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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (26 page)

Finalmente, después de innumerables aventuras, cada una más maravillosa que la anterior, Tom se encontró ante un edificio inmenso, mucho más grande y —lo que es más sorprendente— un poco más feo que cierto manicomio nuevo, aunque no estaba construido con los mismos materiales. Ni un pedazo del edificio, cuando menos (o, de hecho, por lo que yo he visto, absolutamente ninguna parte de cualquier otro edificio), estaba revestido —ni en el interior ni en el exterior— de ladrillos de veintitrés centímetros, ni las paredes estaban rellenadas con escombros para que cualquier señor que esté encarcelado a discreción de Su Majestad pueda ser puesto en libertad a discreción propia y dar un paseo por el parque que hay al lado (y así poder animarse después de los sanos y ligeros esfuerzos que ha realizado durante una hora con el tenedor de la cena o una de las patas de su cama de acero). No. Las paredes de este edificio estaban construidas según un principio totalmente distinto, que no será necesario describir ya que todavía no ha sido descubierto.

Tom se acercó andando al gran edificio, preguntándose qué era, con el extraño pensamiento de que dentro iba a encontrarse al señor Grimes, hasta que vio a cuatro o cinco personas corriendo hacia él y gritando: «¡Detente!». A medida que se aproximaban descubrió que no eran nada más que unas porras de policía, avanzando sin piernas ni brazos.

Tom no se asombró. Eso lo había superado sobradamente. Además, había visto cien veces a las navículas en el agua sin que nadie sepa hacia dónde van, sin brazos, ni piernas, ni nada que les sea útil. Tampoco se asustó porque no había hecho ningún mal.

De modo que se detuvo y, cuando la porra que estaba más adelantada llegó donde estaba él y le preguntó qué intenciones tenía, le mostró el pasaporte de la Madre Carey. La porra le echó un vistazo de un modo rarísimo, pues tenía un ojo en medio de su parte superior. Por eso, cuando echaba un vistazo, como estaba muy agarrotada, tenía que inclinarse y asomarse, hasta tal punto que era un milagro que no se cayera. Sin embargo, como estaba henchida del espíritu de la justicia (como deberían estarlo todos los policías y sus porras), siempre se mantenía en una posición de equilibrio estable, se pusiera como se pusiera.

—Conforme, puedes seguir —sentenció finalmente. Entonces añadió—: Mejor que vaya contigo, joven.

Tom no puso ninguna objeción, pues una compañía así era respetable y segura. La porra enrolló su correa hábilmente alrededor del mango para evitar tropezarse con ella —pues con las carreras se había aflojado— y prosiguió la marcha al lado de Tom.

—¿Por qué no tienes a un policía que te lleve? —preguntó Tom al cabo de un rato.

—Porque nosotras no somos como esas porras del mundo de la tierra hechas con torpeza, que no saben vivir sin que un hombre las saque a pasear. Nosotras hacemos nuestra tarea solas, y la hacemos muy bien, aunque no soy yo quien debería decirlo.

—Entonces, ¿por qué hay una correa en tu mango? —quiso saber Tom.

—Para podernos colgar cuando no estamos de guardia, por supuesto.

Tom obtuvo su respuesta y no se le ocurrió nada más que decir. Finalmente llegaron a la gran puerta de acero de la prisión. La porra llamó dos veces con su propia cabeza.

Se abrió una ventanilla en la puerta y se asomó un tremendo y viejo trabuco de latón cargado de balas hasta la boca; era el portero. Al verlo, Tom se retiró un poco.

—¿De qué caso se trata? —preguntó con una voz profunda que salía de su ancha boca acampanada.

—Si me lo permite, señor, no se trata de ningún caso; tan sólo un joven caballero que viene de parte de la señora y que quiere ver a Grimes, el patrón deshollinador.

—¿Grimes? —dijo el trabuco. Entonces levantó la boca, quizá para echar un vistazo a las listas de la prisión—. Grimes está en la chimenea número 345 —afirmó desde dentro—. Así que es mejor que el joven caballero vaya por el tejado.

