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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (41 page)

El sendero se pobló de pájaros nocturnos que caminaban sobre la hojarasca en busca de escarabajos, peleando entre sí y parloteando. No le prestaron atención al caballero sentado. Uno de ellos, un caudillo con cucarda y aire mandón, avanzó belicosamente hacia el pie calzado de hierro y lo picoteó y alzó los ojos con ferocidad, como si lanzara un reto. Y Lanzarote sonrió porque recordaba haber hecho lo mismo, y posiblemente por las mismas razones.

Como si el desafío no respondido del caudillo hubiese disipado todo recelo, las criaturas pequeñas y silenciosas emergieron del bosque, pero esa pequeñez no significaba que fueran dóciles, sólo cautelosas. Cada una libraba una guerra contra las demás y debía resolver innumerables dificultades con sus congéneres: cuestiones de propiedad, hallazgos de tesoros, faltas de respeto debidas al tamaño, la edad y la fuerza. Ratones y topos, hurones, comadrejas y culebras, pequeñas serpientes, se apresuraron a buscar refugio ante la llegada de la oscuridad. Gobernar a una sola especie ya era bastante difícil. Gobernar a varias era imposible, y siempre lo había sido, pues las criaturas pequeñas no eran pacíficas, amables ni solidarias. Eran tan agresivas y egoístas, tan codiciosas y presumidas, tan deshonestas, pomposas e imprevisibles como los seres humanos, al punto de que resulta arduo discernir cómo llegan siquiera a comer y crecer, por no decir a reproducirse, construir nidos y madrigueras, limpiarse la piel o las plumas, afilarse el pico y las garras, almacenar comida y custodiaría, y todavía tener tiempo para atacar, esquilmar y ultrajar al otro, tomándose cada tanto un descanso para amar y morir.

En la creciente oscuridad, unas especies se escabullían y otras emergían, alternándose para trabajar en la estructura del mundo. El apagado y ensombrecido crepúsculo cedía el campo a los de ojos nocturnos, cazadores delgados y sigilosos, ladrones furtivos, roedores, asesinos agazapados que reían o ululaban, según la especie. Entre los árboles aleteaban los murciélagos con su inquieto vuelo pendular, las voces finas, chillonas y estridentes, los dientes penetrantes. Con ellos sobrevenía el frío nocturno y la oscuridad se aclaraba para mostrar las estrellas. Había tantas vidas alrededor, y todas con sus amigos y enemigos, que Lanzarote se sintió solo y desamparado, y también en él crecieron el frío y la sombra sin que brillara estrella alguna. Era una sensación nueva y extraña, pues jamás había estado solo desde que el mundo había estallado al morir la reina Elaine y él hubo de recomponerlo sin el auxilio del amor. Le temblaba todo el cuerpo, con ese escozor por el cual todos advierten la señal de que una bruja avanza precedida por olas de encantamientos. Lanzarote cruzó los dedos de ambas manos y se mojó los labios para rezar un padrenuestro en caso necesario. Y supo que la bruja estaba cerca porque las criaturas nocturnas desaparecieron o se congelaron en una inmóvil invisibilidad, y luego oyó los pasos de un ser humano y una cálida voz que cantaba:

No te despiertes, mi amor,

Aún no es de día.

Esta noche nunca ha de terminar,

Esta noche, mi amor,

Nunca ha de terminar,

Nunca, nunca, ha de terminar.

La canción se interrumpió. Una doncella se acercó en el pálido anochecer.

—Mi señor —dijo—, oí que me llamabas.

—Yo no llamé, señora.

—Oí una soledad.

—Yo no llamé —dijo él.

Ella se sentó a su lado.

—Sentí como si un hechizo me ofuscara la mente —dijo él—. ¿Eres hechicera?

—Soy lo que Lanzarote desee de mi.

—¿Sabes mi nombre?

—Mejor que ningún otro nombre entre los nombres. Mejor que el nombre de la reina Ginebra.

