¿Esa «otra Mitad» significaba el marido? Si era ése el caso, él también estaba en peligro. El asesino quizá no había atacado a una única persona…, sino a una pareja.
Eso cambiaba las tornas.
Me levanté bruscamente, sobreexcitado. ¿Para hacer qué, ir adónde? Tan sólo tenía retazos. La pizza que pedí en Speed Rabbit desapareció en mi estómago sin que notase el sabor. La radio zumbaba. Cambio de emisora. Una cualquiera. Nada de silencio. Sobre todo, nada de silencio…
Si no, podían volver. Las voces.
Todo estaba ahí, ante mis ojos. Bajé los párpados… Una sombra, subida a la cima de un andamio… En plena noche… Abril… Alrededor, figuras divinas… Vidrieras, la cruz de Cristo, el eco de las plegarias… ¿Por qué una iglesia? ¿Por qué tan arriba, invisible?
El gozo.
Para que fuese el único que lo gozase, en medio de la multitud.
Lo imaginaba, cada domingo, levantando los ojos hacia la advertencia, mientras los hombres de fe predicaban la palabra de Dios. ¿Expresaba con ello una forma de exaltación, de dominación? Anunciar un crimen, grabado en la piedra, en el mismo corazón de la casa de Dios y bajo la mirada de todos, un bonito gozo de perverso…
Mis ojos volvieron a centrarse en la redacción.
«El Meritorio…». ¿El asesino hablaba de sí mismo? ¿Por qué se empecinaba en abandonar los textos codificados? ¿Qué función desempeñaba en su juego esa mujer, con los órganos destrozados? ¿Qué significaba «bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz»? ¿Dónde había que regresar? ¿A la iglesia?
Una vez agotadas mis reservas de ideas, decidí ducharme, y luego me puse ropa ligera. Pantalones cortos y camiseta. Las ventanas, abiertas de par en par, salvas de mosquitos. En el balcón, las plantas se morían de sed. Las regué con un agua bien fresca.
Las diez, ya. La noche que cae. La noche, la oscuridad. Solo. Solo en la cocina, solo en la cama. No recordarlo. Ocupar la mente. Tele, encender la tele. Frenazo, gritos.
«Ven con nosotras, Franck… Éloïse quiere verte… Ven… Ven… No nos dejes solas…». Suzanne… Seis años sin soltar una palabra…
Desde entonces…, esas atrocidades… ¿Por qué me acosa en la cabeza? No pienses, Franck, no pienses… Los trenes. Pon en marcha los trenes… Un decorado que terminar. Una familia que moldear, pintar, colocar… Mañana compro raíles. Ampliar la red. Más grande. Más locomotoras. Y ruido…, siempre ruido.
Puse una mano temblorosa sobre el pastillero, cuando llamaron a la puerta.
En el rellano, una niña, temblorosa y llorosa. La pequeña del libro de
Fantomette
, me pareció. Me puse en cuclillas.
—¿Qué ocurre?
Desde lo alto de sus nueve o diez años, con la cabeza inclinada y el rostro redondo de niña, ardía de una timidez conmovedora. Sus dedos minúsculos se retorcían en los pliegues de su camisón azul.
—Me… he quedado encerrada… fuera… Mamá se ha marchado… a trabajar. Quería… coger al gato, que salió al… mismo tiempo que… mamá. Y la puerta…, ¡la puerta se ha cerrado!
Una ternura se me perdió en los labios.
—¿Cuándo regresa tu mamá?
—Mañana por la mañana, es enfermera.
—¿Y tu papá?
—Se marchó… Hace mucho tiempo…
La invité a entrar con un gesto generoso.
—¿Acabáis de mudaros, tu mamá y tú?
—La semana pas…
La niña se quedó petrificada, extasiada ante la red ferroviaria, los túneles, las pequeñas locomotoras a vapor que sacaban pecho y bufaban de placer. Se secó las lágrimas con un amplio movimiento de brazo.
—Es bonito, ¿a que sí? —susurré arrodillándome cerca de las figuritas de yeso.
La contemplaba, suspendidos los minutos, con esa mirada simple que nunca pierden los padres cariñosos.
—¿Sabes en qué hospital trabaja tu mamá?
La niña movió la cabeza, sin contestar, los ojos de jade brillantes de tesoros secretos. ¿Por qué vino a verme, a mí, un poli perdido en sus recuerdos, con quien nadie se cruzaba y que no deseaba cruzarse con nadie? Un día vi en un reportaje a un león enternecerse con un antílope herido. ¡Esa pequeña me desestabilizaba tanto! Reflexioné durante un segundo y propuse:
—Vamos a dejar una nota bajo la puerta de tu apartamento, que pondrá que estás aquí, en el treinta y dos. Así, cuanto tu mamá regrese, vendrá a buscarte, ¿vale? Voy a instalarme en el sofá, y tú podrás dormir en mi cama.
Unió las manos sobre el pecho y aclamó un «Síííííí» victorioso.
