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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (8 page)

—Mirad quién está ahí… ¡el hombre de los cuarenta millones de dólares! —canturrea Lapidus, mientras se acerca a mí—. Lo creas o no, estoy oyendo cómo Tanner Drew te reserva un lugar en su testamento.

Mientras habla, se pasa la mano por su cabeza casi totalmente calva; es un gesto que forma parte de su estado permanente de movimiento. A pesar de sus casi dos metros de altura, Lapidus es como un colibrí con forma humana… flap, flap, flap todo el santo día. Yo solía pensar que se trataba de una energía incapaz de ser contenida. Charlie solía decir que se trataba de un caso claro de hemorroides. Siempre aparecen en los culos.

—Y adivina a quién te hemos traído —dice Lapidus. Se aparta para dejar paso a un muchacho tímido con cara de tortuga y vestido con un traje italiano demasiado caro. Tiene nuestra edad y me resulta familiar, pero yo…

—¿Kenny? —exclama Charlie.

Kenny Owens. Mi compañero de habitación durante mi primer año en la Universidad de Nueva York. Un detestable niño rico de Long Island. Hacía años que no le veía, pero sólo el traje es suficiente para confirmar que nada ha cambiado. Sigue siendo un gilipollas.

—Ha pasado mucho tiempo, ¿eh? —dice Kenny. Espera una respuesta, pero Charlie y yo no le quitamos los ojos de encima a Shep.

—Pensé que os gustaría tener un poco de tiempo para poneros al día —dice Lapidus y suena como si nos estuviese arreglando una cita.

—Viejos amigos y todo eso… —añade Quincy.

Charlie levanta la cabeza. Sabe que aquí hay gato encerrado. Por regla general, Quincy odia a todo el mundo. Como a todos los peces gordos, lo único que le importa es el dinero. Pero hoy… hoy, somos una gran familia. Y si Lapidus y Quincy acompañan personalmente a Kenny por las dependencias del banco… seguramente debe tratarse de una entrevista de trabajo.

Antes de que nadie pueda abrir la boca, Lapidus sigue nuestra mirada hasta Shep.

—¿Y qué está haciendo usted aquí? —pregunta Lapidus y su voz suena agradablemente sorprendida—. ¿Más disertaciones sobre Tanner Drew?

—Sí —dice Shep secamente—. Todo sobre Tanner Drew.

—Muy bien, por qué no lo deja para más tarde —dice Lapidus—. Dejemos a estos chicos solos.

—En realidad, esto es más importante —le desafía Shep.

—Tal vez no lo ha entendido —interviene Quincy—. Queremos que estos chicos se queden solos. —En ese momento, la discusión acaba. El pez gordo se come al chico.

—Gracias otra vez por lo que has hecho —me dice Lapidus. Se inclina hacia mí y susurra—. Y puedes creerme, Oliver, si nos ayudas a conseguir a Kenny sería una manera perfecta de redondear tus solicitudes de ingreso a la Escuela de Administración de Empresas.

Charlie y yo permanecemos sentados en silencio mientras Shep acompaña de mala gana a Lapidus y Quincy hacia la puerta. Justo cuando están saliendo, Shep se vuelve y le lanza a Charlie una mirada penetrante que le atraviesa el corazón. La puerta se cierra con fuerza, pero no hay ninguna duda. No hemos hecho más que prolongar el sufrimiento.

—¿Qué? ¿Tengo buen aspecto o tengo buen aspecto? —pregunta Kenny tan pronto como el trío se ha marchado.

Charlie aún está conmocionado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto.

—A mí también me alegra verte —dice Kenny, sentándose al otro lado del escritorio—. ¿Siempre eres tan agradable con las visitas?

—Sí… no… Lo siento, es sólo uno de esos días —tartamudeo. Trato de mantener la calma, aunque es obvio que no lo estoy consiguiendo.

