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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (10 page)

Entonces, a la luz de los relámpagos, Tom vio algo nuevo: todo el fondo del arroyo estaba vivo, con grandes anguilas revoloteando y retorciéndose, alejándose corriente abajo. Se habían ocultado durante semanas entre las grietas de las rocas y en escondrijos en el lodo. Tom apenas las había visto nunca, excepto por la noche, de vez en cuando. Pero ahora habían salido y pasaban a su lado a toda prisa, con tanta fiereza y furia que se asustó. Cuando se acercaron Tom oyó que se decían las unas a las otras: «Tenemos que correr, tenemos que correr. ¡Qué tormenta más animada! ¡Hacia el mar, hacia el mar!».

Entonces, la nutria apareció con todas sus crías, entrecruzándose y arrasando igual de rápido que las anguilas, y al acercarse, miró a Tom de reojo y le dijo: «Si quieres ver el mundo, ha llegado tu hora, tritón. Venid, niños, no os preocupéis por esas asquerosas anguilas, que mañana vamos a desayunar salmón. ¡Hacia el mar, hacia el mar!».

Luego estalló un relámpago más brillante que todos los demás, y con la luz... En una milésima de segundo desaparecieron, aunque las había visto, estaba seguro. Eran tres chiquillas blancas preciosas, entrelazándose los brazos sobre sus cuellos, flotando torrente abajo, mientras cantaban: «¡Hacia el mar, hacia el mar!».

—¡Eh, un momento! ¡Esperadme! —gritó Tom. Pero ya se habían ido. Sin embargo, podía oír sus voces claras y dulces a través del rugido de los truenos, del agua y del viento, cantando mientras se desvanecían en la lejanía: «¡Hacia el mar!».

—¿Hacia el mar? —dijo Tom—. Si todo el mundo se va al mar, yo también. Adiós, truchas. —Pero las truchas estaban tan ocupadas engullendo gusanos que no se volvieron para responderle y ahorraron a Tom el dolor de la despedida.

Y así, Tom siguió la precipitada corriente, guiado por los relucientes relámpagos de la tormenta. Contempló rocas bordeadas de abedules, que ora brillaban como la luz del día, ora se oscurecían como la noche. Descubrió oscuros bancos de truchas en los bajíos llenos de remolinos. Allí se encontró con grandes truchas que saltaban abalanzándose sobre Tom, creyendo que era bueno para comer, y luego se daban la vuelta refunfuñando, pues las hadas volvían a mandarlas a casa después de darles un rapapolvo tremendo por haber osado meterse con un niño del agua. Tom bajó y bajó por angosturas y cataratas estruendosas, donde las aguas torrenciales lo dejaron sordo y ciego por un instante; bajó por tramos profundos, donde los blancos nenúfares se sacudían y daban vueltas bajo el viento y el granizo; y pasó por pueblos adormilados y por debajo de los oscuros arcos de los puentes, y así se fue alejando cada vez más hacia el mar. No podía parar y tampoco se molestó en intentarlo. Allí abajo encontraría el gran mundo, los salmones, las olas y el amplísimo mar.

Cuando se hizo de día, Tom había llegado al río de los salmones.

Y ¿qué clase de río crees que era? ¿Dirías que se parecía a un riachuelo irlandés, que serpentea por las ciénagas marrones, donde los patos salvajes chapotean entre los nenúfares y los zarapitos revolotean de un lado a otro, gritando: «tuly-huip, vigila al rebaño»? ¿Crees que era el lugar donde suceden las extrañas historias que Dermis te cuenta sobre Peishtamore, el gran diablo-serpiente que yace en los remansos de negra turbera, entre los tallos de los viejos pinos, y que asoma la cabeza por la noche para mordisquear al ganado cuando se acerca para beber? Ten cuidado, no debes creerte todo lo que Dermis te cuente. Si le preguntas:

—¿Crees que hay salmones aquí, Dennis?

