—Yo soy de impulsos… Y las ventanas se abrían a la altura de las rodillas: más fácil imposible.
—Me parece que no voy a leer el artículo. Ya con tu resumen, tengo bastante.
—Un día tiré un libro por la ventana.
—¿Un libro?
—Sí, el de George Plimpton sobre Truman Capote. La biografía oral. Fue al principio, cuando llegamos, en mi época de obsesión capotiana. Te acuerdas cuando fuimos al restaurante de la Côte Basque para ver el escenario verdadero del chisme que se cuenta en el relato, y al hotel Pierre donde el protagonista le es infiel a su mujer, y cuando quise ir a Alabama, a ver si aún podíamos encontrar algo del escenario de
Matar un ruiseñor
, y seguir los pasos de la infancia de Harper Lee y el niño Truman. Tenía todo ese libro que iba a escribir en la cabeza.
—¿Y qué pasó?
—Que creo que leí demasiado sobre el asunto y lo acabé rechazando por intoxicación. Me engolfé con la historia: tenía la vertiente sureña y la vertiente neoyorquina. Ese Nueva York de la madre que estaba tan desesperada por escalar en el mundo social como él. En realidad, fue el verdadero modelo de Capote: una chica bonita y paleta de Alabama que medio abandona al hijo con unas tías, se viene a la gran ciudad y vive como una burguesa del Upper East. Hasta en el final de sus biografías se parecen: la madre se suicidó y el hijo, casi. Hizo todo lo que uno puede hacer por arruinarse la vida. Consiguió el éxito y en vez de disfrutar del momento dulce que estaba viviendo después de la publicación de
A sangre fría
, no se le ocurre otra cosa que escribir un cuento con un chisme de cuernos sobre su mejor amiga, Babe Paley, una de las mujeres más distinguidas de la alta sociedad neoyorquina. La amiga no se lo perdonó jamás. Ni ella ni el círculo de pijos que le habían abierto los brazos. No como uno más, claro, porque esa gente no te admite como uno más, sino como una especie de bufón intelectual, con una lengua tan dañina como para animar cualquier reunión. Él decía luego, cuando ya estaba acabado por el vacío que le habían hecho y por el alcohol, claro, decía: «Qué se creían, que estaba con ellos para divertirles. Soy un escritor.»
—Un hijoputilla.
—Un gran hijoputilla, sí. Tengo la teoría de que el hijoputilla había asfixiado prácticamente al niño tierno, abandonado, miedoso y especial que hubo en él. Capote era capaz de apreciar dos cosas cuando entraba a una fiesta: cuál de las personas que se encontraban en la sala había sido desgraciada en la infancia y de qué manera su aspecto físico, la estatura, la voz insoportable y aflautada, la pluma incontenible, provocaba extrañeza en la gente en un primer encuentro. Ser consciente de eso es terrible. No lo justifico pero creo que no podía evitar la venganza por tener una apariencia algo ridícula y haber sido objeto de burla desde niño. Pero cuando escribía cuentos, cuando miraba atrás y se recordaba a sí mismo, a la tía algo retrasada que le cuidó, a cualquier personaje débil sobre el que ponía su mirada, vuelve a surgir el proyecto de buena persona que había en él. El niño sabiondo y mentiroso que Harper Lee retrató con tanta gracia en
Matar un ruiseñor
.
—Pues escribe todo eso…
—Ya no… Hubo un empacho Capote. Al año siguiente de tirar yo el libro de Plimpton por la ventana se estrenaron las dos películas.
—Hay libros que parece que ya están escritos y, de pronto, se esfuman. Pero, vaya, pobre Plimpton.
—Fue un impulso. Quería ver cómo era la caída de un libro del piso 27 al suelo. Se quedó en la cornisa. Y allí siguió durante todo el año que vivimos. Allí estará. Lo cubrió la nieve, se derritió la nieve y apareció de nuevo.