Tom levantó la mirada y se fijó en el enorme muro, que parecía tener ciento cuarenta y cinco kilómetros de altura, y se preguntó cómo iba a poder subir. Sin embargo, cuando se lo insinuó a la porra, ésta arregló el problema en un instante: empezó a rodar y le dio tal empujón por detrás que lo mandó hasta el techo en un periquete, con su perrito debajo del brazo.

Entonces anduvo por el emplomado hasta que se encontró a otra porra y le contó cuál era su cometido.

—Muy bien —le dijo—. Ven conmigo, aunque no servirá de nada. Es el tipo menos arrepentido y más despiadado y malhablado que tengo bajo mi cargo, y no piensa en nada más que en la cerveza y la pipa que, evidentemente, aquí no están permitidas.

Así pues, anduvieron por el emplomado, que estaba muy tiznado, por lo que Tom pensó que a las chimeneas les debía hacer mucha falta que las deshollinaran. Pero se sorprendió al ver que el hollín no se le pegaba a los pies, ni los ensuciaba en lo más mínimo. Las brasas candentes, que estaban esparcidas en abundancia, tampoco le quemaban, pues, como era un niño del agua, sus humores radicales eran húmedos y fríos, como puedes leer en profundidad en Lemnius, Cardan, Van Helmont y otros caballeros que llegaron a saber tanto como estuvo a su alcance y no hay ningún hombre en el mundo que pueda llegar a saber más.

Finalmente, se acercaron a la chimenea número 345. Por la punta, con la cabeza y los hombros sobresaliendo, estaba atascado el pobre señor Grimes, tan tiznado, enturbiado y feo que Tom apenas podía soportar mirarlo. Tenía una pipa en la boca, pero no estaba encendida, aunque le daba caladas con todas sus fuerzas.

—Atención, señor Grimes —anunció la porra—. Ha venido a visitarle un caballero.

Pero el señor Grimes se limitó a decir palabrotas y siguió refunfuñando: «La pipa no tira. La pipa no tira».

—¡Habla con educación y atiende! —le gritó la porra, y, de un salto, igual que Polichinela, atizó con todo su cuerpo tal golpe en la cabeza de Grimes que el cerebro le resonó como una nuez seca dentro de su cascara. Trató de sacar las manos e intentó sacudirlas, pero no pudo porque las tenía totalmente atascadas dentro de la chimenea. De modo que tenía que atender por fuerza.

—¡Eh! —gritó—. ¡Pero bueno, si es Tom! Supongo que habrás venido para reírte de mí, ¿eh, renacuajo rencoroso?

Tom le aseguró que no, que quería ayudarlo.

—Lo único que quiero es cerveza, y no puedo tenerla y una cerilla para esta pipa que no deja de darme la lata, y eso tampoco puedo tenerlo.

—Encontraré una —dijo Tom. Entonces, cogió una brasa candente (había un montón esparcidas por allí) y la acercó a la pipa de Grimes, pero la cerilla se le apagó en un instante.

—Es inútil —explicó la porra, apoyada sobre la chimenea y echando un vistazo—. Te digo que es inútil. Su corazón está tan frío que hiela todo lo que se le acerca. Lo vas a comprobar en un momento.

—Oh, sí, claro, es culpa mía. Todo es siempre culpa mía —se quejó Grimes—. Y no vayas a pegarme, ¿eh? (La porra se había incorporado y tenía un aspecto muy malvado.) Oye, si tuviera los brazos libres, te aseguro que no te atreverías a golpearme.

La porra volvió a apoyarse contra la chimenea y no hizo caso del insulto personal, como el policía bien entrenado que era, aunque estaba lista para vengarse de cualquier transgresión contra la moralidad o el orden.

—Pero, ¿no hay otra forma de ayudarte? ¿No puedo ayudarte a salir de la chimenea? —preguntó Tom.

