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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (16 page)

Y nosotros, ahora, después de tanto tiempo, asistiendo a sendas mesas, cada uno a la suya, sintiéndonos con el paso cambiado, como si tras una larga temporada en el pueblo de pronto hubiéramos de vestirnos para ir al médico. Y finalmente optamos por una corrección sin fantasías. El corsé estético de la cultura española tiene sus normas hasta para salirse de madre. Si eres mujer, el refinamiento o el gusto por la ropa puede considerarse una desviación del buen camino.

Así vamos, con ese ánimo. Luego el trámite siempre es mejor de lo que se suele temer cuando uno lo predice con tanta incomodidad, porque no dura demasiado y porque, en general, todo el mundo trata de ser amable. Mesas redondas en las que se sientan primeros espadas entre los que una debería sentirse afortunada o halagada si no fuera porque la pereza es en mí un defecto más poderoso que la vanidad. Pereza por escuchar lugares comunes que son la consecuencia de títulos demasiado amplios o abstractos, yo qué sé, implantación de la literatura española en Nueva York, lugares de encuentro de la literatura latina, el futuro de la literatura en español en los Estados Unidos, la traducción del español al inglés: un reto del siglo
XXI
, el escritor como puente entre dos culturas, la fuerza imparable de la lengua española en el nuevo siglo, circuitos de legitimación En fin. Lo único que pides cuando te ves como ponente en una mesa con semejantes títulos es ser el último en abrir la boca para calibrar por dónde van los tiros. Mi actitud es la misma que cuando en la escuela la maestra recorría con su mirada el aula buscando a un pobre inocente al que preguntar la lección: miro al vacío, al suelo, a un punto de la sala para que el moderador no se cruce la mirada conmigo y no me elija para abrir el fuego.

No me gusta escucharme a mí misma expresar lugares comunes. Y como detesto ese tipo de pedantería que no contiene ninguna idea interesante opto siempre por exponer mi opinión de la manera más sencilla posible. El resultado es que salgo de este tipo de encuentros pensando que el público habrá pensado injustamente que soy una simple y que el tío que estaba a mi lado diciendo una sarta de tonterías envueltas en un discurso verboso es brillante, y me digo que es la última mesa redonda a la que asisto, pero claro, vuelvo a decir que sí; vuelvo a decir que sí porque cuando se organiza un congresillo de este tipo en Nueva York parece desconsiderado negarse y siempre acechan los temores de parecer una estúpida o una esnob a la que no le gustan las mesas redondas. No, no me gustan. Tampoco asistir de público. No es grato escuchar a los escritores que admiras desde la adolescencia improvisar un discurso poco brillante ante un público entregado de antemano por la admiración que siente hacia lo que esos individuos han escrito; pero aún es menos agradable asistir al espectáculo de jóvenes escritores que cruzan fronteras asumiendo disciplinadamente su papel de jóvenes escritores, con el consabido rechazo que se les supone a la generación anterior y, al mismo tiempo, con la imitación de los tics más rancios de los escritores maduros. Si alguna vez tuviera que darle un consejo a un joven narrador (trataré de evitarlo mientras viva) sería una advertencia estética: no des la cara hasta que tengas arrugas. Un joven o una joven en una mesa redonda, un joven o una joven vigorosos, sensuales, vivos, pierden fuerza, belleza e inocencia teorizando sobre asuntos que no han de servirles más que para formar parte de una tribu poco enriquecedora. Ser escritor oficial desde el primer librito es una manera triste de malgastar la juventud. Puede que vivir por libre les haga perder un premiecillo, un contacto o la oportunidad de ser invitado a otra mesa redonda, pero la experiencia me dice que los que viven esforzándose por estar bien relacionados, formar parte de jurados y sentirse reseñados por los amigos de un lobby literario no consiguen por ello más lectores comunes y desconocidos, la finalidad última de este oficio, sino estar cobijados por el gremio. Formar parte de una especie de sindicato vertical de la literatura.

Pero esto no quiere decir que no me guste hablar de libros. Hablo de libros siempre, todos los días, en la comida, por correo, por teléfono, por skype, por chat, por facebook. Pero de libros concretos, detesto las generalidades.

