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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (10 page)

—¿Podemos hacerlo? —pregunta Charlie.

—Si quieres, podemos entregarle la carta original a Mary ahora mismo —propone Shep—. Mis cuentas de Duckworth ya están preparadas, puesto que pertenecían al auténtico Duckworth…

—Ni hablar —le interrumpo—. Como tú mismo dijiste… nosotros elegimos el lugar adonde va el dinero.

Shep siente la tentación de discutir pero comprende rápidamente que no puede ganar. Si la primera transferencia la recibe él, tendrá su bolsa de lona llena de pasta y nosotros corremos el riesgo de quedarnos con las manos vacías. Ni siquiera Charlie desea correr ese riesgo.

—De acuerdo —dice Shep—. Pero si no tenéis intención de utilizar la cuenta de Duckworth ya existente, yo me llevaría el dinero fuera del país lo antes posible. De ese modo, el dinero ya no estaría en Estados Unidos y no tendríamos la obligación de informar. Ya conoces la ley: cualquier cosa sospechosa llega al IRS, lo que significa que seguirán su rastro a cualquier parte.

Charlie asiente y saca un pequeño fajo de papel rojo de mi maletín. La Hoja Roja: la lista principal de los bancos extranjeros preferidos de los socios, incluyendo los que permanecen abiertos las veinticuatro horas. Está en papel rojo para que nadie pueda fotocopiarla.

—Yo voto por Suiza —dice Charlie—. Una de esas jodidas cuentas numeradas con una contraseña imposible de descubrir.

—Lamento desilusionarte, pequeño, pero las cuentas bancarias suizas ya no son lo que eran —dice Shep—. A diferencia de lo que Hollywood quiere que creas, las cuentas anónimas suizas están abolidas desde 1977.

—¿Qué me dices de las islas Caimán?

—Demasiado Grisham —dice Shep—. Además, incluso allí están cambiando de política con respecto a las cuentas bancarias. A la gente se le calentó tanto la cabeza después de leer
La tapadera
que Estados Unidos tuvo que intervenir. Desde entonces llevan años trabajando con las autoridades.

—¿Cuál es entonces el mejor…

—No hay que limitarse a un único lugar —dice Shep—. Una rápida transferencia desde Nueva York a las Caimán resulta sospechosa no importa quién la envíe, y si el empleado del banco levanta una ceja eso significa «Hola IRS». Es el primer principio en el blanqueo de dinero: quieres enviarlo a un banco en el extranjero porque ellos son los que probablemente se muestren menos dispuestos a colaborar con la ley. Pero si lo transfieres demasiado deprisa, los bancos respetables de aquí lo identificarán como sospechoso y se apresurarán a poner al IRS tras tu pista. ¿Qué haces entonces? Haces saltos cortos —saltos lógicos—, de ese modo te evitas que se lo miren dos veces. —Shep coge un bollo y lo coloca encima de la mesa—. Estamos en Estados Unidos, ¿cuál es el principal lugar donde tenemos depósitos en el extranjero?

—Inglaterra —digo.

—Inglaterra, eso es —contesta Shep, colocando otro bollo a pocos centímetros del primero—. El epicentro de las operaciones bancarias internacionales; Mary realiza cerca de treinta transferencias a Inglaterra cada día. No lo pensará dos veces. Ahora bien, una vez que estás en Londres, ¿cuál es el lugar más próximo? —Coloca otro bollo—. Francia es el lugar más fácil y no hay nada sospechoso en ello, ¿verdad? Y una vez que tu dinero está allí, sus reglas son menos estrictas, lo que significa que el mundo se abre un poco más. —Otro bollo—. Personalmente me inclino por Letonia: no está demasiado lejos… es una república ligeramente permisiva… el gobierno aún no ha decidido si le gustamos. Y en cuanto a las investigaciones internacionales, los letones sólo nos ayudan la mitad de las veces, lo que significa que es un lugar perfecto para que un investigador pierda el tiempo. —Otros dos bollos aterrizan rápidamente sobre la mesa—. Desde allí te marchas a las Islas Marshall y, desde allí, saltas a Antigua, cerca de casa. Para cuando el dinero llegue allí, lo que comenzó siendo dinero negro ahora es imposible de rastrear, está limpio.

