También me caí en el Duane Reade que teníamos debajo del apartamento de la Tercera Avenida. Entré en ese paraíso de la droguería-perfumería y, como acababan de fregar, resbalé y caí de culo. Varios empleados me levantaron a una, cada uno de una extremidad, como si estuviéramos en Broadway haciendo un número musical y ellos fueran mis boys. Fue impresionante. Luego me dijo Antonio que es probable que hubieran acudido aterrados al percatarse de que no habían instalado la señal amarilla obligatoria que avisa a clientes o viandantes de que el suelo está resbaladizo. No, no había señal. Cuando te caes y no hay señal todo el mundo te dice que eres tonta porque les habías podido meter un puro. Incluso Antonio, me dijo, eres tonta porque les podíamos haber metido un buen puro. Y a la víctima le queda la impresión de que caerse y no demandar a alguien es tirar el dinero. No sé a quién he salido yo en este imperdonable desapego a lo económico: mi padre, un adelantado a su tiempo, ya en el año 1961 demandó a la empresa de transportes gaditana por haberse enganchado la americana en un autobús con un maldito clavo de un asiento. Le pagaron otra chaqueta y de pronto se vio con dos, recuerda con alegría, la zurcida y la nueva. Caprichos de la genética: yo me siento tan ridícula por caerme que lo único que deseo es la invisibilidad inmediata.
También me he hundido en los charcos que se forman en los socavones cuando la nieve se derrite. La negrura de la superficie se confunde con el asfalto, de tal modo que pisas y de pronto te ves con el agua hasta las rodillas. Es como un bautismo de fuego en la ciudad, una experiencia iniciática obligada: quien no se haya visto metido en uno de esos charcos tremendos es que no ha paseado mucho. O que es muy listo, lo cual, como se ve, no es el caso. Pero celebro mi suerte porque todavía no me he caído en una de esas cuevas de almacenaje que casi todos los establecimientos tienen en la acera y que, varias veces al día, dejan con las puertas metálicas abiertas para que los mozos bajen y suban cargados de cajas por unas escaleras no menos empinadas que las de los bomberos. Una vez fui testigo de cómo una niña que caminaba con su madre desaparecía por uno de esos abismos. Desde entonces, he temblado ante la posibilidad de despeñarme por uno de esos agujeros negros, perder el conocimiento, que los mozos al no advertir mi presencia echaran el cierre a las compuertas y me dejaran allí, toda la noche, a merced de los roedores.
Pero aun con todas estas caídas no había experimentado ninguna tan traumática como la de la otra noche. A los cuatro días las señales son visibles: una enorme protuberancia en la cabeza, dos rodillas hinchadas y amoratadas, un dedo de la mano dolorido y señales que van apareciendo cuando ya no contaba con ellas. Tengo la esperanza de que todo este cuadro de dolor, textura y color me dure hasta que vuelva Antonio de Buenos Aires. Le he asegurado que el golpe fue tan tremendo que no quiero que se decepcione. El doctor Gasca me dijo si yo le había intentado tranquilizar por teléfono y le dije: «Para nada, muy al contrario, lo que quiero es que se preocupe.» Soltó una carcajada. Nos vamos riendo. De cualquier manera, no me puedo quejar, porque si algo no me ha faltado en estos días de convalecencia han sido vecinos terriblemente preocupados.
Pero si me animo a narrar el tropezón no es porque en sí fuera memorable sino porque es una de esas experiencias de las que, en esta ciudad, o en este país, se extrae algo parecido a esa pequeña sustancia que revela el tipo de sociedad en la que estamos viviendo.
Vuelvo al inicio de la otra noche. Estoy sola en la ciudad. Ya no me arrastra la tentación de la calle como en aquellos días antaño en los que me dejaba llevar por un zascandileo insensato. Ahora trato de seguir una rutina, de levantarme temprano, bajar a Lolita al parque, escribir, comer a mi hora, escribir, interactuar en las redes sociales lo justo para no considerarme una web-dependiente y, a fin de no quedarme atrapada en las amistades virtuales, citarme con alguien para cenar. Así me aireo. Una vida ejemplar.
La noche de la caída quedé con Ana Cifuentes. Ana es una economista brillante, que trabaja en algo tan complicado (aquí) como los seguros médicos. La conocí más que casualmente. Me escribió hace un par de años para decirme que era asidua a mis crónicas del periódico y que, según mis relatos, había concluido que debíamos vivir muy cerca. Le contesté diciendo que, efectivamente, vivíamos las dos en el glorioso Upper West, y me despedí con esa frase tan española que apela más a la gentileza que al verdadero compromiso de: «A ver si un día tomamos un café.» Se lo tomó al pie de la letra.