Hablo de libros cuando me invita, por ejemplo, Javier Molea, el librero uruguayo que dirige primorosamente la sección de libros en español de la librería McNally Jackson. Fue hace unos siete años, paseando por la calle Prince, cuando reparé en que una parte importante del escaparate de McJ estaba ocupada por libros en castellano entre los que había varios de autores españoles. A Javier me lo fui encontrando en actos literarios y en una de esas ocasiones me acerqué para agradecerle que hubiera colocado en el escaparate
Una palabra tuya
. Me había alertado sobre la presencia de mi novela un amigo americano que lo veía a diario de camino al
New York Sun
, el periódico en el que trabajaba. Yo sentí que esa presencia en un escaparate del Soho validaba de alguna manera la frase tantas veces repetida en la ciudad en la que para bien y para mal una no es nadie: «Soy escritora.» No es igual que decir, soy médico, soy broker, soy director del Instituto Cervantes, ocupaciones que tienen un sueldo, un lugar en el que desarrollar el trabajo, que ofrecen una idea concreta de cómo se gana uno la vida. Soy escritora es como no decir nada. Basta con la vocación, un pequeño libro de poemas y una tarjeta de visita que te conceda ese dudoso título para que puedas ir por la vida afirmando que lo eres. Nueva York está, pienso que más que ninguna ciudad en el mundo, plagada de personajes que dicen ser poetas, cineastas, guionistas, artistas plásticos, videoartistas, performancistas, actores, cantantes, bailarines, escultores, joyeros, diseñadores de moda, gráficos, de webs, novelistas, dramaturgos, artistas de todo pelaje que se definen a sí mismos como tales antes de haber mostrado al mundo alguna prueba real de su trabajo. Nueva York, que se muestra tan materialista a los ojos de quienes sólo ven en ella la capital mundial del dinero, es extremadamente tolerante con los portadores de sueños: los alimenta, les engaña, les hace creer que el que la sigue la consigue, que el éxito se adquiere por ósmosis, por el mero brujuleo, por estar una noche en un lugar bullicioso, que estalla de alegría, en el que una cantante interpreta la vieja canción de alguien que habiendo fracasado una y otra vez en la vida al final gana, porque ganar es una labor de resistencia. Y no. El coraje de la resistencia no es suficiente. Nueva York es también la ciudad de los sueños rotos, como la llamó John Cheever en ese cuento que define este lugar en su aspecto más sombrío, tan sombrío como cierto, y que uno debiera leerse como si se tratara de la guía Lonely Planet antes de hacer el equipaje para emprender ese viaje de conquista en el que tantos han fracasado. Yo me siento responsable de haber alimentado en algunas mentes soñadoras la pasión insensata por esta ciudad. He escrito infinidad de crónicas describiendo esa parte alegre e insensata que despierta Nueva York en quien está dispuesto a disfrutar y participar de su extravagancia, pero incluso cuando he descrito una escena de su lado más desabrido y antipático no he sido capaz de transmitir tan crudamente como hubiera querido su particular manera de dejar a los débiles a la intemperie. La consecuencia de mi manera de narrar, siempre apasionada, ha sido similar a la de esas películas americanas en que lo sórdido adquiere belleza y atractivo para el espectador. No sé si se trata de usar un envoltorio colorista para una verdad oscura, sí sé que la ciudad siempre despierta en mí una incontenible curiosidad y que tal vez lo que contagio es ese deseo de ver hasta aquello por lo que uno suele apartar los ojos.

Un ejemplo de este malentendido se me desveló cuando escribí un artículo sobre la película
Revolutionary Road
. A mi juicio, afirmaba, el director Sam Mendes había malinterpretado las intenciones de Richard Yates. La novela trata de una pareja que vive un amor desigual: ella, insatisfecha en su vida suburbial, rumiando la frustración de una ambición como actriz jamás resuelta; él, acomodado a su papel de padre de una familia de emergente clase media. Para romper radicalmente esta rutina ella abandera un proyecto de huida familiar a París. Todo parece fácil y brillante en esas noches alcohólicas en las que la joven pareja, una vez que han acostado a los niños, beben y sueñan, beben e imaginan su futura existencia en una ciudad que les ha de inyectar la excitación que han perdido, incluso el amor que está languideciendo. Ella está más loca de lo que parece; él está más cuerdo de lo que parece, pero se deja llevar por su mujer porque la quiere. El proyecto disparatado de conquista de una ciudad lejana, que él conoce mínimamente de los días mitificados de la segunda guerra mundial, es el principio y el fin de esta tragedia.

Por alguna razón, el director no supo o no quiso ahondar en el lado naif, insensato, casi violento del sueño de ella, renunció a analizar su locura, y nos ofreció a una Kate Winslet inconformista, romántica, casi un personaje de novela del
XIX
que lucha de manera legítima por un destino que la vida le niega. Mi artículo era una reivindicación del personaje de él, del hombre que muy pronto percibe que está dando aliento a un proyecto disparatado con el único objetivo de recuperar un amor, el de ella, del que nunca estuvo en realidad seguro. No se trata de que él sea un cobarde sino de que sabe mejor que ella cómo se las gasta la vida. Ella es apasionada sin fundamento, él es realista y sentimental. En mi artículo reflexionaba sobre cómo el cine, la literatura y, por qué no, yo misma alimentábamos insensatamente sueños que la realidad no permitía cumplir, que al fin y al cabo generábamos infelicidad en esos espíritus fantasiosos que deseaban vivir la experiencia que tú narrabas como si pudiera estar al alcance de cualquiera. A Nueva York, decía más o menos, no se puede venir de cualquier manera. A no ser que seas un inmigrante de un país pobre que nada arriesga porque nada tiene. Pero si no lo desmiente la crisis, éste no es aún el caso de España.