Él te contestará:

—¿Que si hay salmones, señor? Los hay a carretadas y regimientos, saltando fuera del agua a empujones. ¿No ha tenido la suerte de verlos?

Entonces pescas por todo el remanso y no consigues que ningún pez pique.

—¡Pero aquí no puede haber salmones, Dennis! Piensa. Si hubiera venido tan sólo uno con la última crecida, ya se habría marchado a los remansos de allá arriba.

—Claro, el señor es el verdadero pescador y se explica como un libro abierto. ¡Caray, habla como si conociera el agua desde hace mil años! Como acabo de decir, ¿cómo iba a haber peces aquí ahora?

—Pero, ¿no acabas de decir que saltaban fuera del agua a empujones?

Entonces, Dennis te mirará con sus bonitos ojos, ladinos, suaves, adormilados, bondadosos, de ésos en los que no puedes confiar, irlandeses y grises, y te responderá con la más hermosa de las sonrisas:

—Claro, pero pensé que el señor querría escuchar una respuesta agradable.

Así que no debes confiar en Dennis, porque tiene por costumbre dar respuestas agradables; sin embargo, en lugar de enfadarte con él, debes recordar que no es más que un pobre irlandés, que no sabe más. Por tanto, lo que tienes que hacer es carcajearte y entonces él también se carcajeará, trabajará como un esclavo, trotará detrás de ti y te mostrará dónde hay una buena pesca si puede —pues es un tipo cariñoso y le gusta la pesca tanto como a ti—, y, si no puede, te contará mentirijillas, unas cien cada hora. Mientras tanto, se preguntará por qué la pobre Irlanda no prospera como Inglaterra, Escocia y otros lugares donde la gente ha hecho suya la ridícula idea de que la honestidad es la mejor política.

¿O crees que era como un río de salmones galés, que destaca principalmente (al menos, hasta el año pasado) por no tener salmones, puesto que los campesinos progresistas los han hecho desaparecer mediante la pesca furtiva para impedir que los cythrawl sassenach (lo cual se refiere a ti, querido mío, a tus deudos y amigos, y significa casi lo mismo que la expresión china fon quef) vengan a Gales a dar la lata con buenos avíos de pesca, dinero disponible, civilización, una honestidad corriente y cosas por el estilo que los cámbricos no necesitan para nada?

¿O crees que era un arroyo de salmones como los que espero que veas entre las vegas de Hampshire antes de que tu cabello tenga canas cuando estén regulados por la nueva e inteligente legislación pesquera? Y cuando los aprendices de Winchester convengan, como hicieron hace trescientos años, que se prohiba comer salmón más de tres días a la semana.

O cuando haya tanta abundancia de pescado fresco bajo el chapitel de la catedral de Salisbury como en Holly-hole, en Christ-church. O cuando lleguen los buenos tiempos y la gente se dé cuenta de que, de toda la comida que Dios nos ofrece, lo que debemos proteger con mayor esmero es ese digno caballero llamado salmón, que es lo bastante generoso como para bajar hasta el mar pesando 140 gramos y medio, y regresar al año siguiente pesando casi dos kilos y medio sin costarle a la tierra o al estado ni un cuarto de penique.

¿O crees que era como un arroyo escocés, como el que trazó Arthur Clough en su «Bothie»?:

Sobre un saliente de granito.
Por una cuenca de granito bajaba el torrente de ámbar....

Era hermoso allí, el color derivaba de las rocas verdes del fondo; era hermoso, sobre todo cuando surgían burbujas de espuma y mezclaban sus nubes de blanco con el tono delicado de la quietud....

Acantilados en sus riberas, con serbales y ramas de abedul colgantes....