La velada se consumó a la luz de nuestras mímicas cómplices. Le hablé de los trenes, le expliqué las reglas que debían respetar, la manera como animar a los personajes, Como, también, utilizar materiales del día a día para crear el decorado. Papel, tapones de corcho, cerillas, que, en el mundo de juguetes y sobre todo a los ojos de los niños, se transformaban en jardincillos, parterres de flores, campos de alfalfa… La paternidad no se olvida, crece sobre todo durante la ausencia.
—¿Quieres ponerme la mano sobre el corazón? —susurró, mientras la arropaba con ese gesto simple y tan doloroso.
Un poco sorprendido por la petición, puse suavemente mi manaza sobre el pecho, a la izquierda, y no sentí ninguna pulsación. El estómago se me encogía tanto como la sonrisa de la pequeña se agrandaba.
—Es a la derecha que se esconde mi corazón —confió en un suspiro.
Quise desplazar la mano, pero la apartó con un movimiento un poco seco.
—Se trata de una anomalía genética, pero, para mí, es una suerte inmensa. ¿Adivinas por qué?
Sacudí lentamente la cabeza.
—Antes, cuando mi papá me estrechaba entre sus brazos, nuestros corazones se situaban frente a frente, cada uno percibía los latidos del otro. ¿Y sabes qué? Llega un momento en que los latidos se producen exactamente en el mismo momento, al mismo ritmo. Es así como sabía que mi papá me quería…
La escuchaba con ternura, mecido por la miel de sus frases. Me dijo también, tendiendo un dedo:
—La pantalla del ordenador. ¿Por qué se pone a parpadear?
—¡Un mensaje electrónico!
Volé hasta el teclado, desplegué la ventana correspondiente al último mensaje de correo electrónico. Paul Legendre, el doctor de teología… Me tragué las líneas que me escribía, en apnea. La presión sanguínea me latía en las sienes.
—¡Tengo que salir! ¡Una urgencia! Yo… mi vecino te cuidará. ¿Conoces a Willy? ¡Es un chico con espaguetis en la cabeza! ¡Es muy majo, ya verás!
Se irguió con la postura agresiva de las cobras.
—¡No! ¡Quiero quedarme aquí, contigo! ¡No te vayas!
—¡Volveré!
Los ojos se le tornaron de color gris tormentoso.
—¡No te vayas, Franck! ¡Quédate conmigo! ¡Si la encolerizas, se marchará!
—¿De quién estás hablando?
Pero se metió bajo las sábanas, sin abrir más la boca…
Willy fumaba al otro lado del rellano, delante de su puerta cerrada, el rostro blando aplastado contra el hombro. Le conté lo de la niña. Bostezó, sopló en el peta y soltó:
—Vale, tío. Tráela. Pero te lo advierto, no hago de canguro. Me voy a ir al catre…
Me precipité a mi habitación. Sábanas deshechas, almohada reblandecida, pero ni rastro de la niña. Cocina, lavabo, salón. Nada. Quise llamarla, sin nombre que pronunciar. Pasillo vacío. Debió de escurrirse por el hueco de la escalera, como un ratoncito.
Bajé los escalones de cuatro en cuatro, registré los rincones discretos y los escondites improvisados. En vano. Entonces pensé en la nota, depositada bajo la puerta número siete. «Su hija se quedó encerrada fuera. Está en mi casa, en el tercero, a salvo. Número treinta y dos. Soy policía».
—¡Maldita sea!
Tiré veinte euros en la mano de Willy y lo exhorté a vigilar en el pasillo del tercer piso. Con el cigarrillo entre los dientes, refunfuñó antes de apoltronarse contra la jamba, con las piernas abiertas. Un negro espléndido en pijama. En cuanto a mí, tras haberme puesto una camisa limpia y un pantalón de tela fina, corrí hacia Meudon-la-Forêt, el Glock apretado contra el flanco izquierdo.
A las dos de la madrugada, Paul Legendre quería explicarme de viva voz lo que había desencriptado en el mensaje.
El doctor en teología vivía en el lindero de un bosque, en el hueco de relieves tejidos de senderos salvajes y de eriales murmurantes. Su caserón neogótico respiró lentamente bajo la iluminación de mis faros.
Sentado sobre los peldaños de la entrada, Paul disfrutaba del gran pulmón forestal, pipa en los labios, su cara pesada matizada por la palpitación de un quinqué.
—¿Es que no duermes nunca? —bromeé tendiéndole la mano.
Me contestó con una sonrisa acompañada de una palmada en el hombro, y luego me invitó a seguirle.
Nos instalamos en una terraza rodeada de troncos tensos y hierbas prietas. Uno se habría creído bajo una noche tropical, en el corazón de una sauna malsana, de lo mucho que el trasudor mancillaba las camisas y embadurnaba las frentes.
Paul me sirvió un brandy con hielo, que acogí como una liberación.
Una vez la cazoleta de la pipa reavivada con aspiraciones minuciosas, se metió de lleno en el meollo del asunto.