Fueron muchos los lectores que me escribieron, no se explicaban cómo una persona de apariencia vitalista como yo dedicara un artículo a desanimar a todos aquellos que abrazaban un sueño. Recuerdo en especial la carta de un periodista andaluz, al que acababan de dejar en el paro, que deseaba aterrizar en el JFK con una niña de seis años y una mujer que, suponía, podía ganarse la vida dando clases de flamenco. Le contesté: «Puede que tu concepto sobre mí cambie, puede que me consideres una estafadora por haber estado alimentando un deseo que difícilmente se puede cumplir, pero ya que te inspiro confianza como para contarme un proyecto que aún no has confesado a tus padres, déjame que yo te corresponda con la misma confianza. Es una locura. ¿Dónde vas a vivir, en un apartamento compartido?, ¿con quién dejarás a tu hija el día en que salgas a buscar trabajo?, ¿crees que te quedarán muchas horas para disfrutar de la ciudad?, ¿piensas que es fácil para un periodista español encontrar trabajo en un medio hispano cuando hay tantos latinos que dominan el inglés como el castellano y que se han criado aquí?, ¿cuántas horas imaginas que habrá de trabajar tu mujer zapateando para sacar algo en claro?, ¿sabes lo duro que es aquí el invierno?, ¿sabes lo tremendas que son las distancias?, ¿lo que se tarda en llegar de Manhattan a Queens, o de Manhattan a un lugar a desmano de Brooklyn?, ¿te imaginas lo que es encontrarte en tu vuelta a casa que el metro se ha inundado por la lluvia, o que se ha cerrado por la nieve?, ¿a qué colegio vas a llevar a tu hija?, ¿a un colegio conflictivo de un barrio pobre?» Sí, yo vivo aquí. Escribo sobre esta ciudad cada domingo durante seis meses al año, pero tengo la fortuna de llevar mi oficina conmigo, en un maletín, o en menos que eso, en mi cabeza. Podría ganarme la vida incluso sin traerme el ordenador, escribiendo mi columna en uno de esos ordenadores cromagnónicos que alquilas por minutos en la tienda de los árabes de enfrente de casa. Ya lo he hecho. Cuando la tecnología me ha fallado, me he sentado allí, desesperada, con el deadline pisándome los talones, y he alcanzado un estado de concentración que no consigo jamás en casa. Rodeada de clientes que van a hacer fotocopias, de los propios empleados que hablan entre ellos en árabe, del ruido de las máquinas, he escrito disciplinadamente mi número exacto de caracteres. Y si me viera en la obligación volvería al papel para escribir a mano este libro, aunque ya mi propia letra me extraña a mí misma de lo poco que la practico. Pero esta suerte de llevar en ti mismo tu oficio, tu pan, tu oficina, tu forma de vida, tu razón de ser es una condena y una suerte que no, no está al alcance de cualquiera.

Recuerdo la película de nuevo y me sonrío pensando que ninguna persona sensata desdeñaría un sueño abrigado por Leonardo Di Caprio y Kate Winslet, por muy insensato que fuera. El cine embellece a esa pareja alcoholizada y autodestructiva de los suburbios. Como las palabras embellecen la desolación. Por pudor nunca he abordado en mis crónicas los malos momentos. Por pudor y por no preocupar a la familia.

Pero no quisiera que esta larga digresión me apartara de lo que quiero expresar: me gusta hablar de literatura. A veces, invitada por Javier Molea, acudo a la librería McNally Jackson y charlo sobre lo que sé, mi trabajo, algo tan concreto como eso. Suelen acudir lectores atentos que conforman un público participativo y heterogéneo, la mayoría latinoamericanos, algún neoyorquino, algún español. Todos ellos con el firme deseo de diseccionar una historia que han leído con la intención de compartir impresiones. Lo harían estuviera o no estuviera el escritor. Cuando uno sale de la librería, con la mente a punto de explotar por los entusiasmos y las críticas, se siente vivificado, cruza Broadway con la intención de buscar un lugar donde tomar una copa de vino, el Café Odeón, por ejemplo, que no anda lejos, y piensa qué tendrá la literatura para alimentar tanta arrogancia y tanto misticismo en quienes la escriben cuando «todo es tan simple, querida, como un globo de luz», que diría el poeta González Tuñón, todo es tan simple como el trabajo de un fabulador solitario y el placer de un lector solitario. Dos soledades que se encuentran una tarde, en el Soho, por obra y gracia de Molea, ese librero activista que en el centro mismo de la ciudad atolondrada y ruidosa coloca a la gente en corro entre los estantes de libros y anima una conversación no infectada por la jerga académica, una conversación casi primitiva, pausada, humana y analítica a un tiempo, como si todo ocurriera en el Montevideo plácido del que un día salió, como si en ese acto de hablar estuviéramos escritor y lector y librero deteniendo el tiempo.

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