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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (40 page)

—No… espera —dijeron los demás—. No puedes comerte todos los dulces.

—No puedo dejaros enfrentar a este dragón —exclamó Sir Raynold—. Por poca cosa que yo sea, debo combatirlo aunque me cueste la vida.

—Esperad —dijo Sir Gilmere—. No puedo dejar que arriesguéis vuestras valiosas vidas. Yo lucharé con él.

—Se irá antes que podamos decidir a quién le corresponde sacrificarse —dijo Sir Gawter—. Veamos… aquí hay tres pautas. La más corta se lleva el premio.

Y mientras Lanzarote seguía su camino calladamente, juntaron las cabezas para echar suertes. Él cruzó el puente y siguió adelante, pero Sir Gawter, el ganador, no tardó en alcanzarlo con un estrepitoso galope, gritándole:

—¡Alto, falso caballero!

Lanzarote contuvo las riendas y lo esperó. Sir Gawter hizo girar su caballo de costado, aguijoneándole el flanco.

—Si no conociera el escudo del orgulloso Sir Kay —dijo—, lo conocería por su olor a grasa de cocina. ¿Cómo te atreviste a pasar por nuestro puente?

—¿Es vuestro el puente, joven señor?

—¿Me llamas embustero? Pagarás ese insulto.

—Era sólo una pregunta. No me adueñé de vuestro puente… solo lo atravesé.

—Ah, así que amenazas tenemos. He oído hablar de tu soberbia, señor. Yo me encargaré de quitártela.

—No estoy amenazándote.

—¿Por qué pasaste sin saludar? ¿Acaso el orgullo te impide saludar a los caballeros ordinarios?

—Procuré evitar una pelea.

—¿Entonces eres cobarde?

—No. Pero no tengo motivos para disputar contigo. Te ruego que me dejes pasar, joven señor.

—Yo te daré motivos para disputar conmigo, entonces. Eres un embustero, un tramposo, un necio, un cobarde, y una deshonra para la orden de la caballería. ¿Ahora tienes motivos para una disputa?

—A un cachorro mal criado hay que darle una paliza, no disputar con él —dijo Lanzarote.

—Acabas de dejar la vida en esas palabras, caballero de cocina sucio de grasa.

Lanzarote lanzó un suspiro.

—Hice todo lo posible para dejarte escapar honrosamente, señor. Soy hombre mesurado, pero hay un límite a mi paciencia.

—Espero que al fin lo hayas alcanzado —gritó Sir Gawter—. Defiéndete, si puedes. —Saludó alegremente a sus camaradas, que miraban desde el puente, tomó posición y arremetió. Su lanza se quebró contra el escudo de Lanzarote, y Sir Gawter fue alzado en vilo, paseó llevado por la punta de la lanza, y aterrizó de cabeza en una zanja llena de barro. Luego Lanzarote siguió su camino sin decir una palabra.

Sir Raynold y Sir Gilmere, que observaban desde el puente, no cabían en si del asombro.

—¿Qué le ha pasado a Sir Kay? —dijeron—. Este caballero no lucha como él.

—Quizás otro caballero mató a Sir Kay y se apoderó de su arnés —dijo Gilmere—. En todo caso, debemos luchar con él. Hicimos un reto y no hay vuelta atrás.

Entonces cada uno de ellos lidió con Lanzarote y ambos fueron derribados. Los tres se encontraron jurando que irían a la corte a someterse a la reina como cautivos de Sir Kay.

Y, como cuentan los romances franceses y también Malory, además de Caxton y Southey, Sommer y Coneybear, Tennyson, Vinaver y muchos más, Lanzarote del Lago prosiguió la marcha derribando a su paso a un caballero tras otro, y el camino a la corte de Arturo se pobló de caballeros cautivos que iban a entregarse a Ginebra en nombre de Sir Kay. Lanzarote avanzaba alegremente, divirtiéndose con su broma, pero también con la esperanza de que esa nueva fama ayudara a Sir Kay a reponerse de su desconsuelo. Y encontró a muchos y distinguidos caballeros de la Tabla Redonda que habían sido prisioneros de Sir Tarquino: Sir Saramor le Desyrus, Sir Ector de Marys, Sir Ewain y Sir Gawain. Lidió con todos ellos y a todos los desmontó y, mientras él se alejaba, Sir Gawain, que yacía en tierra maltrecho y magullado, habló con los demás.