De pronto, suena el timbre, Lolita ladra, nos levantamos de un salto. Ya no somos escritor y escritora, ni pareja, ni hombre ni mujer, sólo padrastro y madre que van a ver al hijo. En nuestra mente, detrás de la puerta, está el niño que Antonio conoció el mismo día que cumplía seis años. El niño que iba de una caseta a otra sobre patines en la Feria del Libro de Madrid. Pero al abrir aparece ante nosotros un muchacho, un hombre casi, con el pelo rizado y revuelto y las patillas largas de capitán de barco que se llevan ahora. De mirar para abajo, como esperábamos, hemos pasado a mirar para arriba. Es enorme, de espaldas anchas, un ser que parece imposible que un día en un pasado no tan remoto saliera de mí. El joven se me abraza a mí primero y, luego, me hace a un lado, le toma a Antonio la cabeza con una mano y le besa en la frente. Como si los papeles se hubieran invertido y más que un hijo fuera alguien que hubiera venido a casa para protegernos.
Esta tarde Miguel yo hemos bajado paseando por Broadway. Nuestro destino es el All State, una taberna de la calle 72 que frecuentamos desde que nos vinimos a vivir al Upper West. Allí tenemos nuestra cita con Antonio para cenar.
El cielo, al fin, se ha abierto, la temperatura es suave y la tarde luminosa y definitivamente primaveral. Sólo la lluvia podría acabar con la embriaguez que provoca esta brisa curativa y marítima. La lluvia repentina de la primavera de Nueva York, que surge de dos o tres nubes gordas que descargan una cantidad inaudita de agua. Esa lluvia-ducha que yo pensaba que sólo existía en las películas. Viviendo aquí he ido descubriendo que la mayor parte de los detalles cotidianos que aparecen en las películas americanas, por muy inverosímiles que éstas sean, son un reflejo fiel de lo que la realidad ofrece.
Es la lluvia que inunda el metro cada dos por tres, la que obliga a que se abran compuertas para que la ciudad supure y no convierta a los pasajeros del metro en reptiles. Mi amiga Anne Caggiano, natural de Orlando, me contaba el terror que experimentó el día en que, viajando en metro de Manhattan a Brooklyn (obviamente debajo del agua), el tren se quedó parado porque, según el conductor informó por los altavoces, una parte del túnel se estaba inundando. Los neoyorquinos están hechos de otra pasta, me decía, porque la única que parecía aterrorizada ante la espeluznante posibilidad de que un túnel que va por debajo del agua se inundara era yo.
Anne ya no vive aquí. Se fue a vivir a Charleston, y me dio pena no haber tenido tiempo para profundizar en una amistad que se quedó en mantillas. Es una mujer muy inteligente e irónica. Me contó algo divertidísimo que he puesto en boca de un personaje que he escrito para el cine. Anne nació en Orlando, the Mickey Mouse territory, como ella llama a su patria chica. Prácticamente no había salido de allí cuando a los dieciséis años viajó a España por vez primera. A Sevilla, como tantos estudiantes americanos de español. Habiendo crecido entre ciudades históricas de cartón piedra, pastiches del gótico, el renacimiento o la Edad Media, cuando la chica de Disneyworld se encontró ante la Giralda, en esa plaza en la que la belleza le corta a uno la respiración, pensó: «Wow, aquí sí que saben hacer bien las imitaciones.» Ni se le pasó por la cabeza que aquello pudiera ser el original, tan acostumbrada como estaba a vivir entre copias.
Anne se fue. Se fue no porque la ciudad no le gustara, sino porque Nueva York, si ya no estás en esa edad estudiantil en la que te importa poco compartir casa o vivir de cualquier manera, es dura. Más dura de lo que muchos turistas creen cuando llegan aquí y se dejan encandilar por este lugar tramposo y alucinatorio. La impaciencia de los neoyorquinos hacia la lentitud o la torpeza humanas se transforma de manera misteriosa en santa paciencia cuando han de vérselas con los fallos de los servicios públicos. Tan hábiles en los movimientos rápidos que en cuanto te descuidas se te han colado en el taxi que tú habías parado, o refunfuñan de manera evidente si alguien va demasiado lento por el pasillo de un supermercado o gruñen de manera inconsciente si en un frenazo te rozas contra ellos en el metro. Boberías. En cambio, cuando se produce una avería en el metro, que es día sí día no, cuando hay un cambio radical en el recorrido, cuando de pronto se elimina durante unas horas una línea, se quedan hipnotizados, con la vista perdida en el andén de enfrente. Al cabo de un buen rato, ves que alguno decide desertar y echa a correr por las escaleras dejando una palabra susurrada en el aire, «mierda». Tal vez tienen asumido que en su país lo público no es de fiar y esa paciencia puesta a prueba de la que hacen gala exteriormente es la que desencadena una tensión que les tuerce el gesto y les hace saltar por tonterías.
