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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (2 page)

—Estoy esperando que el señor Lapidus devuelva mi llamada —le explico.

—Hijo, si vuelves a dejarme esperando…

Cualquier cosa que esté diciendo, no le presto atención. En cambio, mis dedos se deslizan sobre mi móvil, marcando velozmente el número del busca de Lapidus. En el instante en que oigo el zumbido, introduzco mi extensión y añado el número «1822». La urgencia máxima: doble 911.

—… tra de sus patéticas excusas. ¡Lo único que quiero oír es que la transferencia se ha realizado!

—Lo entiendo, señor.

—No, hijo. No lo entiendes.

«Vamos», imploro, mirando fijamente mi móvil. «¡Suena!»

—¿A qué hora salió la última transferencia? —grita desde el otro lado de la línea.

De hecho, nosotros cerramos oficialmente a las tres…

El reloj tic la pared marca las tres y cuarto.

… pero a veces podemos alargar el horario hasta las cuatro. —Como no responde, añado—. ¿Cuál es el número de cuenta y el banco al que se supone que debe ir?

Drew me da rápidamente todos los datos, que yo garabateo en una pequeña hoja amarilla de Post-it. Finalmente, añade:

—Oliver Caruso, ¿verdad? ¿Ése es tu nombre?

Su voz es suave y relajada.

—Sí, señor.

—De acuerdo, señor Caruso. Eso es todo lo que necesito saber.

Luego, cuelga. Miro mi móvil, que sigue mudo. Aún no hay respuesta.

Tres minutos más tarde ya he llamado y he dejado mensajes en los buscas de todos los socios a quienes tengo acceso. Ninguno responde. Me quito el abrigo y me aflojo la corbata. Después de una rápida búsqueda en el Rodolex de nuestra red, encuentro el número del University Club, sede del retiro de los socios del banco. Cuando comienzo a marcar el número juraría que puedo oír los latidos de mi corazón.

—Está hablando con el University Club —responde una voz femenina.

—Hola, estoy buscando a Henry Lapi…

—Si desea hablar con la telefonista del club o con la habitación de un huésped, por favor pulse cero —continúa diciendo la voz grabada.

Pulso cero y otra voz mecánica dice:

—Todas las telefonistas están ocupadas… por favor, no cuelgue.

Cojo con más fuerza mi móvil y marco frenéticamente los números, buscando a alguien que tenga autoridad. Baraff… Bernstein… Mary en Contabilidad. Nada. Nada. Nada.

«Odio los viernes próximos a la Navidad. ¿Dónde demonios está todo el mundo?»

En mi oído, la voz mecánica de la mujer repite:

—Todas las telefonistas están ocupadas… por favor, no cuelgue.

Estoy tentado de pulsar el botón de pánico y llamar a Shep, que está a cargo de la seguridad del banco, pero… no… es un problema demasiado grave… sin las firmas adecuadas, jamás me lo permitiría. De modo que si no consigo encontrar a alguien que tenga autoridad en el departamento de transferencias, necesito al menos encontrar a alguien en la oficina trasera que pueda…

Ya lo tengo.

Mi hermano.

Con el auricular en una oreja y el móvil en la otra, cierro los ojos y escucho mientras suena su teléfono. Una vez… dos veces…

—Soy Charlie —contesta.

—¿Aún estás aquí?

—No… me marché hace una hora —responde impasible—. Es una creación de tu imaginación.

Decido ignorar el chiste.

—¿Aún sabes dónde guarda su nombre de usuario y su contraseña Mary de Contabilidad?

—Creo que sí… ¿Porqué?

—¡No te muevas de ahí! Bajo en un minuto.

Mis dedos vuelan sobre el teclado del teléfono para conectar la línea con mi teléfono móvil… en caso de que alguien en el University Club responda a la llamada.

Salgo disparado de mi oficina, giro a la derecha y me dirijo directamente hacia el ascensor privado que hay al final del pasillo con paneles de caoba oscura. Me tiene sin cuidado que esté reservado sólo a los clientes. Introduzco el código de seis números de Lapidus en el teclado que hay encima de los botones de llamada y las puertas se abren. A Shep de Seguridad tampoco le gustaría nada esto.

En el instante en que entro en el ascensor, me giro y golpeo el botón de «Cerrar puerta». La semana pasada leí en un libro de negocios que los botones de «Cerrar puerta» de los ascensores están casi siempre desconectados; sólo están allí para que la gente con prisas piense que controla la situación. Enjugo el sudor que perla mi frente y me paso la mano por el pelo castaño oscuro. Luego pulso de nuevo el botón. Y vuelvo a pulsarlo. Es un viaje de tres pisos.

—Vaya, vaya, vaya —exclama Charlie, levantando la vista de una pila de papeles con su eterna sonrisa infantil. Bajando la barbilla, atisba por encima de sus gafas con su clásica montura de concha. Lleva esas gafas desde hace años, mucho antes de que se pusieran de moda. Lo mismo se puede aplicar a su camisa blanca y sus pantalones arrugados. Ambas son prendas poco elegantes que ha cogido de mi armario pero, de alguna manera, le quedan perfectas sobre su cuerpo delgado. Elegancia informal; nunca rebuscada.

