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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (19 page)

—No, no lo hará, eso sí que lo sé. Nadie puede convertir niños del agua en deshollinadores, ni hacerles ningún daño, siempre y cuando sean buenos.

—Ja —replicó el malo de Tom—, ya veo lo que te propones. Me has estado persuadiendo para que vaya porque ya te has hartado y quieres deshacerte de mí.

Al oír eso, la pequeña Ellie abrió mucho los ojos, que rebosaban de lágrimas.

—¡Oh, Tom, Tom! —dijo ella, muy dolida. Luego gritó—: ¡Eh, Tom! ¿Dónde estás?

Y Tom gritó:

—¡Eh, Ellie! ¿Dónde estás?

No podían verse. La pequeña Ellie se esfumó muy lejos y Tom oyó su voz llamándolo y haciéndose más y más baja, más y más tenue, hasta que todo quedó en silencio. Entonces, ¿quién era el que estaba asustado, sino Tom? Buceó arriba y abajo por entre las rocas, entrando en todos los salones y habitaciones más rápido que nunca, pero no la encontró. La llamó a gritos, pero no respondió. Preguntó a los demás niños, pero no la habían visto. Finalmente, subió hasta la superficie del agua y se puso a llorar y a chillar para que viniera la señora Hagancontigocomohiciste (y quizás era lo mejor que podía hacer, pues se presentó en un instante).

—¡Ay! —exclamó Tom—. ¡Dios santo, Dios santo! He sido malo con Ellie y la he matado, sé que la he matado.

—No, eso no —respondió el hada—, pero la he mandado a casa, muy lejos, y no volverá en no sé cuánto tiempo.

Al oír estas palabras Tom lloró con tanta amargura que el mar salado aumentó con sus lágrimas y la marea se hizo 0,3.954.620.819 partes de un centímetro más alta que el día anterior (aunque quizá fuera debido al crecimiento de la luna). Sí, podría ser; pero, verás, según la nueva filosofía, lo correcto es atribuir causas espirituales a los fenómenos físicos —sobre todo en los salones donde se practica espiritismo— y, evidentemente, atribuir causas físicas a los fenómenos espirituales, tales como pensar, rezar y distinguir el bien del mal. De modo que lo ponen del revés hasta que queda del derecho, como dicen en Berkshire.

—¡Qué cruel eres mandando a Ellie lejos de aquí! —sollozó Tom—. Sin embargo, volveré a encontrarla, aunque tenga que ir a buscarla al fin del mundo.

El hada no abofeteó a Tom ni le dijo que refrenara la lengua. Por el contrario, lo puso en su regazo con mucha suavidad, igual que habría hecho su hermana, y lo convenció de que no era culpa suya, porque a ella le habían dado cuerda, como a los relojes, y no podía evitar hacer las cosas, le gustaran o no. Luego le explicó que había estado en la guardería el tiempo suficiente y que ahora debía salir a ver el mundo si quería llegar a ser un hombre. Le dijo que tenía que ir completamente solo, como deben hacer todas las personas que nacen: ver con sus propios ojos, oler con su propia nariz, hacerse él mismo la cama y echarse en ella y, si metía los dedos en el fuego, quemarse. Después le aseguró que había muchísimas cosas interesantes que ver en el mundo y que sería un lugar muy singular, curioso, agradable, ordenado, respetable, organizado y, en general, bien conseguido (como, efectivamente, cabría esperar), si la gente que vive en él fuera tolerablemente valiente, honesta y buena. Luego le aconsejó que no tuviera miedo de nada, pues nada podía hacerle daño mientras se acordara de las lecciones e hiciera lo que sabía que era correcto. Finalmente, consoló tanto al pobre Tom que a éste le entraron muchas ganas de salir y deseó partir en aquel mismo instante.

—¡Lo único que desearía —añadió—, es ver a Ellie una sola vez antes de irme!

—¿Y por qué quieres eso?

—Porque... porque sería muchísimo más feliz si supiera que me ha perdonado.

Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, apareció Ellie, sonriente y tan contenta que Tom deseó besarla. Pero todavía temía no ser lo bastante respetuoso porque ella era una dama de nacimiento.

—¡Me voy, Ellie! —dijo Tom—. Me voy, aunque sea hasta el fin del mundo. Pero la verdad es que no me apetece nada.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! —exclamó el hada—. Te va a encantar, granuja, en el fondo del corazón lo sabes. Y si no lo sabes, voy a hacer que te apetezca. Ven aquí y mira lo que le pasa a la gente que sólo hace cosas agradables.

De uno de sus armarios (tenía todo tipo de armarios misteriosos en las grietas de las rocas) sacó el libro a prueba de agua más maravilloso, lleno de fotografías jamás vistas. Pues había descubierto la fotografía (y esto es un hecho) más de 13.598.000 años antes de que nadie naciera. Es más, sus fotografías no representaban meramente las luces y las sombras, como hacen las nuestras, sino también los colores y, además, todos los colores, igual que si miras la cola de un gallo lira, las alas de una mariposa o, de hecho, todo lo que lo sea o pueda serlo, por decirlo de algún modo. Así pues, sus fotografías eran muy curiosas y famosas, y los niños esperaban con deleite a que abriera el libro.

En la página del título ponía: «Historia de la gran y famosa nación de los Hazloqueteapetezca, que se marcharon del país de Muchotrabajo porque querían pasarse el día tocando el arpa judía».

En la primera foto, vieron a los Hazloqueteapetezca viviendo en el país de Todohecho al pie de las Montañas Afortunadas, donde crece la memez silvestre. Si quieres saber qué es eso, debes leer
Peter Simple
.

Llevaban una vida muy parecida a la de los antiguos y joviales griegos de Sicilia, a los que puedes ver pintados en los antiguos jarrones, y realmente no parecía que recurrían a muchas excusas, porque no tenían necesidad de trabajar.

En lugar de casas, vivían en hermosas cuevas de toba y se bañaban en cálidas fuentes tres veces al día. En cuanto a la ropa, hacía tanto calor que los caballeros andaban por ahí con poco más que un sombrero de tres picos y un par de tiras, o algún avío ligero de verano de ese tipo, y en otoño las damas cogían finas telarañas (cuando no se sentían demasiado perezosas) para confeccionar sus vestidos de invierno.

Les encantaba la música, pero aprender piano o violín era demasiado trabajo, y en cuanto a bailar, habría requerido demasiado esfuerzo. De modo que se quedaban todo el día sentados sobre los hormigueros y tocaban el arpa judía, y si las hormigas los mordían se levantaban y se iban al siguiente hormiguero hasta que las hormigas los volvían a morder.

Luego se sentaban debajo de los árboles de memez y esperaban a que los memeces les cayeran en la boca; y hacían lo mismo debajo de las vides y se tragaban el zumo exprimido de las uvas. Y si había algún cochinillo corriendo por ahí, ya asado, que gritaba: «Ven a comerme», como tenían por costumbre en ese país, esperaban a que se acercaran a sus bocas y entonces les daban un mordisco y se quedaban muy satisfechos, igual que hacen tantas ostras.

Las armas no les hacían falta, pues no había ningún enemigo que se acercara a su país, ni tampoco necesitaban utensilios, pues todo estaba hecho para ser usado y la vieja y severa hada Necesidad nunca aparecía por allí para obligarlos a usar su inteligencia o morir.

Y así sucesivamente, cada vez más, hasta el punto que nunca en el mundo hubo una gente más cómoda, tranquila y afortunada.

—Anda, qué vida más alegre —dijo Tom.

—¿Eso crees? —replicó el hada—. ¿Ves esa gran montaña puntiaguda que hay allí, de cuya cima está saliendo humo?

—Sí.

—¿Y ves esas cenizas, esa escoria y esos rescoldos esparcidos por todas partes?

—Sí.

—Entonces, gira página a los siguientes quinientos años y ya verás qué pasa a continuación.

Y, mira por dónde, la montaña había estallado como un barril de pólvora y después se había desbordado como una tetera, por lo que una tercera parte de los Hazloqueteapetezca salió volando por los aires y otra tercera parte se ahogó entre las cenizas, de modo que sólo quedó a salvo un tercio de la población.

—¿Ves? —dijo el hada—. Eso es lo que pasa por vivir en una montaña en llamas.

—Jo, ¿y por qué no los avisaste? —le preguntó la pequeña Ellie.

—Los avisé tanto como pude. Dejé que el humo saliera de la montaña y allí donde hay humo, hay fuego. Puse las cenizas y los rescoldos por todas partes, y allí donde hay rescoldos, volverá a haberlos. Pero no les apetecía enfrentarse a los hechos, queridos, como muy poca gente hace. De modo que se inventaron un cuento chino, que estoy segura de no haberles enseñado, que decía que el humo era el aliento de un gigante que uno u otro dios había enterrado debajo de la montaña, que los rescoldos eran lo que los enanos utilizaban para asar los cochinillos y otras bobadas así. Y cuando la gente se pone en ese plan, no les puedo enseñar sino con la gran vara de abedul.

Entonces giró página a los siguientes quinientos años. Allí estaban los que quedaban de los Hazloqueteapetezca haciendo lo que les apetecía, igual que antes. Eran demasiado perezosos para alejarse de la montaña, así que argumentaron: «Si ha estallado una vez, razón de más para que no vuelva a estallar». Eran muy pocos, pero dijeron: «Cuantos más seamos, más nos divertiremos; en cambio, cuantos menos seamos, más comida tendremos».

No obstante, eso no era del todo cierto, pues el volcán quemó todos los árboles de memez. Los Hazloqueteapetezca se habían comido todos los cochinillos asados que, obviamente, no habían podido tener crías. De manera que tuvieron que vivir con dificultades, alimentándose de frutos secos y raíces que extraían de la tierra usando palos.

Algunos de ellos hablaron de sembrar cereales, como solían hacer sus antepasados antes de venir al país de Todohecho, pero habían olvidado cómo se construían los arados (para entonces incluso habían olvidado cómo se tocaban las arpas judías) y hacía años que se habían comido todas las semillas de cereales que habían traído del país de Muchotrabajo. Y, claro, marcharse e ir a buscar más era demasiado complicado. De modo que vivieron miserablemente de raíces y frutos secos, y todos los niñitos debiluchos padecieron un gran apetito y luego murieron.

—Anda —observó Tom—, se están convirtiendo en algo parecido a salvajes.

—Y mira qué feos se están volviendo —dijo Ellie.

—Sí, cuando la gente se alimenta de vegetales inconsistentes, en vez de rosbif y budin de ciruelas, las mandíbulas se les hacen grandes y los labios se les hacen gruesos, como los pobres irlandeses que comen patatas.

Entonces giró página a los siguientes quinientos años. Los Hazloqueteapetezca estaban viviendo en los árboles y haciendo nidos para resguardarse de la lluvia. Y debajo de los árboles había leones merodeando.

—Anda —señaló Ellie—, parece que los leones se han comido a muchísimos, porque ahora quedan muy pocos.

—Sí —confirmó el hada—. Verás, sólo los más fuertes y activos pudieron subir a los árboles y, por lo tanto, escapar.

—Vaya tipos más grandullones, bestias y anchos de espaldas —dijo Tom—. Son la gente más dura que he visto nunca.

—Sí, ahora se están haciendo muy fuertes, pues las damas no se quieren casar con ningún caballero que no sea el más fuerte y fiero, ya que las pueden ayudar a subir a los árboles y así escapar de los leones.

Acto seguido giró página a los siguientes quinientos años. En ésa aún quedaban menos, y aún eran más fuertes y fieros; sin embargo, la forma de sus pies había cambiado de un modo muy raro, pues se agarraban a las ramas con los grandes dedos de sus pies, como si fueran pulgares, igual que los marineros hindúes los usan para enhebrar la aguja.

Los niños se quedaron muy sorprendidos y le preguntaron al hada si había sido obra suya.

—Sí y no —dijo sonriendo—. Los que pudieron usar los pies y las manos fueron los únicos que consiguieron llevar una buena vida o, de hecho, casarse, así que se quedaron con lo mejor de todo y dejaron que los demás se murieran de hambre. Y los que quedan han seguido su camino como la raza de hom-bres-que-usan-los-dedos-de-los-pies-y-de-las-manos, del mismo modo que siguen su camino las vacas de cuernos cortos, los terriers escoceses de la isla de Skye o las palomas torcaces.

—Pero entre ellos hay uno peludo —indicó Ellie. —¡Ah! —comentó el hada—, con el tiempo ése será un gran hombre, el jefe de toda la tribu.

Cuando giró página a los siguientes quinientos años, lo que había dicho se hizo realidad.

Este jefe peludo había tenido hijos peludos y ellos, hijos aún más peludos. Todas querían casarse con maridos peludos y, asimismo, tener hijos peludos, pues el clima se estaba volviendo tan húmedo que únicamente los peludos podían sobrevivir. Los demás tosían y estornudaban, sufrieron dolor de garganta y cogieron tisis antes de hacerse mayores.

Luego el hada giró página a los siguientes quinientos años. Y aún quedaban menos.

—Anda, hay uno en el suelo recolectando raíces —apuntó Ellie—, y no puede caminar derecho.

Ya no podía, porque igual que la forma de los pies les había cambiado, la forma de la espalda también les cambió.

—¡Vaya! —exclamó Tom—. Diría que son simios.

—Algo espantosamente parecido, pobres criaturas bobas —añadió el hada—. Ahora se han hecho tan estúpidos que apenas pueden pensar: ninguno de ellos ha utilizado la inteligencia durante muchos cientos de años. Además, casi han olvidado cómo se habla. Todos los niños bobos olvidaron algunas de las palabras que oían de sus padres bobos y no tenían suficiente inteligencia como para crear palabras nuevas. Es más, se han hecho tan fieros, desconfiados y brutales que se alejan los unos de los otros y vagan alicaídos y enfurruñados por las oscuras selvas, sin oír nunca la voz de los demás, hasta que casi se han olvidado de cómo se habla. Me temo que muy pronto se convertirán en simios, y todo por hacer sólo lo que les apetecía.

Al cabo de quinientos años, se murieron todos y desaparecieron debido a la mala comida, las bestias salvajes y los cazadores; todos salvo uno, tremendo y viejo, con unas mandíbulas como las de un asno, que medía más de dos metros. M. Du Chaillu fue hacia él y le pegó un tiro mientras rugía y se daba puñetazos en el pecho. Se acordó de que, antaño, sus antepasados fueron hombres, e intentó decir: «¿No soy un hombre y un hermano?». Pero había olvidado cómo utilizar la lengua. Luego intentó llamar a un médico, pero se había olvidado de la palabra apropiada. Así que todo lo que dijo fue: «¡Ubbobuu!», y murió.

Y aquí terminó la gran y jovial nación de los Hazloqueteapetezca. Cuando Tom y Ellie llegaron al final del libro, se les veía muy tristes y solemnes. Y tenían una buena razón para estarlo, pues realmente creyeron que los hombres eran simios y, teniendo en cuenta su simplicidad, no se les ocurrió preguntar si las criaturas tenían hipopótamos mayores en el cerebro o no. En ese caso, como ya te he dicho, habría sido imposible que fueran simios, aunque fueran más simiescos que los simios de todos los simiales.

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