—¿Y eso es todo? —pregunta Charlie, paseando la mirada de Shep a mí.

—¿Tienes idea de lo que se tarda en investigar en un territorio extranjero? —Shep señala el primer bollo, luego el segundo, luego el tercero—. Bing, bing, bing, bing, bing. Por eso lo llaman la Regla de Cinco. Cinco países bien escogidos y ya está. En el servicio secreto nos llevaba entre seis meses y un año investigar sin garantía de éxito.

—Ohhh, cariño, pásame el queso cremoso —canta Charlie.

Hasta yo sonrío. Trato de disimularlo, pero Charlie lo descubre en mis ojos. Sólo con eso ya se siente feliz.

Me inclino sobre la mesa, examino la Hoja Roja y elijo un banco para cada territorio. Cinco bancos en una hora.

—Escuchad, debo ir a ver a Lapidus —dice Shep mientras recoge su abrigo—. ¿Qué os parece si nos reunimos en mi despacho a las once y media?

Asiento, Charlie dice «gracias» y Shep sale de la sala de conferencias.

En el momento en que la puerta se cierra a sus espaldas, vuelvo a conectar el altavoz del teléfono, me inclino sobre la mesa y marco el número del banco de Antigua.

—Tengo una tarjeta de visita en caso de que lo necesites —dice Charlie.

Sacudo la cabeza. Hay una razón para haber escogido la firma de abogados.

—Hola, quisiera hablar con Rupa Missakian —leo el nombre en la página roja.

Cinco minutos más tarde he transmitido el número de identificación fiscal y todos los otros datos vitales para abrir la primera cuenta bancaria de Sunshine Distributors. Para redondear la operación incluyo la fecha de nacimiento de Duckworth y una contraseña seleccionada personalmente. No tenemos absolutamente ningún problema. Gracias, Hoja Roja.

Cuando desconecto el altavoz del teléfono, Charlie señala su reloj de la Mujer Maravilla con el segundero en forma de lazo mágico. Veinte minutos en total. Disponemos de cuarenta minutos para abrir otras cuatro cuentas. No me gusta.

—Vamos, entrenador, me he puesto los patines —dice Charlie—. Quiero entrar en la pista.

Sin decir nada, arranco dos páginas de la Hoja Roja y las deslizo por encima de la mesa. En una dice «Francia» y en la otra «Islas Marshall». Charlie coge el teléfono que tiene a su derecha; yo corro hacia el que está a mi derecha. Esquinas opuestas. Nuestros dedos vuelan sobre los teclados.

—¿Habla inglés? —le pregunto a un desconocido en Letonia—. Sí… busco a Feodor Svantanich o a quien lleve sus cuentas.

—Hola, estoy intentando localizar a Lucinda Llanos —dice Charlie—. O quienquiera que lleve sus cuentas.

Hay una breve pausa.

—Hola —decimos al unísono—. Me gustaría abrir una cuenta corporativa.

—Muy bien, ¿puede leerme el número una vez más? —pregunta Charlie a un francés al que insiste en llamar inspector Clouseau. Apunta el número y me lo pasa—, dile a tu contacto inglés que es HB7272250.

—Allá vamos… HB7272250 —le digo al representante de Londres—. Una vez que haya llegado, queremos que el dinero sea transferido a ese número lo antes posible.

—Gracias otra vez por su ayuda, Clouseau —añade Charlie—. Hablaré de usted a todos mis amigos ricos.

—Magnífico —digo—. Lo comprobaré mañana, y luego espero que podamos comenzar a hablar acerca de algunos de nuestros otros negocios en ultramar.