No soy muy partidaria de entablar relaciones de amistad con los lectores. En más de una ocasión me he encontrado con la desagradable sorpresa de que algunos lectores quieren que respondas a la idea exacta que ellos se han hecho de ti, o exigen una relación epistolar continuada, o más aún, una amistad estrecha e inmediata. También los hay que te ofrecen un cariño prudente y desinteresado, por supuesto. Pero decepcionar a un lector cuando te presentas en persona es siempre un pellizco doloroso. Cuento esto para confesar que si traicioné mi costumbre de mantener las distancias fue por una cuestión interesada. Ana me dijo que vivía en el Ansonia, uno de los edificios emblemáticos del Upper West. De la misma manera que cuando fui a entrevistar a Lauren Bacall al Dakota me interesaba casi tanto el entorno como ella (y no me decepcionaron ni el aspecto humano ni el arquitectónico), en el café que accedí a tomar en casa de esta lectora se incluía la oportunidad de husmear por los pasillos de aquel edificio que tantas veces he admirado en mis paseos diarios.
El Ansonia se construyó unos años después del Dakota y es aún más imponente. Era un hotel originariamente y el propietario, el millonario Stokes, concibió el edificio como un universo total. En el tejado mandó instalar una granja, sí, ¡una granja! Con gallinas, cabras, patos, pollos, todo lo necesario para que los residentes tuvieran alimentos de los que ahora se denominan orgánicos. Fue el inventor de algo que hoy se considera tan novedoso como es la granja urbana. Desde luego, también tiene, como el Dakota, un aire spooky, por ser fiel al adjetivo que utilizó entre risas Lauren Bacall y que se atribuye a los lugares que pueden estar habitados por fantasmas y provocar escalofríos. No es casualidad que aquella siniestra película de
Mujer blanca soltera busca
, en la que aparecía la inquietante Jennifer Jason Leigh, fuera rodada entre estos muros tremendos, ideales para asesinar sin que nadie interfiera en tu intimidad y también para ensayar música sin molestar a los vecinos.
Viejo, tremendo, precioso, con mullidas alfombras floreadas cubriendo el suelo de unos pasillos de tamaño principesco. Más de un hotel elegante de las antiguas ciudades centroeuropeas que de un edificio neoyorquino de apartamentos. Ventanales hasta el suelo de cuarterones de madera pintados en blanco y muy gastados, espacios cuadrados, generosos, solemnes. No me decepcionó. Tampoco la pareja que me esperaba (ella española, él suizo) con un buen vino y una atenta y cultivada conversación. Pasaron a ser habituales. Lo dicho: lo material (el Ansonia) lleva al espíritu (la amistad).
La noche de autos Ana y yo nos citamos en un restaurante en el que muy raramente se encuentra mesa, el Red Rooster. No es excesivamente caro, puesto que su menú se basa en la comida tradicional y de mil acentos del viejo Harlem, y está situado en el Spanish Harlem, zona a la que no se anima a ir todo el mundo, no por ser hoy en día un lugar peligroso sino porque no disfruta de esa oferta de comercio y restaurantes que tienen los otros barrios neoyorquinos. Pero aun estando lejos de lo que cualquier maniático habitante de Manhattan desea, este restaurante se ha convertido en poco tiempo en uno de los que emanan más encanto de la ciudad. Los críticos lo definen como un verdadero centro de diversidad, y es cierto. Hay una mayoría negra, de clase media, elegante, divertida, colorista, pero también se dejan caer blancos que se suman a un ambiente que siempre me resulta más cálido de lo que los locales de moda suelen ofrecer.
El Red Rooster tomó el nombre de un histórico speakeasy de la zona, y su dueño, el sueco-etíope Marcus Samuelsson, concibió el local como una manera de reivindicar un barrio que, en sus días de gloria, disfrutó de una intensa vida cultural y callejera. En ningún sitio he visto mujeres negras maduras con tanto estilo, ni mujeres jóvenes negras tan guapas. La primera vez que cené allí fue con mi amiga Bisila, que en su condición de negra africana supo llegar a la cita envuelta en colores llamativos, brillante, con una alegría en el vestir que luce mejor en las pieles morenas. Pero fue aquella noche con Ana cuando Marcus, el propietario que se ha convertido en un chef muy popular en la ciudad, se nos acercó. Nos vio blancas y extranjeras, imagino, y nos preguntó qué hacíamos por allí y en qué trabajábamos. Me dedicó una sonrisa sugestiva y me dijo: «Escriba, por favor, escriba sobre Harlem.» Y eso hago. No escribo sobre Harlem, porque conozco el barrio relativamente, pero sí de este restaurante cercano al Lenox Lounge, donde hemos estado alguna vez para rememorar un escenario real de los años treinta donde tantos músicos de jazz tocaron y un joven Malcolm X se sentó en uno de sus reservados. Escribo sobre aquella noche y sobre la invitación a escribir de ese negro elegante y exitoso que ha sido adoptado por la crítica neoyorquina con el entusiasmo que suele desplegar una persona que carga de sentido, filosófico o humanitario o artístico, un proyecto comercial.