—Somos unos idiotas —les dijo—. Debo haber perdido el juicio. ¡Miren cómo conduce su caballo ese caballero! ¡Recordad cómo cabalgaba, inclinado y suelto de cuerpo! Pensad en esa lanza inconmovible, y ante todo recordad cómo saludó con la mano a los caídos. Ahora bien… ¿quién es? ¡Somos unos idiotas!

—Sólo puede ser Lanzarote —exclamaron los demás.

—Por supuesto —dijo Gawain—. Si hubiésemos usado los ojos, nos habríamos ahorrado estos magullones. Ahora, si nos topamos con un caballero con la insignia de Lanzarote, podemos atacarlo confiadamente, y yo, por lo menos, con gusto haré hincar a Sir Kay de rodillas.

—Pero entretanto —dijo Sir Ewain—, hemos prometido llevarle a la reina nuestras palabras de arrepentimiento, en nombre de Sir Kay.

Lanzarote, al continuar la marcha, advirtió un cambio en quienes encontraba. Los caballeros ya no salían apresuradamente a su encuentro para retarlo. Algunos le ofrecían su pacífica cortesía colmada de reverencias, y otros de pronto se veían urgidos a abandonar sus puestos. Los pabellones alzados al borde del camino estaban desiertos, los puentes sin custodia, y no había en los caminos caballeros andantes. Y los hombres pacíficos lo saludaban por su nombre. Más aún, de un modo inexplicable surgían damas y doncellas que clamaban por su ayuda en asuntos extraños e incomprensibles, hablándole de maridos heridos o de tierras arrebatadas por la fuerza. Doncellas contristadas y mancilladas surgían junto al camino con mejillas enrojecidas y ojos cabizbajos, procurando conmoverlo sin palabras. Y Lanzarote se asombró de que lo reconocieran con la visera baja y el escudo de Kay al hombro. No sabía, ni nunca había necesitado saber, que las palabras pueden cobrar alas de golondrina para volar al corazón de los desiertos.

Acaso un escudero oyó el comentario de Gawain y se lo transmitió a un fraile que pasaba, quien a su vez se lo susurró, junto con la absolución de los pecados, a una muchacha que se confesaba, quien se lo contó a su padre en presencia de un juglar que iba a asistir a una boda. Forajidos, esclavos fugitivos, arqueros proscriptos que se arrastraban por el bosque, algún abad con su séquito de monjes bien montados, oyeron y difundieron la noticia en círculos cada vez más amplios. Aun los pájaros y las mariposas, las amarillas avispas, cantaron y gorjearon la nueva hasta que incluso la voz de los relucientes manantiales rumoreó que Lanzarote del Lago andaba a la ventura con el escudo de Sir Kay. Enanos, campesinos y carboneros lo saludaban. Y buhoneros con mulas cargadas de baratijas, recolectores de lana con sus grandes sacos de estambre, gallardos comerciantes con mantos de púrpura de la dorada Toscana, todos repetían su nombre al pasar. Es una maravilla y un misterio cómo las palabras cobran alas y baten los campos, y nadie comprende los alcances ilimitados de un susurro. La índole de sus aventuras cambió. Ya no luchaba alegre y abiertamente. Sólo asuntos oscuros y secretos atraían la atención de Lanzarote, sólo cosas incomprensibles.

Una dama que atendía a un caballero herido requería sangre de un enemigo para salvar la vida de su amante. Curiosas artimañas destinadas a confundirlo.

Oyó un campanilleo y, al alzar los ojos, vio un halcón que volaba entre los árboles, y al pasar junto a un gran olmo, el manojo de cintas que colgaba de sus patas se enredó entre las ramas. Una dama vino corriendo por el camino y le gritó al caballero:

—Por favor, buen Lanzarote, rescata a mi halcón.