—No —interrumpió la porra—; está en el punto en que uno debe ayudarse a sí mismo y espero que se dé cuenta de ello antes de que haya acabado conmigo.

—Oh, sí —dijo Grimes—, claro, soy yo. ¿Pedí yo que me trajeran a esta prisión? ¿Pedí yo que me pusieran a deshollinar vuestras sucias chimeneas? ¿Pedí yo que me pusieran paja encendida debajo para obligarme a subir? ¿Pedí yo que me quedara totalmente atascado en la primera chimenea porque estaba vergonzosamente obstruida por el hollín? ¿Pedí yo quedarme aquí, no sé cuánto tiempo, cien años, creo, y no poder tener nunca mi pipa, ni mi cerveza, ni nada digno de una bestia, no digamos ya de un hombre?

—No —respondió una voz solemne por detrás—. Y Tom tampoco cuando tú lo trataste igual.

Era la señora Hagancontigocomohiciste. Cuando la porra la vio, se incorporó, se irguió: «¡Atención!», e hizo una reverencia inclinándose tanto que, si no hubiera estado henchida por el espíritu de la justicia, se habría caído de cabeza y seguramente se habría hecho daño en su único ojo.

Tom también hizo una reverencia.

—No, señora —replicó—, no se preocupe por mí. Todo eso es agua pasada; los buenos tiempos, los malos tiempos, todos los tiempos pasan. ¿Y no puedo ayudar al pobre señor Grimes? ¿No puedo tratar de sacar unos cuantos ladrillos, para que pueda mover los brazos?

—Claro que puedes —respondió ella.

Así que Tom tiró de los ladrillos, pero no pudo mover ninguno. Entonces intentó limpiarle la cara al señor Grimes, pero el hollín no salía.

—¡Madre mía! —exclamó—. He hecho todo este camino, he pasado por todos estos sitios terribles para ayudarte y ahora no sirvo de nada.

—Será mejor que me dejes en paz —le advirtió Grimes—. Eres un mozo bueno e indulgente, la verdad, pero es mejor que te vayas. Está a punto de caer granizo y cae con tanta fuerza que se te van a salir los ojos de la cabecita.

—¿Qué granizo?

—¿Cómo? Aquí cada noche cae granizo. Antes de llegar hasta mí es como lluvia caliente; pero cuando pasa sobre mi cabeza, se convierte en granizo y me acribilla como un montón de perdigones.

—Ese granizo ya no volverá a caer —anunció la extraña dama—. Ya te he dicho antes lo que era. Eran las lágrimas de tu madre, las que derramó cuando rezó por ti junto a su cama; pero tu frío corazón las congeló y las convirtió en granizo. No obstante, ella ahora está en el cielo y ya no llorará más por su desvergonzado hijo.

Entonces, Grimes se quedó un rato callado y luego adoptó un aspecto muy triste.

—¡Así pues, mi madre se ha ido y yo nunca estuve allí para hablar con ella! ¡Ay! Era una buena mujer y habría podido ser feliz, en su pequeña escuela de Vendale, si no hubiera sido por mí y mis malas maneras.

—¿Era la maestra de la escuela de Vendale? —preguntó Tom. Luego le contó a Grimes toda la historia de cuando fue a su casa, de cuando ella no pudo soportar ver a un deshollinador, de cuando fue tan amable con él y de cuando se convirtió en un niño del agua.

—¡Ay! —se lamentó Grimes—. Tenía una buena razón para no querer ver a un deshollinador. Yo me fui de casa, me uní a los deshollinadores, nunca le dije dónde estaba, ni le envié un penique para ayudarla, y ahora ya es demasiado tarde... ¡Demasiado tarde! —repitió el señor Grimes.

Entonces rompió súbitamente a llorar y a sollozar como un niño grande, hasta que se le cayó la pipa de la boca y se hizo pedazos.

