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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (11 page)

La esencia del diseño americano siempre es rústica, campestre, como la poesía que con tanta frecuencia celebra la naturaleza, como su pintura realista, como el cine que retrata la vida con rigurosa exactitud, como el sólido diseño de los libros. Todo está hecho para ser usado, usado y usado muchas veces, y las tiendas de viejo, las que ofrecen libros o las que venden sillas de barrotes verticales en las que pudiera haberse sentado un personaje de Flannery O’Connor, son un reflejo de esa tradición estrechamente ligada a los materiales nobles. Es un país rural, las ciudades son una anomalía en las que los habitantes celebran esa distinción urbanita pero no olvidan su vínculo con el campo. Mirarlo de esta manera me ha ayudado a entenderlo, a comprender eso que los europeos calificamos, con tanta ligereza, de rudeza o simplicidad.

Del piso Zen de la calle 21, en el que experimentaba algo parecido a la levitación, a la 19 hay dos pasos, y en esos dos pasos ya me encuentro pisando firme, gastando tacón pero tacón de goma, hecho para caminar, y olfateando cada tienda que me tiente con un escaparate misterioso. Y una vez más me veo en la puerta de ese paraíso de lo hogareño que es Fishs Eddy. El nombre de esta tienda, que surte a los neoyorquinos de todos los elementos necesarios para montar una cocina parecida a la que tenían sus abuelas, toma el nombre de una aldea que se encuentra al norte del estado de Nueva York. Hace veinticinco años que sus dueños dieron con este nombre peculiar, Fishs Eddy, y veinticinco años también desde que hallaron, en pleno campo, un almacén casi destrozado por las llamas en el que habían permanecido intactas miles de piezas de vajillas, boles, juegos de café y demás enseres de un diseño muy tradicional. El dueño estuvo encantado de deshacerse de todo aquel material recubierto por capas y capas de ceniza y entregárselo por nada a aquellos aventureros, y ése fue el principio de una de las tiendas pioneras en la recuperación de la loza de antaño.

Las tazas pesan, pesan los platos, pesan los vasos, pesan los cubiertos, pesan las fuentes. Todo pesa en este país, todo pesa desde que te levantas hasta que te acuestas: la puerta de casa, la taza en la que desayunas, la sartén en la que preparas unos huevos revueltos, la puerta del portal, las cacerolas, el cazo, la espumadera, la puerta de la nevera, las ventanas que han de abrirse como si se estuviera levantando pesas, los platos, los cubiertos, un vaso, un vaso de agua también pesa. Todo pesa. Unas manos con poca fuerza como las mías me hacen consciente de eso a cada momento. Es algo tan característico que me dan ganas de ir sondeando a mis conocidos: «Bien, nunca hemos hablado de esto pero ¿no os dais cuenta de que además del agotador trabajo de vivir tenéis que hacer un esfuerzo suplementario a diario por el innecesario peso que tienen las cosas?» Entro en las innumerables páginas que nombran en la web esta tienda que resume la concepción country del hogar y me encuentro con comentarios que celebran el peso de las mugs, de las tazas de té o café. Como si en el mismo peso se encontrara la identidad o la infancia. Es decir, que hay una conciencia de eso, aunque no se aprecie en comparación con Europa sino con el diseño moderno de su propio país.

Hay tiendas en las que más que comprar te gustaría vivir. Fishs Eddy es una de ellas o Anthropologie, donde los hombres esperan a que sus novias salgan de los probadores, espanzurrados en unos sillones de barato Art Déco tapizados con telas rústicas, ásperas y muy coloristas, que a veces recuerdan a los estampados de los indios americanos. Antiguos almacenes hoy transformados en tiendas en los que uno siente el calor de los suelos de madera gastada, de madera industrial, en los que los años y las modas, los siglos y los distintos usos no han conseguido borrar un pasado que hoy se busca a propósito, en el furor por el vintage, que fue más un invento de la gente joven de esta ciudad que de las revistas de moda, aunque éstas lo estén convirtiendo ya en caricatura.

Antonio alimenta su espíritu en esos rincones para la meditación que se encuentran por sorpresa o gracias a una guía insólita llamada
Fifty Places In New York To Find Peace and Quiet
—Cincuenta sitios en Nueva York para encontrar paz y sosiego—. Ahora, por ejemplo, viene de una sala en penumbra que hay en la calle 30, entre la Quinta y Madison; ha estado media hora sentado en un cojín en el suelo, pensando en nada, con esa capacidad suya para abstraerse, acompañado por un desconocido que estaba sentado en la otra esquina de la habitación y escuchando tan sólo las dos respiraciones, la del extraño y la suya propia, que poco a poco se habrán ido acompasando. No ha pagado por entrar ni le han pedido razones salvo la firma a la entrada del edificio. Media hora para salir de allí con la sensación reparadora de haber experimentado una siesta sin sueños.