Ay, pequeño, cuando seas un grandullón y pesques en un arroyo así, creo que apenas te importará que la corriente de agua baje rugiendo en medio de una gran crecida, como café cubierto de crema caliente, mientras los peces se arremolinan alrededor de tu mosca artificial, igual que una pala de remo en una carrera, o suben disparados por la catarata como flechas plateadas, traspasando una espuma ferocísima. Ni te importará que la llovizna se reduzca a una hebra y los guijarros del fondo estén blancos y polvorientos como un camino de peaje, mientras los salmones se apiñan formando una oscura nube en el remanso de ámbar transparente, consumiendo dormidos su tiempo, hasta que la lluvia regrese arrastrándose desde el mar. No te importará mucho, si tienes visión e inteligencia, porque estarás satisfecho de colocar la caña y tus ojos se embeberán de la belleza de ese glorioso lugar; escucharás al mirlo de agua piar sobre las piedras y verás cómo los corzos amarillentos se acercan a beber y te miran con sus grandes, suaves y confiados ojos, como diciendo: «No tendrás agallas para dispararnos, ¿verdad?». Y luego, si tienes sentido común, te girarás y hablarás con un gran ayudante, gigantesco, que estará a tu lado tomando el sol sobre una piedra. No te contará mentirijillas, chiquitín, pues es escocés y teme a Dios, y no al párroco. Cuando hables con él, te sorprenderás cada vez más de su conocimiento, su sensatez, su humor y su cortesía, y descubrirás —a menos que lo hayas descubierto antes— que, con la Biblia, un hombre puede llegar a aprender a ser todo un caballero, más aún que si hubiera sido educado en los salones de Londres.

No. El arroyo de salmones de Harthover no era como ninguno de éstos. Era uno de esos arroyos que pueden verse en los grabados de nuestro querido Bewick, que nació y se crió en ellos. Tenía unos cien metros de anchura, se deslizaba por anchos remansos y anchos bajíos, por anchos bajíos y anchos remansos, pasaba junto a grandes campos de guijarros, aprovechando la espesura de robles y fresnos, a lo largo de bajos acantilados de arenisca, por verdes prados y bellos parques, cerca de una gran casa de piedra gris, dejando atrás, allí en lo alto, oscuros brezales; y aquí y allá se erguían contra el cielo las chimeneas humeantes de las minas de carbón. Tienes que ver un Bewick para saber cómo era, pues lo ha plasmado cientos de veces con el cariño y el amor de un auténtico paisano del norte. Aunque el río de salmones no te interese, deberías, como todos los buenos chicos, conocer a Bewick.

Al menos, eso era lo que el bueno de Sir John solía afirmar con gran sentimiento, como era costumbre en él:

—He oído decir que en Francia, si quieren describir a un joven caballero refinado, dicen: «Il sait son Rabelais». Pero cuando yo quiero describir a uno en Inglaterra, digo: «Conoce a Bewick». Y creo que ése es el mejor cumplido que hay.

Pero Tom no pensó nada sobre el aspecto del río. No pensaba en nada más que en descender hasta el amplísimo mar.

Al cabo de un rato, llegó a un lugar donde el río se desplegaba en tramos anchos, tranquilos y poco profundos; tan amplios que el pequeño Tom, al asomar la cabeza fuera del agua, apenas podía divisar el final.

Y allí se paró. Estaba un poco asustado. «Esto tiene que ser el mar —pensó—. ¡Es un lugar amplio! Si me adentro más, seguro que me perderé o algún bicho raro me picará. Me detendré aquí y buscaré a las nutrias, a las anguilas o a alguien que me diga adónde puedo ir.»

De modo que retrocedió un poco, se metió en la grieta de una roca, justo donde el río se abría hacia los amplios bajíos, y buscó a alguien que le pudiera mostrar el camino: pero las nutrias y las anguilas se habían marchado arroyo abajo y estaban a muchos kilómetros de distancia.

Estuvo esperando y durmiendo, ya que se sentía muy cansado debido al viaje nocturno. Cuando se despertó, el arroyo se estaba aclarando y reflejaba un hermoso tono de ámbar, a pesar de que aún estaba en la parte alta. Al cabo de un rato, se fijó en algo que lo sobresaltó porque se dio cuenta al instante de que era una de las cosas que había venido a ver.