—No sé trepar muy bien, señora —replicó él—. Búscate algún rapaz que sepa encaramarse al árbol.

—No puedo —gritó ella despavorida—. Mi marido es un hombre violento y vengativo y ama a este halcón. Si ve que lo perdí, me matará. —Y estalló en sollozos y lanzó pequeños chillidos de temor hasta que Lanzarote se apeó para calmarla.

—Muy bien —dijo apesadumbrado—. Ayúdame a desarmarme. No puedo trepar con la armadura puesta. —Sujetó el caballo al olmo, dejó las armas junto al tronco y, vestido nada más que con sus calzones livianos y una camisa, se encaramó torpemente al árbol, llegó a lo alto del ramaje y atrapó al halcón, ató las cintas de color a una rama podrida y tiró hacia abajo al ave, que se debatía con furia, para que la dama la recibiera. En eso, de un escondite entre los arbustos salió un caballero con la espada desenvainada, y gritó:

—Ahora, Sir Lanzarote, te tengo como quería, desprotegido y sin armas. Ha llegado tu hora, tal como lo planeé.

—Señora, ¿por qué me has traicionado? —la reconvino Lanzarote.

—No hizo sino lo que yo le ordené —dijo el caballero—. Ahora, ¿bajarás para morir, o debo encender el árbol y asfixiarte de humo como a un animal?

—Es vergonzoso —dijo Lanzarote—. Un hombre armado contra uno desnudo.

—Me recobraré de mi vergüenza antes de que te crezca una nueva cabeza, amigo mío. Vamos… ¿bajas, o preparo la fogata?

Lanzarote intentó llegar a un trato.

—Veo que eres un hombre decidido —dijo—. Bajaré. Pon mi armadura a un costado, pero cuelga mi espada del árbol. Luego lucharé contigo, desnudo como estoy. Así, cuando me hayas muerto, podrás decir que fue combatiendo.

El caballero se largó a reír.

—¿Me tomas por idiota? ¿Crees que no sé lo que puedes hacer con una espada? —Y alejó del árbol espada y armadura.

Lanzarote miró desesperadamente alrededor de si, y encontró una pequeña rama muerta y la quebró. Luego descendió con lentitud, y al llegar a las ramas más bajas, advirtió que el caballero se había olvidado de alejar a su caballo. Súbitamente Lanzarote saltó sobre el caballo y aterrizó del otro lado.

El caballero le tiró un tajo, pero Lanzarote, refugiándose tras la montura, se defendió con su garrote rudimentario. La hoja de la espada se incrustó en la madera y Lanzarote la arrojó a lo lejos, asestándole a su enemigo un mazazo que lo tendió sin vida.

—Ay de mi —gritó la dama—, ¿por qué has matado a mi esposo?

Lanzarote dejó por un instante de calzarse la armadura.

—No creo que deba responder a esa pregunta, señora mía. Si no fuese un caballero, usaría este garrote contigo, y no para golpearte la cabeza. —Luego montó y se alejó, dando gracias a Dios por encontrarse a salvo.

Mientras cabalgaba, reflexionó con perplejidad y zozobra acerca del hombre que había matado. ¿Por que aborrecía a tal punto a Lanzarote, que ningún daño le había causado? Era inocente de esas enconadas pasiones que incitan a la gente mezquina a destruir lo que otros admiran, y jamás en la vida había ejercido ese autodesprecio que fuerza a ciertos hombres a vengarse de un mundo sobre el que cargan la culpa de sus propias ineptitudes.