Y tras haber alimentado ambos el espíritu quedamos en Eisenberg’s para alimentar el estómago. Sin transición de lo etéreo a lo carnal, y cuando digo carnal no recurro a eufemismos, Eisenberg’s se presenta así:

«¡Subiendo el colesterol de los neoyorquinos desde 1929!»

Desde el año de la Gran Depresión lleva este templo del sándwich alimentando a trabajadores de la zona, porque Eisenberg’s se nutre, fundamentalmente, de ejecutivos que no tienen más de media hora para tomarse un respiro. Podríamos pasar al comedor tan viejo como reza el año en que se fundó el local, pero preferimos quedarnos en la barra. La barra de Eisenberg’s es histórica, debería declararse patrimonio de la ciudad, o de la humanidad: una barra larguísima con una línea de taburetes forrados en cuero. ¿Dice usted que lo típico? Sí, lo típico, claro, pero es que lo típico, en otros bares, es un pastiche del pasado, y en el caso de este deli es simplemente real: cuando Eisenberg’s se abrió un día de 1929 los lugares modernos de sándwiches eran así.

Antonio, hombre meditabundo, pero amante apasionado de la carne, pide el célebre sándwich de pastrami y una ensalada de col; yo me decanto por el de atún y ensalada de huevo, esa pasta de huevo duro machacado y salsa de mayonesa y mostaza que se pega al cielo del paladar y hace toser a las abuelas. Los camareros charlan enseguida con nosotros; una anciana se encarga de la caja al lado de la puerta para que los que salen le rindan cuentas, y el dueño, un individuo cuya tremenda corpulencia hace honor al eslogan de la casa, aparece de vez en cuando a echar un vistazo, imagino que, a juzgar por la cantidad de fotos de famosos que retratados junto a él decoran las paredes, se asoma a comprobar si ha recalado hoy por allí alguna cara conocida. A nuestro lado, un borracho habla del tiempo, habla con los camareros del tiempo, habla con la chica solitaria que hay sentada junto a él del tiempo; monologa sobre el tiempo y pide otra cerveza para alimentar su enorme curda.

Cabría preguntarse si la escena-secuencia que transcurre ante nuestros ojos con múltiples personajes entre los que nos incluimos nosotros ha sido astutamente preparada por su dueño, que tiene por orgullo mantener en pie un rincón del viejo Nueva York, pero no, Eisenberg’s es siempre fiel a sí mismo. Y si es así, los que entramos, adoptamos de alguna manera el aire de los que estuvieron sentados aquí, sobre los taburetes, hace más de ochenta años.

A veces, cuando nuestro estómago no se encuentra receptivo a ese plato maravilloso de grasa, nos vamos a otro lugar cercano y alegre, el Live Bait, un restaurante que en Madison Square, mirando al Empire State, rinde homenaje al estilo sureño. Es un pastiche decorativo, sí, pero bien conseguido y que muestra el ingenio de los decoradores americanos para recrear ambientes. Hay azules, verdes marítimos, hay peces enormes de chapa y madera colgados por las paredes, tan habituales en la artesanía popular americana. Hay una nostalgia de Louisiana flotando en el aire. Hay sillas de un naranja opaco donde puedes sentarte, después de esperar en la barra un buen rato, a probar el Gumbo, una sopa contundente de arroz y gambas enormes, muy reconstituyente en los días de frío.

Hace unos cuatro años estuve allí con una mujer a la que había conocido ese mismo día. Me la presentó un amigo y ella se lanzó a contar, sin pretensiones ególatras, con una envidiable naturalidad, historias fascinantes sobre su propia vida, la fui siguiendo y alargando lo que iba a ser una cita breve, hasta que acabamos en el Live Bait. Ella me dijo que, lamentablemente, no podía más y tenía que salir a fumarse un cigarro.

—¿Lo estás dejando? —le pregunté.

—No, he empezado hace tan sólo un mes.

—¿Y por qué ahora?

—Porque acabo de adelgazar cuarenta kilos.