—¡Ay, Dios mío, si pudiera volver a ser un chiquillo e ir a Vendale para ver el arroyo transparente, el manzanar y el seto del tejo, haría las cosas de un modo tan distinto! Pero ahora es demasiado tarde. Así que tú a lo tuyo, amable mocete, no te quedes parado mirando cómo llora un hombre que es lo bastante viejo como para ser tu padre y que nunca ha tenido miedo de la cara de ningún hombre, ni de nada peor. Ahora estoy rendido y me lo merezco. He hecho la cama y tengo que tumbarme en ella. Yo quería estar sucio y sucio estoy, como me dijo una vez una mujer irlandesa; y le hice muy poco caso. Todo es culpa mía, pero ya es demasiado tarde. —Y se puso a llorar con tanta amargura que Tom también rompió a llorar.

—Nunca es demasiado tarde —aseguró el hada con una voz tan extraña, suave y nueva que Tom levantó la mirada hacia ella.

En aquel instante parecía tan hermosa que Tom casi creyó que era su hermana.

No era demasiado tarde. Porque mientras el pobre Grimes seguía llorando y sollozando, sus lágrimas hicieron lo que las lágrimas de su madre no pudieron hacer, ni las de Tom, ni las de nadie en el mundo, pues le limpiaron el hollín de la cara y de la ropa, y luego deshicieron el mortero de los ladrillos. Entonces, la chimenea se desmoronó y Grimes pudo salir.

La porra dio un salto y estuvo a punto de azotarle un porrazo tremendo en la coronilla para volver a meterlo dentro, como un corcho en una botella. Pero la extraña dama la apartó.

—¿Me obedecerás si te doy una oportunidad?

—Como desee, señora. Usted es más fuerte que yo, eso lo sé demasiado bien; y más sabia que yo, también lo sé demasiado bien. En cuanto a ser mi propio patrón, hasta ahora he salido muy mal parado. Así que haré lo que la señora desee ordenarme porque estoy rendido, la verdad.

—Así sea. Puedes salir. Pero recuerda: si vuelves a desobedecerme te destinaré a un lugar aún peor.

—Discúlpeme, señora, pero, que yo sepa, nunca la he desobedecido. Nunca tuve el honor de verla hasta que vine a este cuartel.

—¿Que nunca me has visto? ¿Quién te dijo: «Los que quieran estar sucios, sucios quedarán»?

Grimes levantó la mirada y Tom también, pues era la voz de la mujer irlandesa que los acompañó el día que salieron juntos hacia Harthover.

—Entonces ya te lo advertí, aunque, de hecho, tú ya te dabas cuenta, tanto antes de ese día como a partir de entonces. Con cada palabrota que decías, con cada cosa cruel y malvada que hacías, cada vez que te emborrachabas, cada día que ibas sucio, me estabas desobedeciendo, tanto si lo sabías como si no.

—Ojalá lo hubiera sabido, señora...

—Sabías perfectamente que estabas desobedeciendo algo, aunque no supieses que se trataba de mí. Venga, sal y aprovecha tu oportunidad. Quizá sea la última.

De modo que Grimes salió de la chimenea y, de verdad, a pesar de las cicatrices en la cara, su aspecto era limpio y respetable, como debe ser el de un patrón deshollinador.

—Llévatelo —ordenó el hada a la porra—, y libértalo.

—¿Y qué tiene que hacer, señora?

—Que desholline el cráter del Etna. Allí encontrará a unos hombres muy firmes cumpliendo su condena que le enseñarán lo que tiene que hacer. Pero, cuidado, si el cráter vuelve a atascarse y, como consecuencia, se produce un terremoto, tráemelos e investigaré el caso con mucha dureza.

Entonces, la porra se llevó a Grimes, que tenía un aspecto tan dócil como el de un gusano ahogado.

Y que yo sepa, o aunque no lo supiera, en el día de hoy aún está deshollinando el cráter del Etna.

—Y bien —anunció el hada a Tom—, tu tarea aquí ha terminado. Ya puedes volver.

—Me encantaría —dijo Tom—, pero, ¿cómo voy a volver a subir por ese gran agujero, ahora que ya no hay vapor?

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