»¡Mira quién viene a buscar diversión en los barrios bajos! —se burla—. Eh, ¿dónde está tu chapa «Ya no soy un proletario»?

Ignoro el golpe. Es algo a lo que he tenido que acostumbrarme en los últimos meses. Seis meses, para ser exacto —que es el tiempo que ha transcurrido desde que le conseguí el trabajo en el banco—. Charlie necesitaba el dinero y mamá y yo necesitábamos ayuda para pagar las facturas. Si se hubiese tratado solamente del gas, la electricidad y el alquiler, no hubiéramos tenido problemas. Pero nuestra factura en el hospital… por Charlie; eso siempre se lo ha tomado como algo personal. Es la única razón por la que aceptó el trabajo. Y aunque yo sé que lo considera sólo como una manera de contribuir a la economía familiar mientras escribe su música, no debe resultar fácil para él verme en los pisos de arriba, en una oficina privada con un escritorio de nogal y un sillón de cuero, mientras que él está aquí abajo con los cubículos y la formica beige.

—¿Qué te ocurre? —pregunta mientras me froto los ojos—. ¿La luz de los fluorescentes te hace daño? Si quieres, puedo ir arriba y traer tu lámpara, o quizá debería bajar tu mini alfombra persa… sé de qué modo la alfombra industrial afecta tu…

—¿Quieres hacer el favor de cerrar la boca un momento?

—¿Qué ha pasado? —pregunta, súbitamente preocupado—. ¿Se trata de mamá?

Ésa es siempre su primera pregunta cuando me ve alterado… especialmente después de que los cobradores de morosos le diesen un buen susto el mes pasado.

—No, no se trata de mamá…

—¡Entonces no hagas esas cosas! ¡Has estado a punto de provocarme un ataque de vómitos!

—Lo siento… yo sólo… se me está acabando el tiempo. Uno de nuestros clientes… Se suponía que Lapidus debía hacer una transferencia y me acaban de dejar con el culo al aire porque el dinero aún no ha llegado.

Charlie apoya sus pesados zapatos negros sobre el escritorio, inclina su silla hacia atrás hasta dejarla apoyada en las patas traseras y coge una lata amarilla de Play-Doh de una esquina del escritorio. La levanta a la altura de la nariz, le quita la tapa, husmea la lata como si fuese un niño y se echa a reír. Es la típica risa aguda de hermano pequeño.

—¿Cómo puedes pensar que es divertido? —le pregunto.

—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Un tío que no ha recibido su dinero ambulante? Dile que espere hasta el lunes.

—Por qué no se lo dices tú… su nombre es Tanner Drew.

La silla de Charlie golpea el suelo con fuerza.

—¿Hablas en serio? —pregunta—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

No contesto.

—Venga, Ollie, no tengo intención de montar un escándalo.

Sigo callado.

—Escucha, si no querías decírmelo, ¿por qué bajaste?

No puedo rebatir ese argumento. Mi respuesta es apenas un susurro.

—Cuarenta millones de dólares.

—¡Cuarenta millones! —grita—. ¿Te has vuelto loco?

—¡Dijiste que no montarías un escándalo!

—Ollie, esto no es como estafarle a un paleto un fajo de billetes. Cuando hablas de ocho dígitos… ni siquiera para Tanner es calderilla… y el tío ya posee la mitad del centro…

—¡Charlie! —grito.

Se interrumpe; ya sabe que estoy jodido.

—Realmente podría necesitar tu ayuda —añado, observando su reacción.

Para cualquier otra persona sería un momento para guardar como un tesoro: una admisión de debilidad que podría volver a inclinar para siempre la balanza entre escritorios de nogal y formica beige. Para ser sincero, probablemente me lo merezco.

Mi hermano me mira directamente a los ojos.

—Dime qué necesitas que haga —dice.

Sentado en la silla de Charlie, introduzco el nombre de usuario y la contraseña de Lapidus. Tal vez no esté en lo más alto del poste totémico, pero sigo siendo un asociado. El asociado más joven… y el único asignado directamente a Lapidus. En un lugar con sólo doce socios, esa circunstancia me lleva mucho más allá que a la mayoría. Lapidus, igual que yo, no creció con un fajo de billetes en el bolsillo. Pero el trabajo adecuado, con el jefe adecuado, le llevó a la Escuela de Administración de Empresas adecuada, que le lanzó hacia la cima en ascensores privados. Ahora está preparado para devolver el favor. Como me dijo el primer día, los planes sencillos son los que funcionan mejor. Yo le ayudo; él me ayuda. Como Charlie, todos tenemos nuestra forma de saldar las deudas.

Mientras me balanceo en el sillón, espero a que el ordenador haga su trabajo. Detrás de mí, Charlie está sentado en el brazo del sillón, apoyado en mi espalda y en el borde de mi hombro para no perder el equilibrio. Cuando inclino la cabeza hacia la derecha puedo ver nuestras imágenes combadas en la palilalia curva del ordenador. Si echo una mirada rápida, los dos parecemos unos críos. Pero en ese instante, la cuenta corporativa de Tanner Drew aparece en la pantalla… y todo lo demás desaparece.