Kenny dice algo más, pero no puedo dejar de pensar en Shep. Miro a Charlie y nuestras miradas se cruzan. No hay nada peor que el miedo reflejado en los ojos de tu hermano.

—Bien, cuéntanos qué es lo que pasa —le digo a Kenny—. ¿Para qué puesto es la entrevista?

—¿Entrevista? —Kenny se echa a reír—. No estoy aquí buscando trabajo… estoy como cliente.

Salgo despedido de mi asiento.

Eso es todo lo que Kenny necesita ver. La sonrisa de gran gilipollas.

—Te aseguro que el negocio inmobiliario es realmente excitante —añade con la misma sonrisa—. Diecisiete millones… y eso es sólo el principio. ¿En qué otro lugar puedes conseguir dinero fresco de este modo? Quiero decir, sin que te arresten, por supuesto.

En el instante en que la puerta se cierra detrás de Kenny, me hundo en mi asiento. Charlie está de pie y se mueve por toda la habitación, incapaz de estarse quieto.

—Tal vez deberíamos llamar a Shep —dice, sin dejar de moverse—. Sigue siendo mi amigo… atenderá a razones…

—Dame sólo un minuto…

—No tenemos un minuto, sabes que estará aquí en cualquier momento… y si nos limitamos a quedarnos sentados… Quiero decir, ¿qué estamos haciendo aquí todavía? Es como quitar la anilla y esperar con la granada metida en nuestros pantalones. —Se vuelve hacia mí, preparado para mantener una discusión, pero, ante su sorpresa, sólo encuentra silencio—. ¿Qué? —pregunta—. ¿Qué he hecho ahora?

—Repite lo que has dicho.

—¿Sobre la granada en nuestros pantalones?

—No… antes de eso.

Piensa un segundo.

—¿Qué estamos haciendo aquí todavía?

—Exacto —digo, mi voz ahora sale volando por la pista de despegue—. ¿Cómo te explicas eso?

—No te entiendo.

—¿Qué estamos haciendo aquí todavía? —pregunto mientras le levanto de mi asiento—. Shep nos ha cogido tratando de robar tres millones de dólares pero, ¿se lo dice a Lapidus? ¿Se lo dice a Quincy? ¿Llama a sus compañeros del servicio secreto? No, no y no. Se larga del despacho y aplaza la conversación hasta más tarde.

—¿Y? —dice Charlie encogiéndose de hombros.

—¿Cuál es la primera regla de la Aplicación de la Ley 101?

—¿Ser un jodido cabrón enfermo de poder cada vez que atrapas a alguien?

—Hablo en serio, Charlie, es la página uno del manual: «No permitas que los malos escapen.» Si Shep huele que algo no funciona bien, se supone que debe acudir inmediatamente al jefe.

—Veo que empiezas a entenderlo. Tal vez nos está dando la oportunidad de explicar lo que ha pasado.

—O tal vez él… —Me interrumpo a mitad de la frase. Alzo una ceja suspicaz—. ¿Conocemos bien a ese tío, Charlie?

—Venga ya… —dice, poniendo los ojos en blanco—. ¿Ahora piensas que Shep es el ladrón?

—Es perfectamente lógico si piensas en ello. ¿De qué otro modo podría haberse enterado del fax original de Duckworth?

—Él te lo ha dicho, Sherlock, vio cómo llegaba…

—Charlie, ¿tienes idea de cuántos centenares de faxes llegan al banco cada día? A menos que Shep se pase todo el día controlando cada fax que llega al edificio, no hay forma posible de descubrirlo. De modo que, o bien alguien le dio el soplo antes de que ese fax llegase… o bien de alguna manera…

—… él sabía que el fax estaba al caer —dice Charlie, completando mi pensamiento. Abre la boca. Su cuerpo se pone rígido, como si la sangre estuviese congelándose en las venas—. ¿Realmente crees que él…

—Tú no le conoces de nada, ¿verdad?