Traducción: Haga un buen trabajo y le enviaré tal cantidad de negocios que estos tres millones parecerán calderilla. Es la tercera vez que practicamos este juego, o sea, dar el número de cuenta de un banco al banco que lo precede.

—Sí… sí… eso sería genial —dice Charlie, cambiando al tono de voz realmente-tengo-que-colgar—. Tome un croissant por mí.

Charlie salta de su sillón cuando bajo el auricular.

—Yyyyyyyyyyyy… hemos terminado —dice tan pronto como cuelga el teléfono.

Mis ojos vuelan hacia el reloj. Once treinta y cinco.

—Maldita sea —susurro. Vuelvo a formar una pila con las páginas sueltas de la Hoja Roja y la guardo en el maletín.

—Venga, larguémonos de aquí —dice Charlie, corriendo hacia la puerta.

Mientras le sigo, empujo los sillones nuevamente debajo de la mesa. Charlie recoge los bollos y los coloca en la bandeja. Limpio y ordenado. Tal como lo encontramos.

—Tengo los abrigos —digo, cogiéndolos del respaldo de uno de los sillones.

A Charlie no le importa. Sigue corriendo. Y antes de que la recepcionista advierta la mancha borrosa que pasa delante de su escritorio, hemos desaparecido.

—¿Dónde coño estabais, tíos? ¿Haciéndoos trenzas en el pelo? —pregunta Shep cuando entramos en su despacho. Diez minutos y contando. Arrojo los abrigos sobre el sofá de cuero; Shep se levanta y agita una hoja de papel delante de mi cara.

—¿Qué es esto? —pregunto.

—Una solicitud de transferencia; sólo tienes que poner el destino.

Abro el maletín y busco la Hoja Roja marcada «Inglaterra». Charlie se inclina para que pueda usar su espalda a modo de escritorio. Escribo lo más rápido que puedo y copio la información de la cuenta.

Ya está casi terminado.

—¿Cuál es el destino final? —pregunta Shep.

Charlie se levanta y yo dejo de escribir.

—¿De qué estás hablando?

—La última transferencia. ¿Dónde ingresamos el dinero?

Miro a Charlie, pero me devuelve una mirada vacía.

—Creía que habías dicho…

—… que podías elegir adonde va el dinero —me interrumpe Shep—. Eso dije, y podéis enviarlo al lugar que os salga de las narices, pero será mejor que os metáis en la cabeza que quiero saber cuál es el destino final.

—Eso no formaba parte de nuestro acuerdo —protesto.

—Chicos, ¿no podemos dejar esto para después? —implora Charlie.

Shep se inclina hacia adelante, muy molesto.

—El acuerdo era que vosotros dos tuvieseis el control… no que os libraseis de mí al mismo tiempo.

—¿De pronto se te ha metido en la cabeza que queremos quedarnos con todo el pastel? —pregunto.

—Tíos, por favor —insiste Charlie—. Se nos acaba el tiempo…

—No me jodas, Charlie, sólo estoy pidiendo alguna garantía.

—No, lo que estás pidiendo es nuestra garantía. Que es lo que se supone que nos mantendrá a salvo.

—Sólo espero que ambos os deis cuenta de que estáis a punto de echarlo todo a perder —dice Charlie. Ninguno de nosotros tiene importancia. Así son siempre las cosas cuando se trata de dinero… todo se vuelve personal.

—¡Sólo quiero saber dónde está el jodido banco! —estalla Shep.

—¿Por qué? ¿Para que puedas vivir tu fantasía de la bolsa de lona y nos dejes comiendo mierda?

—¡Joder, tíos, nadie está abandonando a nadie! —grita Charlie. Se interpone entre ambos y me quita mi montón de páginas rojas.

—¿Qué estás haciendo? —grito, tratando de recuperarlas.