Como la mayor parte de los grandes guerreros, Lanzarote era generoso y cortés. Si era necesario matar, lo hacía con prontitud, sin furia y sin temor. Y como la crueldad, a menos que sea enfermiza, sólo la engendra el miedo, Lanzarote no era cruel. Sólo una cosa podía impulsarlo a una ciega crueldad. No comprendía la traición, porque era incapaz de cometerla. Así, cuando se veía enfrentado a esa enigmática inclinación, Lanzarote quedaba intimidado, y sólo entonces podía ser cruel. Y como las búsquedas caballerescas y las historias que las refieren no son sino ejemplificaciones de las virtudes así como de los vicios caballerescos, sucedió que mientras él seguía su camino oyó los aterrados gritos de una mujer y, al dirigirse hacia ese lugar, vio a una dama que corría perseguida por un caballero que empuñaba su espada desnuda. Lanzarote interpuso el caballo en el camino del perseguidor, quien vociferó:

—¿Cómo te atreves a interponerte entre un hombre y su esposa? Voy a matarla, según es mi derecho.

—No, no lo harás —dijo Lanzarote—. Vas a luchar conmigo.

—Te conozco, Lanzarote —dijo el hombre—. Esta mujer, mi esposa, me ha traicionado. Es infiel. Estoy en todo derecho de matarla.

—No es así —exclamó la dama—. Es un celoso que come y duerme cegado por sus celos y ve traiciones por todas partes. Tengo un primo, tan joven que podría ser mi hijo, y mi marido está celoso de este niño. Imagina cosas inmundas. Sálvame, Lanzarote, pues mi esposo no tiene misericordia.

—Te protegeré —dijo él.

—Señor —dijo entonces el esposo—, te respeto y haré lo que tú digas.

—¡Oh, ten cuidado, señor! —dijo la mujer—. Lo conozco, y es muy traicionero.

—Estás bajo mi protección, señora. No puede hacerte daño. Ahora sigamos adelante.

Habían andado un trecho, cuando el esposo gritó:

—Mira a tus espaldas. Vienen hombres armados.

Lanzarote se volvió, y en ese momento el hombre brincó sobre su esposa y de un tajo le arrancó la cabeza del cuerpo. Luego escupió e injurió al tronco decapitado.

Entonces, como esa conducta le era ajena y temible, Lanzarote, por lo general un hombre calmo y mesurado, fue presa de la cólera. Desenvainó la espada, con la cara ennegrecida por la ira y los ojos vengativos como los de una serpiente.

El marido se hincó de hinojos y abrazó las rodillas de Lanzarote, llorando y suplicando clemencia, mientras el caballero trataba de apartarlo para hundirle la espada. Pero él sepultó la cabeza entre las piernas de Lanzarote y sollozó como un niño grande.

—Levántate y pelea —rugió Lanzarote.

—No… eres un caballero y te suplico clemencia.

—Escúchame. Me desarmaré. Lucharé en camisa.

—No… clemencia.

—Me ataré un brazo.

—Nunca…, ruego clemencia. Has jurado otorgaría.

Y Lanzarote, asqueado por la repugnancia que le causaba este hombre y asqueado por su propia ira, se libró de él y se reclinó contra un árbol, trémulo y afiebrado. La cabeza de la dama, sucia y salpicada de sangre, le sonreía con una mueca desde el camino donde había caído.

—Dime mi castigo. Haré cualquier cosa —gritó el marido—. Pero déjame con vida.

Entonces la crueldad de Lanzarote se enfrió.

—Te lo diré. Debes llevar este cuerpo a tus espaldas y la cabeza en la mano. No lo dejarás jamás, ni de día ni de noche. Cuando llegues a la corte, llévaselo a la reina Ginebra. Aunque a ella le cause repulsión, cuéntale lo que has hecho. La reina enunciará tu castigo.

—Lo prometo por mi honra.

—¡Tu honra! Maldita la hora en que naciste. Pero me obedecerás, porque de lo contrario te perseguiré y te haré pedazos. Ahora recoge el cadáver. No, no lo tiendas sobre el caballo. Cárgatelo a la espalda.

El hombre se alejó pesadamente con el cadáver que se mecía y le abrazaba las espaldas. Y Lanzarote respiró profundamente con la boca abierta para contener el vómito, porque su furia y su crueldad le habían causado náuseas. Tomó asiento en el suelo, bajo un árbol, mientras descendía la noche, sin fuerzas para moverse, sin ánimos para buscar un sitio mejor.

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