Salimos del calor y el bullicio del Red Rooster, dejamos atrás a toda esa clientela que de verdad reía y de verdad bebía y de verdad disparataba en torno a su preciosa barra y tomamos el metro. Más por iniciativa de Ana que mía, que siempre tengo levantada la mano para parar un taxi. Fuimos charlando en el metro hacia nuestro barrio. Cuando salimos en el Upper West echamos a andar. Íbamos despacio, disfrutando de uno de los primeros días de una primavera tan deseada, charlando y parando, según es mi costumbre, cada poco, para enfatizar una frase o expresar asombro. Me dejó en mi portal del Duke Ellington Boulevard y pensé que era una suerte tener que bajar yo ahora a Lolita, prolongar esa noche de brisa tan delicada. Bajé con la perrilla a la calle. Ella se detuvo ante cada paseante que se nos cruzaba esperando un saludo, una caricia, un jugueteo. Y cuando hizo aquello que tenía que hacer, volvimos a casa.
Casi siempre subo por las escaleras, aunque vivo en un tercero. La razón es que mi casa tiene una particularidad notable, que encandila a los visitantes y a mí me irrita. No hay portero pero sí ascensorista. Eso, en un principio, debería ser el colmo de la elegancia. Se trata de una máquina elevadora de los años treinta, año en el que fue construido el edificio, con una manivela que manejan los ascensoristas. Cuando un edificio es verdaderamente elegante hay ascensorista y portero. Algo que no es raro encontrarse en un buen apartamento del Upper East. Incluso que el ascensor se abra en tu propio recibidor. En el mío, en mi edificio, no se trata más que de la preservación de una antigualla, de un aparato irritante y lento, puesto que has de esperar a que el ascensorista nivele el aparato y abra la puerta metálica de acordeón. Imagino que las razones por las que se mantiene el aparato no son estéticas sino económicas: la mayoría de mis vecinos rozan o han alcanzado mayoritariamente la senectud y no quieren gastarse dinero en un ascensor automático. Tienen los neoyorquinos un afán ahorrativo que unas veces admiro y otras me inquieta: toda la ciudad está hecha de parches, parches que son consecuencia en ocasiones del poco gasto público pero en otras del poco gasto privado. Es mejor no pensar en el número de apaños, retoques, parches y chapuzas que sostienen la ciudad de Nueva York, como es mejor no pensar en los tornillos oxidados que Antonio va añadiendo para su colección de «piezas que se le caen al puente de George Washington».
La paradoja con la que te encuentras cuando vuelves a la histórica Europa es que el primer pensamiento que se te viene a la cabeza es: «Qué nuevo está todo en el Viejo Mundo.» Y de nuevo debo agradecerle al actor Marcello Mastroianni, tan amante y observador de las ciudades, que me diera la gran clave para entender esta ciudad, al definirla como la Venecia del siglo
XX
. Una definición premonitoria, porque Nueva York será más Venecia que nunca en el siglo
XXI
, dedicada en cuerpo y alma a mantener su encanto para los turistas en contra del óxido del tiempo.
Pero volviendo a lo concreto, mi edificio, el resultado de mantener un cubículo tan poco práctico es que lo que verdaderamente tenemos es un portero (o cinco, porque hacen turnos) metido en un ascensor al que tus visitantes han de llamar desde el timbre de la calle para que baje a abrirles desde el piso en el que se encuentre. Muy práctico. A los visitantes el ascensor manual les va pareciendo menos elegante y menos encantador conforme van viviendo la experiencia de tener que esperar en la calle una noche de frío rabioso a que el hombre uniformado descienda del décimo piso, porque en pro de la seguridad del edificio los apartamentos no gozan de telefonillo.
Pero, por otro lado, los Elevator-Men son encantadores. Es ésa la razón por la que cuando casualmente me encuentro a uno de ellos en el lobby me dejo invitar por él a un viajecillo. Para no hacerle un feo. ¿Cuál sería el futuro de un Elevator-Man si todos los vecinos decidieran subir por las escaleras?