Tras algunos minutos en la nebulosa de mis pensamientos, la saliva me afluyó sobre la lengua. Ya está, me temblaban las manos, la frente se me perlaba de sudor. Volvía a empezar…
Saqué una cajita que contenía unos comprimidos minúsculos y me tragué uno de mala gana, consciente de lo que esas malditas píldoras le habían hecho a mi mujer. Un embrutecimiento largo y sordo, un medio de acallar los fantasmas en su cabeza, pero también de aislarla del mundo. Ahora me tocaba a mí. El precio que había que pagar para que todo fuese mejor… El timbre de la línea interna me sobresaltó.
El comisario de división Leclerc quería verme en su despacho. Desprendía una cólera palpable.
En ese mismo instante, el entomólogo Houcine Courbevoix me llamó al móvil para hablarme de los insectos.
—Me has traído siete machos preciosos de
Acherontia atropos
, a los que más comúnmente se les llama «esfinge de la calavera» a causa de ese dibujo bastante espeluznante encima del tórax.
—¿Alguna idea de dónde pueden salir?
—Esas mariposas nocturnas frecuentan cada vez menos nuestros bosques. Es evidente que éstas provienen de un criadero.
—¿Estás seguro?
—¡Por supuesto! Por una parte, la vida del adulto es muy efímera, de siete a diez días; coger tantas en tan poco tiempo sería más bien una hazaña. Pero esos especímenes tienen todos la misma edad, de cuatro a cinco días. En el estadio de oruga, constituyen reservas en nutrientes que les permiten vivir sin alimentarse una vez se convierten en adultos. Es esa cantidad, medida en la hemolinfa, la que me ha permitido definir el consumo de nutrientes y, consecuentemente, su edad. También he encontrado restos de miel, que a las esfinges les encanta.
La píldora daba ya un buen latigazo interior.
—¿Y las manchas blanquecinas sobre el cráneo?
—Se trata de una hormona llamada feromona, que se encuentra en una glándula situada en la punta del abdomen de las hembras. Unas milésimas de gramo bastan para atraer a los machos de la misma especie a más de diez kilómetros a la redonda. ¡Todo un imán! Eso explica que tus mariposas permanecieran aglutinadas.
—Vale… Y esas… esfinges, ¿tienen alguna peculiaridad?, ¿connotaciones… religiosas, o… representan algún tipo de símbolo?
Mi interlocutor se tomó el tiempo de reflexionar y acabó por responder:
—Siempre han tenido muy mala reputación, en relación con esa calavera en el cuerpo y el grito inquietante que emiten cuando se sienten en peligro. Se supone que ver a una revoloteando en la puerta de una casa o en una ventana atrae el mal de ojo… Determinadas leyendas les asignan un papel de mensajeros de los difuntos, que quieren hacer una última solicitud a los vivos. ¡Pero, por supuesto, todo esto está totalmente infundado! En cuanto a la simbología… Es muy difuso lo que me preguntas, porque los lepidópteros suscitan sin duda alguna un gran número de símbolos, debido a sus transformaciones sucesivas. El más recurrente, pero creo que no te voy a enseñar nada nuevo, es la resurrección del ser, cuando sale de la crisálida… Quizás es lo que tu asesino ha querido resaltar, al colocar nuestras «esfinges de la calavera» en una iglesia. Resurrección, Jesús… Algo de ese estilo.
La línea interna volvió a sonar. Leclerc se impacientaba.
—Tengo que dejarte —me disculpé volviendo a coger el otro auricular—. ¿Me envías tu informe hoy mismo?
—Hecho.
—Apunta todo lo que se te pase por la cabeza, aunque no te parezca importante. Ya haremos la selección. Y no te olvides de añadir esa historia de resurrección…
Colgué y me lancé a los pasillos.
El comisario de división, con un movimiento de cabeza, me indicó que cerrara la puerta.
—¡Me acaban de dar la noticia! ¡¿Se puede saber qué mosca te ha picado, Shark?! ¡La Inspección General de los Servicios se nos va a echar encima!
Golpeó la mesa con un puño flaco pero incisivo.
—¡Le has molido la nariz! ¡Está en el hospital!
Lo observé con una expresión transparente.
—¿De quién está hablando?
Unas serpientes azules se le hincharon en el cuello.
—¡No me tomes el pelo! ¡Patrick Chartreux te ha reconocido! La semana pasada, Saint-Malo, ¿te suena de algo?
Hice crujir mi perilla recién cortada.
—¿Saint-Malo? Estaba por Brest, Hotel de Grands Salants. Podrá comprobarlo. Habitación trescientos dos, reservada a nombre de Franck Sharko…
Leclerc guardó silencio; dobló un chicle entre los dientes antes de soltar:
—¡Bretaña, qué casualidad! ¿Sabes que no necesitarán mucho tiempo para demostrar que estabas en Saint-Malo?