—Bueno, nos vemos y hablamos durante el trabajo…

—Tenemos que largarnos de aquí —digo. Me dirijo rápidamente hacia la puerta.

—¿Ahora? —pregunta Charlie.

—Cuanto más tiempo nos quedemos sentados aquí, más posibilidades existen de que nos tomen como chivos exp… —Abro la puerta y levanto la vista. Hay una figura en la entrada del despacho.

Con su pecho en mi cara, Shep avanza obligándome a retroceder. Una vez que está dentro, cierra la puerta. Estudia a Charlie y luego clava su mirada en mí. Su grueso cuello mantiene la cabeza brutalmente arqueada, pero no se trata de un ataque… nos está midiendo. Pesando. Calculando. Es como uno de esos silencios que se producen al final de la primera cita, cuando deben tomarse las decisiones.

—Lo repartiré con vosotros —dice Shep.

6

—¿Cómo dices? —pregunto, mientras Charlie se coloca a mi lado.

—No estoy bromeando —dice Shep—. Tres partes, un millón para cada uno.

—Debes estar de coña —dice Charlie.

—De modo que fuiste tú quien envió la primera carta —digo.

Shep permanece en silencio.

Charlie también. Sus dientes aletean sobre el labio inferior. La mitad es incredulidad y la otra mitad es…

El rostro de Charlie se enciende.

—… es pura adrenalina.

—Éste podría ser el mejor día de mi vida —exclama Charlie.

Este chico sería incapaz de guardarle rencor a nadie aunque lo tuviese pegado en el pecho. Yo soy diferente.

Volviéndome hacia Shep, añado:

—¿Acabas de estar aquí acusándonos de cometer un delito y ahora esperas que nos estrechemos las manos y seamos socios?

—Escucha, Oliver, puedes darme la lata todo lo que quieras, pero debes comprender que si me delatas yo haré lo mismo con vosotros.

Inclino la cabeza hacia un lado.

—¿Me estás amenazando?

—Eso depende de cuál quieres que sea la consecuencia de todo esto —dice Shep.

Parado delante de mi escritorio, observo a Shep atentamente. En el fondo tal vez yo no sea un ladrón, pero tampoco soy un imbécil.

—Todos estamos aquí por la misma razón —dice Shep rápidamente—. De modo que podéis ser unos cabrones testarudos o bien podéis compartir los beneficios y largaros con un poco de pasta en los bolsillos.

—Yo voto por los beneficios —interrumpe Charlie.

—Olvídalo —digo, dirigiéndome hacia la puerta—. No soy tan estúpido.

Shep me alcanza y me agarra del brazo. No con demasiada fuerza, sólo para detenerme.

—No se trata de nada estúpido, Oliver. —Tan pronto como Shep acaba la frase el tono fanfarrón ha desaparecido. Y también el servicio secreto—. Si quisiera echarte a ti la culpa… o entregarte a la policía… estaría hablando con Lapidus en este mismo momento. En cambio, estoy aquí.

Aunque me quito su mano de encima, Shep tiene toda mi atención.

Mira el diploma de la Universidad de Nueva York que cuelga de la pared y lo estudia cuidadosamente.

—¿Acaso creéis que sois los únicos que tenéis ese sueño? Cuando entré a trabajar en el servicio secreto pensé que iría directamente a la Casa Blanca. Tal vez comenzaría con el vicepresidente… me abriría camino hacia la primera dama. Es una vida agradable cuando piensas en ello. Pero de lo que no me di cuenta fue de que, antes de entrar en el servicio de Protección, habitualmente tienes que tirarte cinco años en Investigaciones: falsificaciones, delitos financieros, todo el trabajo anónimo que nunca trasciende.

»De modo que ahí estoy, unos años después de haber salido de la Universidad de Brooklyn, en nuestra oficina de Miami en Florida. En cualquier caso, en el camino de Miami a Melbourne había un amplio tramo de carretera sin iluminación. Los traficantes de drogas aterrizaban allí con sus avionetas, lanzaban bolsas de lona llenas de dinero y drogas y luego sus socios las recogían y las llevaban en coche hasta Miami.