—¡Suéltalas! —insiste Charlie con un último tirón. Las dos páginas superiores se rasgan por la mitad y salgo lanzado hacia atrás. Consigo recuperar el equilibrio, pero no lo bastante rápido para detenerle. Volviéndose hacia Shep, pasa las hojas hasta las páginas finales, extrae la Hoja Roja marcada «Antigua» y la dobla de manera que sólo se puede ver un banco de la lista.

—¡Charlie… no lo hagas!

Demasiado tarde. Cubre el número de la cuenta con los dedos y coloca la hoja ante los ojos de Shep.

—¿Lo tienes?

Shep lo examina con un rápido vistazo.

—Gracias… eso es todo lo que pido.

—¿Qué diablos pasa contigo? —grito.

—No quiero oírlo —me dice Charlie—. Si nos quedamos aquí discutiendo, nadie conseguirá nada, de modo que acabemos de una puta vez con el jodido papeleo. ¡Sólo tenemos cinco minutos!

Me vuelvo hacia el reloj para comprobarlo personalmente.

—Los ojos en el botín, Oliver. Los ojos en el botín —dice Shep.

—¡Venga, venga, venga! —me anima Charlie mientras relleno la última línea. Acaba de entregar toda nuestra póliza de seguro, pero no merece la pena perderlo todo. No cuando estamos tan cerca de conseguirlo. Charlie vuelve a meter las páginas rojas en mi maletín; debajo del brazo tengo una pila de cuarenta cuentas abandonadas. Abandono el despacho de Shep sin mirar atrás. Sólo hacia delante.

—Así se hace, hermano —grita Charlie.

Allá vamos. Es hora de coger un poco de pasta.

8

Charlie cierra la puerta detrás de mí y apresuro el paso por el pasillo del quinto piso, intentando controlar un montón de papeles. A mi derecha, las puertas del ascensor público se cierran lentamente, de modo que acelero la marcha y me dirijo directamente al ascensor privado que hay en la parte posterior.

El panel indicador encima de las puertas está encendido en el ocho… luego el siete… el seis… aún puedo cogerlo. Echo a correr y pulso el código de seis dígitos tan rápido como puedo. Justo cuando marco el último número, la pila de cuentas abandonadas cede. Apoyo toda la pila contra el pecho, pero las páginas ya han comenzado a deslizarse sobre mi estómago. Caen al suelo y se desparraman como si fuesen una ameba. Me arrodillo y las recojo febrilmente. En ese momento el ascensor llega a la quinta planta. Las puertas se abren y veo dos pares de elegantes zapatos. Pero no son los elegantes zapatos de cualquier persona…

—¿Puedo echarte una mano con eso, Oliver? —pregunta Lapidus cuando levanto la vista para descubrir su amplia sonrisa.

—¿Sigues utilizando el código del jefe, eh? —añade Quincy, colocando el brazo delante de la puerta para mantenerla abierta.

Sonrío forzadamente y siento que la sangre abandona mi rostro.

—¿Necesitas…?

—No. Ya lo tengo —insisto—. Vosotros podéis seguir.

—No te preocupes —bromea Quincy—. Nos encanta esperar.

Al ver que no tienen intención de marcharse, ordeno la pila de papeles, me levanto y me reúno con ellos dentro del ascensor.

—¿A qué piso, señor? —pregunta Quincy.

—Lo siento —balbuceo.

Con una nueva sonrisa forzada extiendo la mano y pulso el cuatro. Mis dedos tiemblan sobre el botón.

—No permitas que te fastidie, Oliver —dice Lapidus—. Está furioso porque no tiene su propio protegido.

Como siempre, es la reacción perfecta a la situación. Como siempre, es exactamente lo que quiero oír. Y como siempre… cuando me acerca hacia él para darme un abrazo paternal, graba sus iniciales en mi espalda. Muérete, Lapidus. El chivo expiatorio se larga.

Se oye un sonido metálico y las puertas del ascensor se abren.

—Nos vemos mañana —digo, sintiendo que estoy a punto de vomitar.

Quincy asiente; Lapidus me palmea el hombro.

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