Anne se fue adorando la ciudad, como tanta gente. No le llegaba el sueldo. Ahora nos carteamos de vez en cuando. Y aunque yo necesito de la presencia de una amiga para sentir que la amistad se fortalece, he ido aceptando que los americanos, acostumbrados como están desde edad muy tierna a vivir lejos de sus seres queridos, saben mantener el afecto a pesar de la distancia y no dan las amistades por perdidas aunque la espesura del tiempo sin encuentros reales las resquebraje.
Viviendo aquí sabes que las amistades casi nunca son estables. Es una ciudad poblada de nómadas. Crees que tienes un grupo de amigos y de pronto estás más solo que un perro.
Eso le cuento a Miguel cuando me pregunta si al fin me decidiré a escribir un libro sobre la ciudad. Fantasiosos como somos los dos ya lo estamos viendo, si no con luces de neón sí con una tipografía determinada, con dibujos algo retro que irrumpan de pronto en la narración y con un título paradójico:
Lugares que no quiero compartir con nadie
.
El All State. Me lo recomendó Barbara, una señora de sesenta y muchos, muy atractiva, dotada de una gran envergadura ósea. Grande su esqueleto, grande su cráneo, grandes sus ojos y su sonrisa, grande, cuando se ríe, que se ríe mucho, sobre todo de mí. No cabe duda de que en su juventud fue espectacular. Hoy es una señora atractiva e intimidante, con un gran parecido a Lauren Bacall. Más guapa que la Bacall. Tienen las dos la voz de quien ha fumado y ha bebido, de quien se ha acostado con frecuencia más allá de las cuatro de la madrugada. El tono grave, masculino, irónico, que se rompe de pronto en una carcajada estruendosa que se desparrama y se quiebra en miles de pequeños sonidos, como un jarrón lleno de agua y roto contra el suelo.
Un tipo de mujer que me atrae y me intimida. Cabría la posibilidad de que no fueran tan mundanas como parecen, ni tan inteligentes como su apabullante seguridad da a entender, ni su discurso tan brillante, pero tienen la suerte de andar por la vida con un envoltorio de lujo: la voz, la risa, el empaque. Te miran bajando un poco la barbilla, de tal modo que abren mucho los ojos para observarte, como han hecho siempre las mujeres fatales; justo lo contrario a quien eleva la mandíbula para mostrar suficiencia. Sus ojos, abiertos como si estuvieran mirando siempre por encima de unas pequeñas gafas, parece que te están cronometrando el tiempo que te conceden en la conversación y te hacen saber, cuando dejan de mirarte de forma tan penetrante, que malgastaste tus minutos sin expresar nada verdaderamente interesante.
Las dos son del Upper West. Eso es, en sí mismo, un adjetivo: progresistas, cultivadas, en muchos casos, judías. No es necesario que se cumplan todos los requisitos que contendría el indefinible adjetivo «upperwest». Diríamos que es un aire, una manera de estar en el mundo, que ellas definen con su sola presencia. Parecen cosmopolitas aunque luego no lo sean tanto: Barbara es tan de Upper West que apenas ha cruzado el puente de Brooklyn dos veces desde que llegó a Nueva York en el año 1973.
