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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Luto de miel (9 page)

Al final del pasillo interminable, marcó otro código.

—En cuanto a la cantidad recogida en casa de esa pareja… Esos mosquitos no pueden haberse importado en el equipaje. Aunque, por insensato que pueda parecer, estoy convencida de que provienen… de cría.

—Una cría… Como para las esfinges de la calavera…

Bras puso sus grandes ojos negros como platos.

—¿También ha descubierto mariposas?

—Siete mariposas cada vez, cerca de las víctimas… ¿Es posible robar agentes infecciosos en sus locales?

Levantó los brazos.

—¡Mire a su alrededor! ¡Todas esas cámaras! Sin olvidar las duchas de descontaminación, obligatorias, la despresurización y los diferentes controles antes de volver a subir a la superficie. ¡Es imposible!

—Nada es imposible… ¿Cuántos laboratorios de este tipo existen en Francia?

—Un solo P4, en Lyon, sobreprotegido e inaccesible, y un pequeño centenar de P3. Si sólo se toman en consideración los que se dedican a la parasitología, el número desciende a una decena, de los que sólo hay uno en París, el nuestro.

Anoté toda la información que pude. Llegamos al insectario, una jungla tropical bajo el asfalto parisino.

Tras las paredes de plexiglás retozaban tejidos de clorofila, lazos de lianas murmurantes. Nubes negruzcas de insectos libaban sobre charcas de agua, verde de tanto estancarse, mientras en el hueco de las ramas, unos capuchinos realizaban amplias mímicas curiosas.

—¿Por qué los monos?

—Es complicado. Digamos, para simplificar, que intentamos comprender cómo intervienen en el modo de propagación. Mire, esos primates son todos portadores del
Plasmodium
y, sin embargo, están perfectamente saludables. Un ser humano estaría muerto desde hace tiempo.

Apoyó la mano sobre un cristal. Un macho se precipitó para poner en el espejo sus cinco minúsculos dedos. Un intercambio inexplicable se operó entre el ser de pelo y el ser de ébano.

—Además —añadió—, suministran la sangre a los insectos.

Efectivamente, algunos insectos se bamboleaban, con el abdomen repleto de hemoglobina. Señalé un charco plagado de larvas y pregunté, rascándome el pelo:

—Si se excluye el robo en laboratorio, ¿es posible criar a sus propias colonias de anófeles?

Bras dio un vistazo a un ordenador en el que destelleaban miles de cifras antes de apagar la pantalla.

—Humedad, calor, sangre, el trío diabólico. Se necesitan aguas estancadas para la proliferación de las larvas que viven en medio acuático. Para el calor, no hace falta buscar muy lejos. La canícula… En cuanto a la sangre… Ratón, gato, perro, mono. Cualquier animal es válido. El resto se hace solo. Una hembra pondrá sistemáticamente doscientos huevos cada tres días en lo que dure su vida; es decir, un mes.

Estuve a punto de tragarme la lengua.

—Qui… Quiere decir que… ¿En pocas semanas, a partir de un macho y una hembra, uno puede fabricar un ejército de miles de insectos asesinos?

Desveló una sonrisa mitigada.

—¡Uy, uy, uy! ¡Qué va! ¡La trasmisión del parásito no es vertical, las larvas siempre nacen sanas! ¡Gracias a Dios! ¡Si no, la raza humana habría sido aniquilida hace tiempo!

Fruncí el ceño.

—Sin embargo, el profesor Diamond hablaba de un cuarenta por ciento de anófeles infectados…

—Es turbio, en efecto. La única posibilidad para un espécimen de convertirse en portador es extraer sangre de un ser humano que sea él mismo portador del paludismo.

Me costó tragar. Dije, con voz temblorosa:

—¿Sabe que hemos descubierto a una mujer muerta de esa enfermedad?

—Por supuesto. En una iglesia, ¿verdad?

Mi mente se nubló. Mi cuerpo respondió a esos pensamientos con un intenso escalofrío.

—¿Se encuentra bien, señor Sharko?

Me apoyé contra una pared.

—Discúlpeme… No he dormido mucho. Y… no todos los días se entera uno de que quizá morirá de paludismo.

Se quitó el gorro, desplegó su increíble cabellera de jade antes de volver a ocultarla bajo la protección de algodón.

—Por el momento no corre ningún riesgo. Si en efecto está contaminado, el parásito está en fase de incubación. El tratamiento que sigue es muy eficaz, debería acabar con él muy rápidamente.

—Sí, debería. Con la condición de que los anófeles no sean resistentes y que no forme parte del porcentaje de incurables. ¿Es así?

—Es una manera de pintarlo todo negro, sí.

Con dificultad, conseguí meterme de nuevo en el caso.

—Según el forense, la víctima había ingerido grandes cantidades de miel. Atrae a las esfinges, ¿ocurre lo mismo con los mosquitos?

Asintió.

—La miel de flores, en estado natural, contiene ácido láctico, un compuesto orgánico que excita a los mosquitos y los atrae. Sin embargo, la miel absorbida, por su importante contenido en azúcares, la asimila muy rápidamente el organismo. El ácido láctico que transporta atraviesa los poros de la piel, al igual que las sales minerales, la vitamina C o el amoníaco, y va a parar al sudor. Es la picada asegurada.

A pesar del color de su piel, vi a Bras palidecer.

—Entiendo adónde quiere llegar… En su opinión, ¿esa mujer habría servido de… reservorio de
Plasmodium
?

—Cultive anófeles sanos, secuestre a una persona que sabe que está infectada de malaria y suelte una tropa de insectos sobre ella… Para aumentar las probabilidades de picaduras, atiborra a la pobre desgraciada de miel y… la afeita de pies a cabeza. Cráneo, cejas, pelo púbico. Y, cuatro o cinco días antes de la muerte presentida de la presa, y porque dispone de una reserva innombrable de vectores, la aísla. Las picaduras de mosquitos desaparecen, sin dejar rastro sobre el cuerpo, pero un gran trastorno en mis investigadores… Todo cuadra a la perfección…

No me atrevía a imaginarme el calvario de la muerta. Durante días, salvas monstruosas le habían torpedeado el rostro, la cabeza, el sexo, chupándola por todas partes, escalando las cuerdas de sus miembros atados. ¿Cuántos días había sufrido? ¿Cuánto?

Bras ya no sonreía, sus labios prietos delataban un malestar evidente. Su mirada se perdió en dos capuchinos que despiojaban a un tercero. Finalmente, anunció:

—¡Si el paludismo de su víctima se declaró, debe figurar obligatoriamente en su historial médico! ¡Busque a las personas que tuvieron acceso a ese historial, médicos, epidemiólogos, personal hospitalario, informáticos! ¡Encontrará a su hombre! ¡Tienen que interrogarlo a toda costa!

Hice crujir mi perilla.

—No creo que sea tan fácil…

—¿Y por qué no?

Pensaba en el mensaje grabado hacía tres meses en lo alto de la columna.

«El tímpano de la Cortesana», en referencia a la asesinada… «El abismo y sus aguas negras», camino literario hacia su marido… Desde hacía un trimestre, «el hombre mosquitos» iba tras la pareja Tisserand, sabía que la esposa es a través de quien «la plaga se extenderá». Desde hacía un trimestre, cuando el paludismo no tratado podía matar en diez días.

—Cuando secuestró a Viviane Tisserand, estaba totalmente sana…

—Pero…

—Se lo inoculó…

Señalé el insectario de anófeles.

—… Imagínese. Uno o dos especímenes infectados, traídos de forma intencionada de un viaje, la pican y la contaminan… Mientras el parásito se incuba en el hígado de Viviane, nuestro hombre cultiva sus colonias. Las hembras ponen, los huevos eclosionan, las larvas crecen y se convierten en mosquitos. Diez días después, Tisserand está «lista», tiene la sangre infectada. Le quedan unos quince días de vida. Durante unos días, miles de insectos van a desfilar por su cuerpo… Y convertirse así en portadores…

Me llevé las manos a la frente.

—Es espantoso —dijo Bras—. Su razonamiento, aunque simplificado, se sostiene perfectamente.

—¿Por qué simplificado?

—Hay sincronismos perfectos que respetar para que un anófeles se infecte y se convierta en infectante. Intervienen numerosos parámetros. La edad de las hembras, los tiempos de incubación, los ciclos de reproducción a la vez en el insecto y el humano, todo regulado por condiciones exteriores. Con un cuarenta por ciento de contaminantes, obtiene un muy buen «resultado», si me permite decirlo así. Su asesino no es cualquiera…

—¿Podría tratarse de alguien del sector?

—Cualquiera en contacto con los insectos. Ayudante de laboratorio, investigador o también apasionado…

Echó un vistazo inconsciente a la cámara y desbloqueó la puerta de salida.

—Pero esté seguro de algo: uno no puede frecuentarlos sin que se impongan en su vida. Son misterio, extrañeza, sueño, presentan combinaciones de formas al infinito, con juegos de colores de lo más extravagante. No existe ninguno, entre todos los científicos que encontrará aquí, que no posea un insectario en su casa o colecciones completas de obras sobre la materia. Para Diamond, son los fásmidos. Drocourt, su asistente, posee un vivero en el que cría a más de treinta especies de mariquitas. Para su hombre… Quizá son las mariposas… Pero… Las esfinges son bastante raras, sobre todo en esta región.

—¿Cómo ha conseguido las orugas de origen, en tal caso?

—Con tiempo y paciencia. Recorriendo los campos, los bosques, en las estaciones adecuadas… También existen lugares donde los aficionados se encuentran, para comprar o vender especímenes. Todo un mercadillo de bichitos…

—¿Y las tiendas especializadas, como en las que se pueden conseguir arañas?

—No son insectos, sino arácnidos, con ocho patas. No, los comercios de los que habla se dedican a la terrariofilia. Reptiles, anfibios, saurios, invertebrados… Nada que tenga relación con los insectos, que sólo interesan a los verdaderos entusiastas, los entomólogos.