—No he podido captar tu texto globalmente, pero he descubierto algunas claves que te interesarán. Hablemos primero de esa «Cortesana» y su «tímpano». ¿Te has fijado en la mayúscula de «Cortesana»?
—Exacto.
—Cuando habla de la «Cortesana», nuestro hombre habla de la Iglesia. Desde hace años, grupos de expertos de diversas nacionalidades analizan con detenimiento los treinta y nueve libros de la Biblia hebraica. Han descifrado los emblemas, las imágenes, los códigos ocultos. Desde el punto de vista simbólico, se representa a Cristo como el esposo de la Iglesia. En la recopilación final, el Apocalipsis, san Juan desmenuza el tema del adulterio. Para él, una Iglesia corrompida se considera como una Cortesana, ya que engaña a su marido, Cristo.
Mi lengua chasqueó bajo el ámbar delicado del brebaje, mientras los músculos se me distendían un poco.
—Es curioso —observé—. Uno de mis colegas interrogó a un cura, que pretendió no entender nada de esas frases. No entiendo muy bien cómo un hombre de fe podía ignorar eso.
Paul trazó un amplio arabesco con la mano derecha.
—Todo depende del ángulo de visión, del punto de vista. Tu cura predica y transmite la palabra santa, utiliza la Biblia como vector de su vocación… Nosotros, los especialistas, nos pasamos la vida en yacimientos arqueológicos, en las bibliotecas de los institutos católicos, en centros de estudios semíticos. Intentamos descifrar el simbolismo de los escritos bíblicos, pero sin por ello dejar de ir al culto todos los domingos. Así que, sí, tu sacerdote podía perfectamente ignorarlo…
Se bebió el alcohol de un trago y me ofreció otra copa, que rechacé.
—Perdona mi falta de cultura, pero ¿por qué «el tímpano de la Cortesana»?
Legendre enjugó su frente de acantilado con un pañuelo blanco. El calor nocturno rondaba bajo sus carnes húmedas, incendiando su rostro con un rojo de brasa.
—¡Consulta el diccionario! Un tímpano es una escultura, un fresco que se encuentra en la entrada de numerosas iglesias romanas, encima de la puerta. Materializa un mensaje de acogida, el paso del mundo terrestre a un lugar divino.
—¡«El tímpano de la Cortesana»! ¡La entrada de la iglesia de Issy! ¡Oculta algo! ¡Otro mensaje!
¡Lo habíamos conseguido! Pensaba en las inscripciones incomprensibles, descubiertas por el forense en el tubito, escondido en «el tímpano» de la víctima. Incompletas porque el otro trozo se escondía tras otro «tímpano», el de la iglesia de Issy. «Tímpano» de oreja, «tímpano» de iglesia. La carne, el espíritu. Solté, con el tono de un niño impaciente:
—¡Explícame el resto! ¡«El abismo y sus aguas negras», «la plaga», «el mal aire»!
Paul sonrió, mostrando los viejos dientes amarillos de fumador de pipa.
—Despacio, Franck, despacio. ¿Crees que te voy a traer a tu tipo en bandeja? Esas frases siguen siendo, en su significado general, un misterio, un amasijo de sinsentidos, pero no creo equivocarme al afirmar que tu… cliente se toma por un mesías o una figura religiosa con poderes… divinos.
Con la calma de una lápida, el teólogo bamboleaba el vaso delante de él.
—Ilumíname más, Paul. ¿Qué más has descifrado?
—No he descifrado, tan sólo he constatado. Parece ser, pues, que tu cómico se ha inspirado en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis de San Juan. ¿Conoces esa recopilación?
—Tan sólo de nombre… Seis, seis, seis, la cifra de la Bestia. El fin de los tiempos. Paul utilizaba profusamente el lenguaje de las manos. Rotaciones, barridos, brazadas de aire.
—Evoca a la «Cortesana», luego una «trompeta»… «Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá». Me es imposible resumir ese argumento profuso y caótico que constituye el Apocalipsis, pero, a grandes rasgos, siete trompetas avisan a las siete Iglesias del Asia Menor de que van a extenderse siete plagas sobre la Tierra. A cada toque de trompeta, una plaga… En cuanto a «la onda se tornará roja», podríamos, de forma extrema, hacer una analogía con el castigo reservado a Satán, que sus propios discípulos tiraron, tras mil años de reino, en un pozo que se llena de lava. Una onda que se torna roja…
Las rarezas que Paul desvelaba me procuraban un placer peligroso, el frío curioso que siente el faquir tragasables.
—Siete plagas, siete Iglesias… Siempre esa cifra —observé frunciendo el ceño—. Descubrimos siete mariposas al lado de la víctima. Esfinges de la calavera. ¿Qué simboliza esa cifra?
—La perfección, la excelencia, la renovación. Es la cifra atribuida a las calidades de Dios, superior al seis, cifra de la Bestia. Se cita millones de veces en el Apocalipsis.