En los setenta ésta era una zona pendenciera y peligrosa. Barbara era una buena chica de un pueblo al norte de Nueva York que llegó a la ciudad y se colocó en la ABC, la cadena de televisión, que estaba y aún está enfrente del Lincoln Center. La chica de pueblo se alquiló un apartamento en la calle 72, justo enfrente del All State, un pequeño oasis en ese ambiente callejero de putas, camellos y atracadores. El bar se ha mantenido todos estos años fiel a su carácter de taberna irlandesa. Lámparas de cristal verde que le conceden al local una calidez nocturna permanente, porque el All State es un semisótano jamás iluminado por luz natural. La mezcla de madera vieja, cervezas de barril, licores y hamburguesas produce un aroma especial, un olor antiguo, que en invierno se funde con el de la humedad que supuran los abrigos de la clientela. Hay muchos vecinos que jamás llegan hasta la zona de las mesas porque vienen solos. Se detienen en la barra, se sientan sin quitarse el abrigo en uno de los taburetes y esperan a que a su lado se siente otro espíritu solitario para pegar la hebra. Es una manera natural de aplacar la soledad. El amante de la barra en Nueva York no ha de ser necesariamente un perdedor, un borracho o un desesperado, basta con que tenga ganas de tomarse una copa acompañado, y la barra, en esta ciudad, es un lugar para sentir la cercanía de otros seres humanos que también están solos.
Barbara me contó que en su primer año neoyorquino éste fue su refugio. Coincidía en ocasiones con una muchacha joven como ella. Guapa, aunque con otro tipo de belleza mucho menos rotunda que la suya. Era una chica cuyo aspecto desamparado se agudizaba por una ligera cojera. La joven siempre se sentaba en uno de los taburetes y hablaba con quien le tocara en suerte. Nada extraordinario. En una de estas banales conversaciones Barbara se enteró de que la chica era del norte, como ella, y que había venido a vivir su aventura urbana, como ella. También supo que eran vecinas, vivía en el mismo edificio, unos pisos más arriba.
Un día Barbara volvió a casa del trabajo y se encontró a varios agentes de policía en el portal. El portero había encontrado a la muchacha asesinada a cuchilladas en su apartamento. Si había decidido entrar era porque el director de la guardería en la que trabajaba la joven llamó para saber el motivo por el que había faltado al trabajo durante tres días. Era una maestra responsable y muy dulce con los niños. Que no hubiera llamado para justificar su falta no cuadraba con su carácter serio y cumplidor.
Pero había un aspecto de su vida que sus compañeros de trabajo desconocían, no así los camareros del All State, que habían advertido hacía tiempo que la chica iba por allí a tomar una copa pero también a echar el lazo a algún cliente con el que era habitual que se marchara. Cada noche con uno distinto. Ésta fue la razón por la que la descripción que hicieron los camareros del tipo que se había marchado con ella la noche anterior fuera crucial para atrapar al asesino.
Pero, le dije a Barbara, yo he visto una película que cuenta literalmente la misma historia. Y entonces recordé el título,
Looking for Mr. Goodbar
—
Buscando al Sr. Goodbar
—, claro, una película de Richard Brooks, en la que Diane Keaton interpretaba a Rosseann Quinn, la dulce maestra adicta al sexo peligroso, y Richard Gere, al asesino. La vi en el año setenta y ocho o así y me impresionó mucho. Por lo bien que estaba contada esa historia sórdida de muchacha atormentada que trata de aliviar un sufrimiento que acarrea desde la infancia con encuentros sexuales exentos de cualquier aspecto sentimental. También me asombró la presencia de una Diane Keaton que nada tenía que ver con la chica cool y extravagante que aparecía en las películas de Woody Allen. De las películas de Allen envidié el estilo chaplinesco de la musa neoyorquina, la corbata, el chaleco, los pantalones anchos, los andares; en
Looking for Mr. Goodbar
aprecié el trabajo de una gran actriz dramática. Ahora, por alguna razón misteriosa, es imposible conseguir el DVD. Ni tan siquiera en Netflix, el sistema de préstamo a domicilio que ha acabado con los videoclubs neoyorquinos y que tiene un catálogo de fondo como para hacer un cinefórum casero cada noche. No sé qué factores intervienen en su descatalogación: ¿la violencia contra una mujer que parece que la está buscando?