»Les importan un comino tus hojas de servicio, las recompensas. ¡El Ángel Rojo ha pasado a la historia! Eres un sanguíneo, Shark, tus métodos expeditivos, tus rondas en solitario, no lo aprecian mucho los de arriba. He puesto lo que he podido de mi parte para que te reintegrases en la central. ¡Y mira en qué mierda me metes! ¡No tenías ninguna necesidad de ir hasta ahí! ¡Ha pasado casi un año!
La boca se me hizo pequeña.
—Por qué no hablamos mejor del caso…
Mi sorprendente tranquilidad lo sacó de sus casillas. El flujo de sangre ya no le desapareció de las mejillas.
—¡No puedo dejarte solo en el caso! Eres un buen poli, el mejor que conozco, pero, entiéndeme, si consiguen demostrar que le has dado una paliza a ese desgraciado, te van a arrinconar y yo voy a cargar con un montón de problemas, Necesito un líder, alguien capaz de seguir el caso de principio a fin. Te… te pongo a las órdenes de la comisaria Del Piero…
Me levanté de un salto, las dos manos totalmente apoyadas sobre el escritorio.
—¿Yo, teniente de Del Piero? ¿Me toma el pelo? ¡Si acaba de llegar!
Leclerc colocó un informe ante sí.
—Razón de más para lanzarla en un caso de envergadura. Tres años en la brigada financiera del Servicio Regional de la Policía Judicial de Marsella, siete en la unidad de lucha contra las bandas de Lyon antes de ingresar en Criminalística. Conoce el oficio. Se meterá de lleno.
—¡Me la suda! ¡Deme luz verde! ¡Esta investigación es para mí!
Leclerc se hinchó de ira.
—¡Sólo tendrás luz ámbar! ¡Y es irrevocable! ¡De qué te quejas, coño, estarás sobre el terreno! Cuando vi flotar en sus ojos negros una frialdad de iceberg, supe que ya no cambiaría de opinión. Me levanté y le metí un viaje a la chambrana.
—¡Ahora te espera, antes de reunir a los equipos para hacer oficial la noticia! ¡Su despacho está al otro lado! —siguió chirriando.
—¡Lo sé! —contesté sin despegar los dientes—. Pero hoy sigo de vacaciones. Me voy a mi casa… Hasta mañana…
La puerta de Leclerc resonó y unos «¡Te estás comportando como un gilipollas, Shark, te estás comportando como un gilipollas!» se arrastraron tras la estela de mis pasos.
Fuera, un calor de sauna me empapó la camisa. Los transeúntes también sudaban con gotas gordas, la quemazón del aire los obligaba a asaltar las fuentes o a invadir las tiendas climatizadas. Y, a pesar de las prohibiciones, el Sena se tachonaba de bañistas inconscientes.
Nunca el sol había sido tan grande.
De camino, compré
gouaches
, pinceles nuevos y moldes de yeso en mi tienda fetiche, un viejo comercio de modelismo. Quería crear una familia de 1930, un hombre, una mujer y una niña embutidos en sus trajes de época, esperando un vapor Bassett-Lowke en uno de los andenes de mi red ferroviaria. Cogidos de la mano, una expresión de alegría en sus rostros. Una felicidad eterna, simplemente.
El móvil sonó cuando atravesaba el parque de la Roseraie.
—Van de Veld al habla. Me había dicho que volviese a llamarlo, por el tímpano…
—¿Tiene alguna pista?
—Por supuesto… El tímpano derecho de la víctima estaba perforado. He recogido un tubo de estaño en el interior, metido dentro de la trompa de Eustaquio. El asesino ha debido de encajonarlo ahí empujándolo por el conducto auditivo con una pinza extremadamente fina.
El asesinato desvelaba sus primeros misterios… Me pegué el móvil más cerca de la oreja.
—¿Y qué contenía ese estuche?
—Inscripciones, sobre un trozo de papel calco enrollado. Pero el conjunto es incomprensible… Barras horizontales, verticales, en diagonal. Parece un código al que le faltaron los pasajes clave.
Me detuve en medio de una alameda de rosas.
—¿Qué? ¿No hay nada más? En el oído izquierdo, ¿lo ha comprobado?
—¡Por supuesto! ¿Acaso me ha visto alguna vez hacer las cosas a medias?
—¿El laboratorio ha pasado a recuperar el tubo?
—El técnico llegará en cualquier momento.
—Dígale que escanee el mensaje y me lo envíe a mi correo electrónico personal lo antes posible.
Le deletreé la dirección electrónica y seguí con las preguntas:
—«Tras el tímpano de la Cortesana, encontrarás el abismo y sus aguas negras…». ¿Le inspira algo? ¿No ha descubierto restos de líquido o algún compuesto negro?
Al otro lado de la línea, un ruido de masticación. Me senté en un banco y saqué una libreta de la mochila.
A lo lejos, tumbada bajo la sombra de un sauce, una chavala leía.
—No… No, no veo nada. Es cierto que hay un líquido, tras la membrana, que transmite las vibraciones al nervio auditivo, pero es más bien de color blanco nacarado.
Apunté el comentario e invité al forense a proseguir sus explicaciones.