Llegamos frente al ascensor.

—Una última pregunta. Hablaba de miel no tratada, antes. Quiere decir… ¿miel de apicultura?

—¡Ah, ya veo! ¡Una vía de investigación seria, debería haberlo pensado y hablarle antes de eso! Con lo que no habría sido un poli de maravilla…

Pulsó el botón de llamada, la mirada turbia.

—Las transformaciones químicas debidas a la acción del aire sobre la miel segregada hacen que pierda rápidamente el contenido en ácido láctico, diría que en unas doce horas. Pasado ese lapso, la miel, como ya no tiene ácido, seduce tanto a los mosquitos como un diente de ajo. Así que si su tipo efectivamente ha utilizado la miel para atraer a los anófeles, entonces puede estar seguro de que la ha recogido directamente de la colmena, día a día…

En efecto, se abría una pista. Pero reforzaba el horror de lo que era realmente el asesino. Un monstruo. Porque no se conformaba con matar. Llevaba la perfección de sus crímenes al detalle más ínfimo, los trabajaba, los perfilaba, como verdaderas obras de arte.

Y componía, con la muerte…, un lienzo magistral…

Capítulo 11

El sol emprendía su perezoso descenso hacia el oeste, temblando en las transparencias de polución.

Acababa de pudrirme dos horas en los atascos, agobiado por la mordedura de los gases, empapado hasta el punto de poder retorcer la camisa. El estómago me aullaba de hambre, tenía la garganta en llamas. Mi cuerpo entero parecía una antorcha furiosa.

Una terraza, por fin. Me invité a tomates con mozzarella realzados con un vaso de Chianti con, como única vista, el marco idílico de las aceras repletas de gente. Luego, a paso tranquilo, subí la larga cabellera gris del Sena, en dirección a la avenida de los Orfebres. Del Piero me esperaba en el agujero de su madriguera para una charla. Las 20.30, empezaba la jornada.

La poli parecía, ella también, agobiada por la quemazón de los grados. A pesar del ensañamiento del ventilador, su blusa no había sabido ahuyentar las grandes aureolas situadas bajo las axilas. Su rostro llevaba el cansancio de las jornadas demasiado pesadas, las pequeñas arrugas de joven cuadragenaria sin duda amplificadas por las preocupaciones de esas largas horas en blanco.

Me espetó una sonrisa, pero esa sonrisa lo tenía todo de la educación forzada.

—Póngase cómodo, comisario, por favor…

Bajó la tapa del ordenador portátil y desenchufó la batería con un movimiento cansado.

—Una jornada asquerosa, muy asquerosa…

Dedicó un rápido vistazo a la fregona que me servía de camisa, una ceja ligeramente alzada.

—En primer lugar, quería felicitarle por el golpe de la miel de colmena. He metido de inmediato a Sibersky en el asunto. No deben abundar los apicultores en la región.

—Tan sólo he sacado partido de las informaciones a nuestra disposición. Es esa… Calypso Bras quien me ha abierto la vía.

Asintió y se puso una mano sobre el vientre.

—¿Cómo se toma… esa cosa, en nuestro interior?

Cerré ligeramente los ojos, la piel acariciada por el aire pesado del ventilador.

—No va de maravilla… El asesino nos ha tocado de pleno. Una verdadera puñalada, una hemorragia interna. Un golpe… tan hábil como sutil…

Del Piero se palpaba los flancos en varios sitios, las pupilas enfocadas hacia ninguna parte. Remaches de luz le sacudían el cobre de la cabellera. En los tonos anaranjados del sol poniente, con sus mechas de una humedad refinada, los hombres debían de encontrarla guapa.

—No puede imaginarse hasta qué punto me repugna —se confió entre dos muecas—. Creo que es una sensación peor para nosotras, las mujeres. Me siento… mancillada…, casi violada…

Violada… La palabra me estalló en la cabeza. Violada desde el interior…

Se llevó un cigarrillo tembloroso a los labios y me ofreció uno, que acepté. Luego se quedó sin reacción, un poco ausente.

—¿Se encuentra bien? —preguntó mientras le encendía el pitillo.

De repente se tensó.

—¡Sí, sí! No hay ningún problema. Señaló el teléfono.

—El laboratorio ha prometido llamar esta noche. Pronto sabremos si esos anófeles son resistentes o no. Una horrorosa tortura mental. No sé cómo reaccionaré si…, quiero decir que…

—Haga como yo, evite pensar en ello…

Asintió, amontonando carpetas que ya estaban amontonadas.

—¡Bueno! Vamos a por la autopsia de Olivier Tisserand… Asistí a ella, en parte… —Arrugó la nariz—. Mire que he visto autopsias, ¡pero de este estilo! Se alcanza el súmmum del horror.

Su voz había perdido el punto agresivo de la mañana. Estábamos allí, como dos guijarros en una playa, indiferentes el uno al otro y sin embargo unidos por las circunstancias. Esa jornada demasiado cálida nos había vaciado de cualquier gana de entrar en conflicto.

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