Él se sobresaltó como un caballo picado por las moscas. Los brazos se le enfriaron.

—¿Qué poder ejerce ella sobre ti? —preguntó la doncella.

—El poder de una reina a quien he consagrado mis servicios de caballero.

—¿Y tu corazón? ¿También se lo has consagrado?

—Mi corazón es sólo una pequeña máquina de bombeo, mi señora —dijo él hurañamente—. Mi corazón permanece en su sitio y hace su trabajo. He sabido de corazones que dejaban su puesto y erraban gimiendo como almas en pena, de corazones rotos, de corazones plañideros, de corazones divertidos y juguetones, de corazones afanosos y de corazones solitarios. Quizá los haya. El mío es una bomba lenta y fija en su lugar. En el combate se apresura para darme lo que necesito. Nunca habla, nunca falta a su obligación. Mi corazón sólo se dedica a su oficio.

—Quizá no lo escuches —dijo la doncella—. Lo oí desde la distancia diciendo que habías dado término a tus aventuras y que ya debías regresar con Ginebra.

—Entonces debo educarlo. No me gusta que ni siquiera el dedo de mi pie hable a mis espaldas, mucho menos mi corazón. Señora, ¿cuál es tu propósito al cuchichear con mi corazón como los criados junto al pozo? ¿Quién eres? ¿Qué deseas de mi? Si eres una hechicera, tus artes te habrán dicho que tengo los dedos cruzados.

—¿Me has visto alguna vez?

Él se inclinó y la examinó. La noche era cada vez más espesa.

—No… no te recuerdo.

—¿Te parezco hermosa?

—Sí, eres hermosa, muy hermosa, pero puede ser obra de encantamiento. Dime qué deseas. —Había impaciencia en su voz.

Ella se acercó, tanto que sus ojos negros eran vastos y en ellos se reflejaban el cielo nocturno y las estrellas. Entonces sus pupilas temblaron y lagrimearon a causa de su esfuerzo y las estrellas perdieron nitidez y el caballero atisbó las formas de pequeños monstruos que pululaban en el doble cielo que estaba contemplando. Vio un cangrejo que se movía de lado con las pinzas abiertas, y un escorpión con la cola curva, un león y un carnero y peces que nadaban de una constelación a otra. Advirtió que lo invadía la somnolencia.

—¿Qué ves? —preguntó ella con dulzura.

—Los signos que usan los hechiceros para predecir la fortuna.

—Bien. Ahora mira tu fortuna.

Sus ojos se convirtieron en un estanque de aguas negras y turbulentas en cuyo fondo se formó un rostro que ascendió a la superficie y adquirió nitidez: un rostro limpio y delineado, la barbilla bien recortada, ojos fríos y vigilantes, y una boca fuerte y abultada que se estiraba en las comisuras con aire divertido. Luego un párpado bajó por un instante, la boca se partió y los labios se movieron como en un susurro… después la cara adquirió la rigidez de una cara pintada, de la representación de una cara. Los ojos fríos parecían esculpidos; las cejas, minúsculos cortes de cincel.

—Ves una cara —dijo la tenue voz.

—Veo una cara.

—¿La reconoces?

—Si.

—¿Es clara?

—Mucho.

Ella jadeó por el esfuerzo.

—Mira fijamente, señor. Ahí está tu destino, para toda la vida… tu amor, tu único amor.

—No puede ser.

—Sí. Y ofrezco las gracias a las criaturas del aire y el fuego y el agua, los buenos auxiliares. Ahora puedes recobrarte de la visión. Está fijada para siempre y no puede cambiar. Te has vuelto mío… esposo, amante, esclavo. Recóbrate del hechizo, mi amor.

—No creo haber estado bajo un hechizo, mi señora.

—Eso parece en cuanto se quiebra. Quizá nunca recuerdes lo que has visto, pero sé que has visto mi cara y que eres mío.