¡Menudo pez! Era diez veces más grande que la trucha más enorme y cien veces más grande que Tom. Iba remontando arroyo arriba, a su lado, con la misma facilidad con la que Tom había descendido.

¡Menudo pez! Era brillante, plateado de la cola a la cabeza y con manchas de carmín aquí y allá; tenía una gran nariz de gancho, un gran labio curvado y un gran ojo brillante, que miraba a su alrededor con el orgullo de un rey y escudriñaba el agua a derecha e izquierda como si todo le perteneciera. Seguro que era el salmón, el rey de todos los peces.

Tom se asustó tanto que deseó meterse en un agujero, aunque no hacía falta, pues los salmones son todos unos auténticos caballeros y, como verdaderos caballeros que son, tienen un aspecto muy noble y orgulloso. Además, también como verdaderos caballeros, nunca hacen daño ni se pelean con nadie, sino que se preocupan de sus propios asuntos y dejan en paz a los tipos maleducados.

El salmón lo miró directamente a los ojos y luego prosiguió su camino sin hacerle caso, dando una o dos sacudidas de cola que hicieron que el arroyo volviera a hervir. Transcurridos unos minutos, acudió otro; luego, cuatro o cinco, y así sucesivamente. Todos pasaban por su lado, lanzándose y zambulléndose en el rápido, y dando fuertes golpes con sus colas de plata. De vez en cuando, saltaban desde el agua por encima de una roca, centelleando gloriosamente por un instante de cara al sol, que brillaba como nunca, mientras Tom se deleitaba tanto que hubiera podido estar mirándolos durante todo el día.

Finalmente, se presentó uno que era mucho más grande que los demás, aunque se acercaba lentamente, se paraba, miraba hacia atrás y parecía muy angustiado y ocupado. Tom advirtió que ayudaba a otro salmón, uno especialmente bonito, que no tenía ni una mancha, sino que iba vestido de pura plata de la cola a la cabeza.

—Cariño —dijo el gran pez a su compañera—, pareces terriblemente cansada y al principio no debes hacer un esfuerzo excesivo. Descansa un poco detrás de esta roca. —Y la acompañó cariñosamente con la nariz a la roca donde Tom estaba sentado.

Debes saber que se trataba de la mujer del salmón. Pues los salmones, como los auténticos caballeros, siempre escogen a su dama, la aman, le son fieles, cuidan de ella, trabajan para ella y se pelean por ella, como debe hacer todo auténtico caballero. No son como los vulgares cachos, carpas y lucios, que no tienen sentimientos elevados y no cuidan de sus esposas.

Entonces descubrió a Tom y lo miró ferozmente durante un instante, como si fuera a morderlo.

—¿Qué quieres? —preguntó con ferocidad.

—¡Eh, no me hagas daño! —gritó Tom—. Sólo quería mirarte. ¡Eres tan bonito!

—¿Cómo? —exclamó el salmón, muy majestuoso y muy educado—. Te ruego que me perdones. Ya veo lo que eres, queridito mío; ya me he encontrado anteriormente con una o dos criaturas como tú, y me parecieron muy agradables y educadas. Sí, es verdad. Hace poco, una de ellas fue muy amable conmigo, a lo cual confío en poder corresponder. Espero que no nos hayamos entrometido en tu camino. Tan pronto como la dama haya descansado, continuaremos nuestro viaje.

¡Qué salmón tan encantador y qué bien educado!

—Entonces, ¿ya habéis visto antes criaturas como yo? —preguntó Tom.

—Varias veces, cariño. De hecho, justo ayer por la noche, en la desembocadura del río, vino uno y nos advirtió a mí y a mi mujer de que había unas redes nuevas que se habían metido en el arroyo, no sé cómo, desde el pasado invierno, y nos enseñó de un modo muy encantador y atento el camino para rodearlas.

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