La mirada de Charlie se clava directamente en el saldo: 126023164,27 dólares.

—¡Bocadillos de mantequilla de cacahuete! Mi saldo es tan bajo que ya no pido refrescos con la comida, ¿y ese tío cree que tiene derecho a quejarse?

Resulta difícil discutirlo; incluso para un banco como el nuestro, es un montón de pasta. Por supuesto, decir que Greene & Greene es sólo un banco es como decir que Einstein era bueno en matemáticas.

Greene &. Greene es lo que se conoce como un «banco privado». Ese es nuestro principal servicio: la privacidad… que es la razón por la que no aceptamos el dinero de cualquiera. De hecho, cuando se trata de clientes, ellos no nos eligen a nosotros; nosotros les elegimos a ellos. Y, como la mayoría de los bancos, exigimos un depósito mínimo. La diferencia reside en que nuestro mínimo es de dos millones de dólares. Y eso es sólo para abrir la cuenta. Si usted tiene cinco millones de dólares, decimos, «Eso está bien, es un buen comienzo». A los quince millones, «Nos gustaría hablar». Y a los setenta y cinco millones y cifras superiores, llenamos el depósito del jet privado y vamos a verle personalmente, «Señor Drew, señor, sí, señor».

—Lo sabía —digo, señalando la pantalla—. Lapidus ni siquiera lo apuntó en el sistema. Seguramente se olvidó por completo de todo el asunto.

Utilizando otra de las contraseñas de Lapidus, tecleo rápidamente la primera parte de la solicitud.

—¿Estás seguro de que puedes usar sin problemas su contraseña de ese modo?

—No te preocupes. Está todo controlado.

—Tal vez deberíamos llamar a Seguridad y Shep…

—¡No quiero llamar a Shep! —insisto, conozco el resultado.

Charlie sacude la cabeza y vuelve a mirar la pantalla. Debajo de «Movimientos actuales» descubre tres desembolsos a través de cheques, todos ellos a nombre de «Kelli Turnley».

—Apuesto a que es su amante —dice.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Porque tiene un nombre como Kelli?

—Será mejor que lo creas, Watson. Jenni, Candi, Brandi —es como un pase familiar a la mansión Playboy— muestra la «i» y tienes el paso libre.

—En primer lugar, estás equivocado. En segundo lugar, sin exagerar, es la cosa más estúpida que he oído en mi vida. Y en tercer…

—¿Cómo se llamaba la primera amante de papá? Déjame pensar… era… ¿Randi?

Con un rápido movimiento, echo el sillón hacia atrás, empujo a Charlie del brazo y me marcho de su cubículo.

—¿No quieres escuchar la historia? —grita a mis espaldas.

Mientras camino por el corredor me concentro en mi móvil, sigo escuchando los saludos grabados del University Club. Furioso, corto la comunicación y vuelvo a llamar. Esta vez me responde una voz auténtica.

—University Club, ¿en qué puedo servirle?

—Estoy tratando de localizar a Henry Lapidus, se encuentra en una reunión en una de sus salas de conferencia.

—Por favor, no cuelgue, señor y le…

—¡No pase la llamada! Necesito hablar con él ahora.

—Sólo soy la telefonista, señor, lo único que puedo hacer es pasar su llamada allí.

Se oye un click y otro ruido.

—Le atiende el Centro de Conferencias del University Club. Todas nuestras telefonistas están ocupadas… por favor, no cuelgue.

Pegado al móvil apuro el paso a través del pasillo y me detengo ante una puerta metálica sin ninguna marca especial. La Jaula, como es conocida en todo el banco, es una de las pocas oficinas privadas en el piso y también sede de todo nuestro sistema de transferencias de dinero. Metálico, cheques, transferencias electrónicas… todo comienza aquí.

Naturalmente, encima del pomo hay una cerradura codificada. El código de Lapidus me franquea la entrada. El Director General entra en todas partes.

Diez pasos detrás de mí, Charlie entra en la oficina, en la que caben seis personas. La habitación rectangular está situada a lo largo de la pared del cuarto piso, pero su interior es similar al de los cubículos: luces fluorescentes, escritorios modulares, alfombra gris. La única diferencia visible son las máquinas de tamaño industrial que hay en todas las mesas. La versión de Contabilidad de Play-Doh.

—¿Por qué siempre tienes que estallar de ese modo? —pregunta Charlie cuando llega a mi lado.

—¿Podemos por favor no hablar de ello aquí?

—Sólo quiero que me digas por qué…

—¡Porque trabajo aquí! —grito, girándome—. ¡Y tú también trabajas aquí; y nuestros problemas personales deberían quedarse en casa! ¿De acuerdo? —Charlie sostiene en las manos un bolígrafo y su pequeño bloc de notas. El estudioso de la vida—. Y no empieces a apuntar esta conversación —le advierto—. No necesito todo esto en una de tus canciones.

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