Entonces Lanzarote fijó en ella unos ojos penetrantes y se sintió hondamente perturbado, pues veía a una pobre muchacha que había perdido el juicio tratando de mover el mundo con una brizna de paja. Se preguntó si no correspondía darle la razón y tratarla amablemente, para luego conseguir un sacerdote y exorcizar los demonios de la locura. Y después evocó a ese enano de anchas espaldas que lo había iniciado en el manejo de las armas y de otras cosas. «Una mentira es algo bueno y valioso —solía decirle—. Un objeto precioso e imponderable que conviene tener en reserva. Pero nunca utilices esta joya hasta que hayas agotado todas las verdades. La verdad es patrimonio común, algo que siempre está a mano, pero las mentiras hay que inventarlas y jamás puedes estar seguro de su eficacia hasta que las hayas usado… y entonces es demasiado tarde».

—Doncella —le dijo Lanzarote gentilmente—, me gustaría estar de acuerdo con lo que has dicho, pero no hay nada que pague un instante de paz. Alguna vez quizás aprendas a obrar grandes encantamientos, pero ahora… bien… un poco de magia es algo peligroso.

Ella se incorporó.

—Mientes —exclamó—. Viste mi cara. Estás en mis manos.

—No, doncella. No vi tu cara. Vi a la reina Ginebra. Y eso es una necedad, porque es imposible que yo pueda amar a la reina en forma deshonesta y atraer la deshonra y la vergüenza sobre mi amigo y mi señor natural, mancillando mi dignidad de caballero.

—Viste mi cara —gritó la doncella—. No hay hechizo más fuerte que el que obré.

—Tu hechizo era débil y tambaleante como un potrillo recién nacido —dijo Lanzarote—. Es cierto que aprendiste a formar imágenes en tus ojos, pero imágenes tontas, sin sentido. Sólo conseguirás que se rían de ti. Me hiciste ver a la reina Ginebra en la hoguera, rodeada por gavillas de leña, condenada por haber traicionado al rey. ¿Qué tontería es ésa? Y como si ese disparate no bastara, me vi a mí mismo con armadura completa, atravesando un pantano en una carreta tirada por bueyes. Seria gracioso si no fuera insultante. Creo que es mejor que vayas a casa y aprendas a ejercer tu magia remendando camisas rotas. Puede que algún día partas en busca de aventuras con un caballero joven y bien reputado.

Ella guardó un extraño silencio, y Lanzarote le dijo al cabo de un instante:

—Lamento herir tus sentimientos. Yo debo irme. He acordado estar en la corte de Arturo en Pentecostés, y el momento se acerca. ¿Hay algo que pueda hacer por ti antes de irme, algún pequeño favor?

Ella se acercó y habló en un hilo de voz, y la luz de las estrellas refulgía en el blanco de sus ojos, dándole aspecto de ciega.

—Si, mi señor —dijo—. Puedes prestarme un pequeño servicio.

—Dime y lo haré.

—En las cercanías hay una noble capilla llamada la Capilla Peligrosa, y en ella yace un caballero envuelto en su mortaja y junto a él hay una espada. La custodian gigantes y monstruos formidables. Si puedes, tráeme esa espada.

—¿Cómo he de encontrarla en la oscuridad?

—No está lejos. Sigue por el sendero hasta que veas una luz. Te esperaré aquí.

Él se internó en las tinieblas, compadecido de la muchacha. Encontró la luz, una vela que ardía en una pequeña choza que tenía una tosca cruz sobre la puerta. Adentro había una figura cubierta con un paño blanco, mientras que en las paredes blanqueadas había rostros grotescos pintados que recordaban los dibujos de un niño. Junto a la figura amortajada yacía una espada de madera. Lanzarote se inclinó para recogerla y alzó un poco la mortaja. Se trataba de un fantoche de trapo vestido con ropas de hombre. Cuando volvió junto a la doncella su corazón estaba agobiado por la pesadumbre.

Ella lo esperaba en un claro, con una cara aniñada y feroz bajo las estrellas.