—Ese cuerpo alberga tantos secretos exteriores como interiores —me dijo—. ¿La quiere larga o resumida?
—Resumida, por favor. Lo esencial…
—En lo relativo al envoltorio carnal y el esqueleto, no he desvelado ningún hematoma, no hay lesiones, ni fisuras ni ningún tipo de fractura… Comisario, usted trabajó en la unidad de lucha contra las bandas en una época, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Supongo que ya ha llegado a algún sitio justo después de una explosión… ¡Pues aquí ocurre exactamente lo mismo! Este cuerpo ha implosionado como un petardo y, por ahora, sólo puedo dar fe de ello. Habrá que esperar el resultado de los análisis de sangre y toxicológicos para un veredicto más preciso.
Me centré en las palabras importantes y pregunté:
—¿De qué murió?
—Una cantidad espantosa de coágulos de sangre le han taponado las arterias, que podrían haber aparecido tras el estallido de los glóbulos rojos. Eso ha provocado, en un primer momento, el hinchamiento de los vasos y luego una disfunción del corazón y del sistema vascular de los pulmones, lo que provocó una congestión pulmonar. Además, nuestra víctima había cogido una broncopulmonía aguda, una bronquitis a la décima potencia, si lo prefiere. Extraño en plena canícula, ¿no le parece?
Me llevé las manos a la cabeza.
—¿Podría haber sido envenenada, podrían haberle inyectado alguna sustancia tóxica?
—De ninguna manera. Con el arsenal de reactivos que tenemos, es fácil detectar los signos del envenenamiento. Lo único que hemos encontrado en el estómago es… una enorme cantidad de miel.
—¿Miel? ¿En qué proporciones?
—Más de quinientos gramos. Prefiero decirle que el asesino ha debido de forzarla de mala manera para que la ingurgitase. Tenía el paladar y el fondo de la garganta dañados, como si le hubiesen hundido una cuchara o un embudo con fuerza en la boca.
—¿Tiene más datos sobre esa miel?
—La digestión seriamente empezada y las reacciones químicas nos impiden deducir el tipo o el origen.
Aprovechó mi turbación para añadir:
—Créame, comisario, ¡esa mujer era una bomba biológica! Algo le destruyó todo el interior. Una enfermedad, un virus quizá. A qué velocidad y en qué circunstancias, aún lo ignoramos, desgraciadamente. Pero visto el estado de los órganos internos, es evidente que el crimen no se perpetró en el exterior… sino en el interior del cuerpo…
Colgó con esa violencia propia de los hombres con prisas. Mi nuca se posó lentamente sobre el banco, mis ojos abarcaron ese cielo que ninguna nube venía a mancillar. Van de Veld había empleado el término «bomba biológica», el mensaje hablaba, de «plaga».
«Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá».
¿Qué debía interpretar? ¿Había que leer en este asesinato un primer aviso? Me alejé del banco, las manos en los bolsillos.
A mi izquierda, escondida por un parterre de flores, la niña seguía leyendo. No era ella quien más me interesaba, sino su libro. Mis ojos ya no se despegaron de la tapa azul y verde, mientras mi corazón golpeaba cada vez con más fuerza.
Las hazañas de Fantomette
, una historia de 1961. La preferida de Éloïse, mi hija…
El índice de un cadáver apunta hacia una advertencia, grabada a unos diez metros de altura del suelo. La víctima está desnuda, integralmente rasurada, arrodillada, explosionada bajo la carne. Sobre el cráneo, siete mariposas vivas, esfinges de la calavera.
El mensaje indica:
Tras el tímpano de la Cortesana, encontrarás el abismo y sus aguas negras. Luego, de las dos mitades, el Meritorio matará la otra mitad con sus manos sin fe y la onda se tornará roja. Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá y, bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz. Vigila los males y, sobre todo, ten cuidado con el mal aire.
Tras sentarme con las piernas cruzadas en el centro del salón, esparcí las notas a mi alrededor. Tras el «tímpano de la Cortesana», el forense había descubierto un tubo de estaño, que contenía un papel calco garabateado con signos incomprensibles. Tenía la copia escaneada bajo los ojos, que luego había reproducido también sobre calco, para simular el original.
Símbolos trazados a mano, sobre papel calco… ¿Por qué? ¿Por qué no papel ordinario? ¿Qué relación con un «abismo»? ¿Qué significaban las «aguas negras»?
Esos pensamientos me llevaron hasta Paul Legendre, mi doctor de teología. Me lancé sobre el pecé, comprobé los mensajes electrónicos. Salvo los anuncios publicitarios estúpidos, ningún correo interesante.
Nuevo telefonazo. Contestador. Qué le vamos a hacer…
Los símbolos reclamaban que los completasen. Esos trazos horizontales y verticales, esas barras oblicuas podían muy bien representar palabras que supuestamente podían constituir, también ellas, otro texto. Pero faltaba una parte… Una parte…
Las costillas se me contrajeron. Cogí la advertencia y leí, en voz alta: