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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (7 page)

Dejo el sobre a un lado y abro la carta de dos páginas. Mis ojos comienzan a leer superficialmente, buscando alguna palabra clave, pero es como abrir la carta de aceptación de una universidad. Apenas si puedo leer. «Relájate, Oliver. Comienza por el principio.»

«Estimado decano Milligan.» Personalizada. Bien. «Le escribo en nombre de Oliver Caruso, quien se presenta como candidato de otoño para su programa MBA…», bla, bla, bla, «… supervisor de Oliver durante los últimos cuatro años…», bla y más bla, «… lamento decir…». ¿Lamento decir? «… que no puedo en conciencia recomendar a Oliver como candidato para su escuela… aunque me duela… falta de profesionalismo… cuestiones de madurez… por su propio bien, se beneficiaría de otro año de experiencia laboral profesional…».

No lo puedo soportar. Mis manos se aferran al papel, destrozando los bordes. Las lágrimas afloran a mis ojos. Y en alguna parte… más allá de los baches… al otro lado del puente… juro que oigo a alguien que se ríe. Y a otra persona que añade: «Te lo dije.» Me levanto, corro hacia el armario y cojo mi abrigo. Si Charlie está esperando el autobús aún puedo alcanzarle. Me pongo el abrigo sin soltar la carta, abro la puerta de golpe y…

—¿Y bien? —pregunta Charlie, sentado en los escalones—. ¿Qué hay de nuevo en Whoville?

Freno en seco y no digo nada. Tengo la cabeza gacha. La carta es una bola de papel en mi puño derecho.

Charlie me estudia durante unos segundos.

—Lo siento, Ollie.

Asiento, ardiendo de ira.

—¿Hablabas en serio antes? —le pregunto.

—¿Te refieres a…?

—Sí —le interrumpo, pensando en la cara de mamá cuando todas las facturas estén pagadas—. A eso.

Inclina la cabeza hacia un lado, entrecierra los ojos.

—¿De qué estás hablando, Willis?

—Basta de juegos, Charlie. Si aún te interesa… —Me interrumpo en la mitad de la frase. En mi cabeza estoy abriéndome paso a través de los cambios. Todavía hay muchas cosas por hacer… pero en este momento… lo único que tengo que decirle son dos palabras—. Estoy dentro.

5

—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Charlie mientras cierra la puerta de mi oficina el lunes por la mañana temprano.

—Exactamente lo que hemos hablado —digo; saco del maletín el trabajo del fin de semana y lo dejo caer pesadamente sobre el escritorio. Me muevo a mi ritmo frenético habitual, corriendo del escritorio al archivador y vuelta al escritorio, pero hoy…

—Hay un extraño brinco en tu forma de andar —dice Charlie, súbitamente excitado—, y no se trata del movimiento del hámster-en-la-rueda al que estás acostumbrado.

—No sabes de qué estás hablando.

—Sí que lo sé. —Me observa atentamente; analiza cada movimiento—. Brazos que se balancean… hombros erguidos… incluso debajo del traje. Sí, hermano. Deja que suene la libertad.

Busco el fax que alguien envió el viernes por la noche y lo dejo delante de mi ordenador. Hoy, al mediodía, las cuentas abandonadas deben ser enviadas al estado o bien devueltas a sus titulares. Eso nos deja un margen de tres horas para robar tres millones de dólares. Justo antes de comenzar hago crujir los nudillos.

—No dudes —me advierte Charlie.

Está preocupado por la posibilidad de que me arrepienta. Hago crujir los nudillos por última vez y comienzo a copiar el fax de Duckworth.

—¿Y ahora qué estamos haciendo? —pregunta Charlie.

Lo mismo que ha hecho nuestro misterioso amigo, escribir una carta falsa reclamando el dinero; sólo que esta carta ingresa el dinero en una cuenta nuestra.

Charlie asiente y sonríe.

—¿Sabías que anoche hubo luna llena? —dice—. Apuesto a que ésa es una de las principales razones por las que lo hicieron.

—¿Puedes dejar por favor de ponerte dramático conmigo?

—No te burles de la luna —me advierte Charlie—. Puedes creer cuanto quieras en la lógica de la parte izquierda de tu cerebro, pero cuando estaba trabajando en ese empleo de telemarketing respondiendo a las quejas de los consumidores, las noches en que había luna llena recibíamos un setenta por ciento más de llamadas. No es broma, esa noche todos los chiflados salen a bailar. —Se queda un momento en silencio, pero es incapaz de mantenerse así—. ¿Alguna nueva idea con respecto a quién era el ladrón original?

—De hecho, ésa iba a ser mi siguiente… —Levanto el auricular del teléfono, leo el número del fax de Duckworth y comienzo a marcar. Antes de que Charlie pueda siquiera formular la pregunta, pongo el teléfono en modalidad manos libres para que pueda oír la conversación.

—Información telefónica —dice una voz femenina mecanizada—. ¿Qué ciudad?

—Manhattan —digo.

—¿Qué nombre?

Leo el nombre en el fax.

—Midland National Bank.

El banco adonde el misterioso ladrón quería transferir el dinero.

—¿Por qué…?

—Shhhhh —digo con impaciencia mientras marco el nuevo número.

Charlie sacude la cabeza, evidentemente divertido. Está acostumbrado a ser el hermano pequeño.

—Midland National —contesta una voz femenina—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Hola —digo, adoptando nuevamente mi voz de atención al cliente—. Me llamo Marty Duckworth y llamo para confirmar los datos de una próxima transferencia electrónica.

—De acuerdo. ¿Cuál es su número de cuenta, señor?

Vuelvo a leer el número que consta en la carta e incluyo el número de la Seguridad Social de Duckworth.

—El nombre es Martin —añado.

Oímos un leve sonido mientras la mujer teclea.

—Muy bien, ¿en qué puedo ayudarle hoy, señor Duckworth?

Charlie se inclina hacia mí.

—Pregúntale el nombre —susurra en mi oído.

—Lo siento, ¿cómo me dijo que se llamaba? —añado. Es el mismo truco que Tanner Drew empleó conmigo: pregúntales sus nombres y son súbitamente responsables.

—Sandy —contesta rápidamente.

—Muy bien, Sandy, sólo quería confirmar…

—… las instrucciones electrónicas para una próxima transferencia —dice quizá con un exceso de entusiasmo—. Tengo esa información aquí mismo, señor. La transferencia se hará desde el Banco Greene & Greene de Nueva York y luego, cuando la recibamos, tenemos instrucciones suyas de enviar el dinero a TPM Limited en el Banco de Londres, a la cuenta número B2178692792.

Escritor mucho más veloz, Charlie apunta el número rápidamente. Junto a «TPM Limited», cojo su bolígrafo y escribo: «compañía falsa. Inteligente».

—Perfecto. Gracias, Sandy…

—¿Puedo ayudarle en alguna otra cosa, señor Duckworth?

Miro a Charlie y él se acerca al altavoz. Impostando la voz en su mejor imitación de la mía, añade:

—En realidad sí, ahora que hablo con usted… no he recibido mis últimos estados de cuenta, ¿podría comprobar si tiene apuntada correctamente mi dirección?

Caramba, este chico es realmente bueno.

—Lo comprobaré —dice Sandy.

Cuando tenía nueve años y estaba enfermo con cuarenta grados de fiebre, Charlie me preparó un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mayonesa que dijo que me curaría. Me hizo vomitar por toda la casa. Hoy, la voz de Charlie es más dulce que nunca. Tiene una sonrisa afectada dibujada en los labios. Todos estos años pensé que intentaba ser útil. Ahora me pregunto si no es simplemente un tío insensible.

—Muy bien, creo que ya sé dónde está el problema —interrumpe Sandy—. ¿A qué dirección desea que le enviemos la información?

Charlie, desconcertado, duda un momento.

—¿Tienen más de una dirección? —pregunto.

—Bueno, está la dirección de Nueva York: 405…

—… Amsterdam Avenue, apartamento 2B —completo la dilección leyendo la que consta en la carta.

—Y luego tenemos otra en Miami…

Charlie me alcanza un Post-it y cojo un bolígrafo. Sólo tendremos una oportunidad de apuntarla.

—1004 calle Diez, Miami Beach, Florida, 33139 —anuncia Sandy.

Instintivamente, Charlie apunta ciudad, estado y código postal. Yo apunto la dirección de la calle. Es la forma en que solíamos memorizar los números de teléfono: yo me encargaba de la primera mitad y Charlie del resto. «Es la historia de mi vida», solía decir.

—Si lo desea, puedo cambiarla a la de Nueva York —explica Sandy.

—No, no, déjela como está. Siempre que sepa dónde buscar…

Alguien llama a la puerta de mi oficina. Me giro justo a tiempo de ver cómo se abre.

—¿Hay alguien en casa? —pregunta una voz grave.

Charlie coge la carta. Yo cojo el auricular y desconecto el altavoz.

—Muy bien, gracias otra vez por su ayuda.

Cuelgo el auricular.

—Hola, Shep —canta Charlie, poniendo su cara más feliz para el jefe de Seguridad.

—¿Todo bien? —pregunta Shep, avanzando hacia nosotros.

—Sí —dice Charlie.

—Perfectamente —añado.

—¿Qué podría ir mal?

Charlie se muerde los labios tan pronto como la pregunta ha salido de sus labios.

—¿En qué puedo ayudarte hoy, Shep? —pregunto.

—De hecho, esperaba poder ayudarte a ti —dice Shep, empleando su tono más amable.

—¿Perdón? —digo.

—Sólo quería hablarte de esa transferencia que enviaste a Tanner Drew…

Los hombros de Charlie se hunden con un terror súbito. No es bueno en las confrontaciones.

—Fue una transferencia perfectamente legal —digo en tono desafiante.

—Escucha —me interrumpe Shep—. Puedes ahorrarte ese tono. —Shep percibe que ha llamado nuestra atención y añade—: Ya he hablado con Lapidus. Está encantado por las pelotas que le echaste al hacerte cargo del asunto. Tanner Drew es feliz; todo está bien. Pero en lo que a mí respecta… bueno, no me gusta nada ver cómo pasan zumbando cuarenta millones de pavos… especialmente cuando utilizas la contraseña de otra persona.

Cómo sabe que nosotros…

—¿Crees que me contrataron por mi cara bonita? —pregunta Shep, echándose a reír—. Con trece billones de dólares expuestos a un montón de riesgos, tenemos la mejor seguridad que el dinero puede comprar.

—Bueno, si necesitas alguna ayuda, tengo un candado de bicicleta bastante bueno —dice Charlie, intentando que la situación no se descontrole.

Shep se vuelve directamente hacia él.

—Eh, tío, te encantará esto, Charlie. ¿Has oído hablar alguna vez del programa Investigator?

Charlie sacude la cabeza. Se acabaron las bromas.

—Es un programa que te permite hacer un control de los teclados —añade Shep, y ahora toda su atención está concentrada en mí—. Lo que significa que cuando estás sentado ante tu ordenador, puedo ver cada palabra que tecleas. Correos electrónicos, cartas, contraseñas… tan pronto como aprietas la tecla, aparece en mi pantalla.

—¿Estás seguro de que eso es legal? —pregunto.

—¿Bromeas? Hoy en día es lo más normal del mundo. Exxon, Delta Airlines, incluso las jodidas esposas desconfiadas que quieren ver lo que escriben sus maridos en los chats, todos lo utilizan. Quiero decir, ¿por qué crees que el banco tiene todos sus ordenadores conectados a una sola red? ¿Para que puedas enviar correos electrónicos internos? El Gran Hermano no está por llegar… ha estado aquí durante años.

Miro a Charlie, que tiene la mirada clavada en la pantalla del ordenador. Oh, no, la carta falsa…

—Es algo realmente asombroso —continúa Shep—. Puedes programarlo como una alarma, de modo que si alguien está utilizando la contraseña de Mary, y el sistema de seguridad dice que ella ya no está en el edificio… saltará en nuestra pantalla y te dirá qué está pasando.

—Escucha, siento haber tenido que…

—Ahí tenemos otra vez el acento de Brooklyn. —Shep sonríe—. ¿Qué pasa, sólo te sale cuando estás nervioso? ¿Cuando te olvidas de ocultarlo?

—No, es sólo que… en esas circunstancias no sabía qué…

—No debes preocuparte —dice Shep, arrastrando también las palabras en el mejor acento del viejo barrio—. Como he dicho, a Lapidus le importa un huevo. Cuando se trata de asuntos de tecnología, no le importa que yo pueda ver que alguien teclea el nombre de Mary o el suyo… —Shep mira por encima de mi hombro y dice más lentamente—… o incluso si puedo ver que alguien utiliza un ordenador del banco para escribir una carta fraudulenta.

Charlie se pone rígido en su silla y de pronto no soy el único que tiene una expresión estreñida en la cara.

—Te diré que no tenían ese chisme cuando estaba en el servicio —continúa diciendo Shep, avanzando unos pasos hacia nosotros y arremangándose la camisa. Se rasca los antebrazos, primero el derecho, luego el izquierdo, y por primera vez compruebo su eficacia—. Hoy en día… con los ordenadores… puedes conseguir enterarte de cualquier cosa… —añade, el acento del viejo barrio ya ha desaparecido de su voz—… una transferencia de cuarenta millones de dólares a Tanner Drew… o tres millones transferidos a Marty Duckworth…

Hijo de puta.

Estoy paralizado. No puedo moverme.

—Todo ha terminado, hijo. Sabemos lo que estáis tramando.

Charlie salta de su asiento y tiñe su voz con una pequeña risa.

—Ja, ja, ja, Shep, tranquilo con esa porra, no pensarás que nosotros…

Shep pasa junto a él y me apunta con un dedo directamente a la cara.

—¿Te parece que estoy ciego, Oliver? —Clavo los ojos en el suelo y no le contesto—. Te he hecho una pregunta hijo; ¿realmente crees que soy tan imbécil? Lo supe desde el momento en que enviaste el primer fax, sólo era cuestión de tiempo que cometieras un error.

—¿El primer fax? —pregunta Charlie—. ¿El que enviaron desde Kinko's? ¿Crees que fuimos nosotros? —Apoya una mano sobre el hombro de Shep, esperando ganar uno o dos segundos—. Te lo prometo, tío, nosotros jamás enviamos ese… de hecho, cuando llegamos esta mañana… estábamos… estábamos tratando de coger a ese ladrón… ¿no es verdad, Ollie? ¡Estábamos haciendo lo mismo que tú!

Yo permanezco inmóvil en mi silla, pálido como un fantasma. Charlie sabe que estoy perdido. Me mira. «Maldita sea, Ollie… ¡venga! Por favor.»

—Toc, toc… ¿hay alguien en casa? —pregunta una voz estridente al tiempo que la puerta de mi despacho se abre de par en par. Shep se vuelve y descubre el origen de la voz, el hombre de mediana edad, de vientre prominente pero aún así impecablemente vestido que ahora se acerca a mi escritorio. Francis A. Quincy, socio financiero principal de la firma. Detrás de él se encuentra el mismísimo jefe. Henry Lapidus.

Me las arreglo para componer una sonrisa absolutamente falsa, pero debajo los dedos de mis pies excavan la alfombra.

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