—¿Trajiste la espada? —le preguntó.

—Si, mi señora.

—Dámela.

—No conviene a una doncella llevar espada.

—¡Ah! Has escapado. De habérmela entregado, no habrías vuelto a ver a Ginebra.

Lanzarote dejó caer al suelo el arma toscamente guarnecida.

—Dame un presente, mi señor —dijo ella.

—¿Qué deseas?

—Un beso… lo guardaré como un tesoro. —Se movió hacia él como si caminara en sueños, la cara erguida, los labios abiertos, y él pudo oír las palpitaciones de su corazón.

Entonces un movimiento, un instinto profundamente arraigado en el hombre de armas, lo incitó a apresarle la muñeca y a arrancarle de los dedos el largo y filoso puñal.

Ella hundió la cara entre las manos, sollozando.

—¿Por qué querías matarme? No te hice ningún daño.

—Estoy perdida —dijo ella—. Habrías sido mío y nadie más hubiese podido tenerte.

And, Sir Lancelot, now I telle the: I have loved ihe this seven yere, but there may no woman have thy love but quene Gwenyver; and syuhen I mygh: nar rejoyse the nother rhy body on lyve, I had kepte no more joy in this worlde but to have thy body dede. Than worlde I have brawmed hit and sered hit, and so ro have kepte hit nry lyve dayes; and dayly I sholde have clypped the, and kyssed rhe lo my hean 's conten: dispy of queene Gwenyvere.

Y te diré, Lanzarote: siete años ha que te amo, pero ninguna mujer puede ser dueña de tu amor salvo la reina Ginebra; y, ya que no podía gozarme de ti ni de tu cuerpo en vida, ninguna otra alegría me reservaba este mundo que tener tu cuerpo muerto. Entonces lo habría embalsamado y cuidado, guardándolo para mi todos los días de mi vida; y diariamente te habría acicalado y besado a gusto de mi corazón y a despecho de la reina Ginebra.

En Pentecostés, Arturo estableció su corte en Winchester, esa antigua y digna ciudad favorecida por Dios y Su clerecía, tumba y asiento de muchos reyes. Las rutas estaban atestadas de gentes ansiosas, caballeros que volvían para exponer en la corte la crónica de sus hazañas, obispos, clérigos, monjes, caballeros vencidos ligados a sus juramentos, prisioneros de su honra. Y por las aguas del Itchen, sendero hacia Solent y el mar, los pequeños bajeles traían manjares, lampreas, anguilas y ostras, acedías y truchas marinas, mientras la marea arrastraba barcazas cargadas con cascos de aceite de ballena y toneles de vino. Los bueyes bramaban al trotar rumbo a los espetones mientras los gansos y los cisnes, las ovejas y los cerdos, aguardaban su turno tras las vallas de los corrales. Todo dueño de casa que tuviera un jirón de paño de color, una cinta, cualquier género alegre, lo colgaba de una ventana para celebrar su pequeño festival, y quienes no lo tenían, sujetaban a sus puertas ramas de pino o de laurel.

En el gran salón del castillo de la colina, el rey ocupaba su alto asiento, y cerca de él se encontraban selectos y gallardos interesantes de la Tabla Redonda, todos nobles y decorosos como si también fueran reyes; en tanto, en las largas mesas la gente se apiñaba como los dedos del pie en un zapato apretado.

Y mientras las bruñidas carnes goteaban sobre las mesas, era costumbre de los vencidos celebrar las proezas de sus vencedores, al tiempo que los dueños de la victoria hundían la cabeza menospreciando sus hechos y ahuyentaban los elogios con gestos leves y defensivos. Y así como en la penitencia pública los pecados adquieren una dimensión que no merecen, pues se da altura a los pecados pequeños y nacimiento a los que no existen, acaso esos caballeros que habían suplicado clemencia exagerasen los trabajos de los valerosos y clementes, con una gratitud que excedía los limites de lo razonable y con ansias de lograr así un poco de notoriedad.

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