»Noche tras noche fantaseaba con la idea de atrapar a esos tíos y, cada vez, el sueño era el mismo: en el cielo veía las luces rojas de un avión que se acercaba. Instintivamente, apagaba las luces de mi coche, reducía la velocidad y me topaba con una bolsa color caqui con diez millones de dólares en metálico. —Volviéndose hacia nosotros, Shep añade—. Si alguna vez sucedía, pensaba meter la bolsa llena de pasta en el maletero, tirar la placa y seguir conduciendo.

»Naturalmente, el único problema fue que jamás encontré ese avión. Y después de que me denegaran cuatro ascensos consecutivos y de que apenas me llegara para sobrevivir con la paga del gobierno, comprendí que no quiero trabajar hasta el día en que me entierren. Vi lo que eso le hizo a mi padre… cuarenta años por un simple apretón de manos y una placa de oro falso. En la vida tiene que haber algo más que eso. Y con Duckworth… un tío muerto con tres millones de dólares… tal vez no sea tanto como tiene la mayoría de los clientes de este banco, pero os diré una cosa… para tíos como nosotros… esto es lo mejor que podemos conseguir.

Charlie asiente de un modo casi imperceptible. La forma en que Shep habla de su padre… hay algunas cosas que no puedes inventarte.

—¿Y cómo sabemos que no jugarás a Coge el Dinero y Corre? —le pregunto.

—¿Qué os parece si os dejo que escojáis el destino de la transferencia? Podéis comenzar desde cero… poner el dinero en la compañía fantasma que queráis. Quiero decir… con vuestra anciana madre aquí… no os escaparéis por dos millones de pavos. Ésa es la única garantía que necesito —dice Shep, ignorando a Charlie y observando mi reacción. Sabe perfectamente a quién tiene que convencer.

—¿Y realmente crees que funcionará? —pregunto.

—Oliver, he estado estudiando este asunto durante casi un año —dice Shep hablando cada vez más rápido—. En la vida sólo existen dos crímenes perfectos, y quiero decir perfectos, en los que no pueden echarte el guante: uno es aquel en el que te matan, que no es una opción demasiado recomendable. Y el otro es cuando nadie sabe que se ha cometido un crimen. —Agita en el aire su antebrazo en forma de salchicha y señala los papeles de trabajo que tengo encima del escritorio—. Eso es lo que nos han puesto en bandeja de plata. Es lo bueno de todo este asunto, Oliver —dice, bajando el tono de voz—. Nadie lo sabrá jamás. Ya sea que los tres millones de dólares vayan a parar a Duckworth o a las arcas del gobierno, el dinero saldrá de todas formas del banco. Y puesto que se supone que ya no está aquí, no tenemos por qué huir o renunciar a nuestras vidas. Todo lo que tenemos que hacer es darle las gracias al desmemoriado millonario muerto. —Hace una pausa antes de acabar con su argumentación y añade—. La gente espera durante toda la vida y jamás consigue una oportunidad como ésta. Es incluso mejor que el avión y la bolsa llena de billetes; el banco se pasó los últimos seis meses tratando de ponerse en contacto con su familia. Nada. Nadie lo sabe. Nadie salvo nosotros.

Es un buen argumento. De hecho, es un argumento irrefutable… y la mejor garantía de que Shep mantendrá la boca cerrada. Si da el soplo estará arriesgando también su parte.

—¿Qué me dices, Oliver? —pregunta.

El reloj estilo
art déco
que cuelga de la pared fue el regalo de Lapidus del año pasado. Alzo la vista y estudio el minutero. Aún disponemos de dos horas y media. Después, la oportunidad habrá desaparecido. El dinero será transferido a una cuenta del estado. Y lo único que me quedará será un apretón de manos, un reloj y ochenta mil dólares en facturas del hospital.

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