La miré. Antes de que me dijera eso la hubiera calificado como una mujer gordita, rellena, carnosa. Traté de imaginarla con cuarenta kilos encima.

—Ya no podía respirar. Me acaban de operar del estómago.

Y a partir de ahí mi insaciable curiosidad no me dejó contenerme y estuve preguntándole otras dos horas sobre cómo se vive con un estómago reducido a la cuarta parte. Mientras me lo explicaba, se pidió una bandeja de ostras, que en el Live Bait gozan de gran prestigio. Y mientras yo me tomaba un zumo, porque estábamos en ese momento de la tarde en que una no sabe qué pedir, iba escuchándola fascinada y presenciando cómo apoyaba la concha del animal en el labio y dejaba caer esa carne babosa de mar en su boca. Nunca me ha gustado comer animales de concha. Y he visto chupar muchos caracoles cuando era niña, pero mi imaginación los convierte en gusanos o en babosas flotando en la barriga. Cuando como gambas no pienso en el bicho, en el crac que emite la cáscara cuando se chupa o se abre con los dedos. Menos aún las gambas neoyorquinas, que no tienen el rosa anaranjado de las gambas mediterráneas sino que se presentan en los mercados enormes y grisáceas, primas hermanas de los insectos, y que vuelven aún más grimoso el crac, tan cercano al sonido que hace la cáscara de una cucaracha cuando se la pisa, que inevitablemente suena al desvestirlas.

Mi amiga de aquella tarde, de aquella única pero intensa tarde, puesto que no la he vuelto a ver, me describió la manera en que una personalidad de mujer obesa ha de adecuarse de pronto a un estómago diminuto. ¿Y qué pasaría, le pregunté sin eludir el morbo, si un día decides comer más allá de lo que esa cavidad te permite?

—Simplemente, no podría. Mi cuerpo lo expulsaría.

A partir de ese momento, temí que la ostra que tragaba fuera la última que su estómago admitiera, y que agitado su cuerpo por el rechazo a un cuerpo sobrante, expulsara de su boca la ostra a propulsión y me diera en plena cara. Por fortuna, no fue así. Aquella mujer, libre ya de cuarenta kilos y en camino de librarse de otros veinte; aquella mujer, libre de gran parte de aquella otra mujer que había sido hasta hacía apenas cuatro meses, se despidió de mí en la puerta del Live Bait tras degustar esa extraña merienda. E inevitablemente ese lugar estará siempre unido en mi memoria a la historia de una persona camino de convertirse en otra. La comedora de ostras, la contadora de múltiples historias, desapareció. Y cuando menos lo esperaba, me la crucé en un acto social. Me costó reconocerla porque ya se había deshecho de la tercera parte de ella misma. Levantó la mano para saludarme, sonrió, y entonces la reconocí. Estuve a punto de seguirla, como los niños de Hamelín siguieron al flautista, pero ella no hizo amago de acercarse y para qué forzarlo, si su recuerdo sigue tan vivo en ese bar sureño de Madison Square.

La caída, los niños que dejaron de serlo,
un asesinato y un armadillo

Hace cuatro días me caí al salir del ascensor de casa. No fue una caída anecdótica, fue una caída brutal. El ascensor no se había quedado nivelado con el suelo y yo tropecé con el escaloncillo. No encontré ningún punto de apoyo, así que primero aterricé con la mano y el codo, luego las rodillas y para rematar caída tan aparatosa me di en la cabeza con la pared de enfrente.

Yo me caigo bastante a menudo. Porque soy muy despistada y porque tengo los tobillos laxos, pero también me levanto como un resorte. Porque tengo sentido del ridículo y porque, aunque parezca una paradoja, sé caerme. Me he caído muchas veces. Y más en Nueva York. El primer invierno que pasé aquí me resbalé en la capa de hielo que se suele formar en la esquina de las aceras después de una nevada. Me quedé tumbada, como un pescado, encima de la superficie helada. El enorme plumas negro que de la cabeza a los pies me protege desde hace siete años de los días más críticos contribuyó también en esta ocasión y en otras a que no me rompiera las costillas. Una señora negra, a la que recuerdo con la cara de la abuela que aparece al final de la película
Smoke
, me tendió la mano para ayudarme, y me dijo, con el mismo tono con que han reñido las abuelas desde que el desarrollo evolutivo les otorgó su papel: «Hay que tener cuidado, cariño, hay que tener cuidado.» La célebre reprimenda cariñosa por no mirar dónde pisas.

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