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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (21 page)

—Eso es evidente —dijo Gawain—. Necesitas ayuda de algún buen amigo.

—Si no la veo moriré. Ella me insulta y me maldice, pero no puedo pensar sino en verla, aunque ella anhele mi alejamiento o mi muerte.

—Si puedes dejar de gimotear el tiempo suficiente como para escucharme, tengo un plan. Ella anhela tu muerte. Dame tu armadura. Iré a ella y le diré que te he matado. De este modo comprenderá de pronto lo que ha perdido, y cuando llore por ti te traeré y tendrás su amor.

—¿Es ése el modo? —preguntó Pelleas.

—Creo que las mujeres aman lo que no poseen —dijo Gawain.

—¿Me serás leal? ¿No actuarás en mi contra?

—¿Con qué propósito? —dijo Sir Gawain—. Estaré de regreso en un día y una noche. Si no es así, entonces sabrás que algo falló.

Los dos cambiaron de armadura según lo pactado, se abrazaron, y luego Gawain montó y cabalgó rumbo al castillo de Lady Ettarde.

Habían alzado los pabellones de las damas en el verde prado a las puertas del castillo, y Ettarde y sus doncellas tocaban música y bailaban y cantaban gozando del dulce aroma de las flores.

Cuando vieron a Gawain, que llevaba en el escudo el emblema de Sir Pelleas, las mujeres se incorporaron de un salto y huyeron hacia las puertas presas del pánico y la desolación. Pero Gawain proclamó que no era Pelleas.

—Soy otro caballero —gritó—. Maté a Pelleas y tomé su armadura.

Ettarde se detuvo, incrédula.

—Quítate el yelmo —dijo—. Déjame ver tu rostro. —Y cuando vio que no era Pelleas le suplicó que se apeara—. ¿De veras has matado a Pelleas?

—Ciertamente —dijo Gawain—. Era el mejor caballero que jamás enfrenté pero al fin obtuve la victoria, y como no estaba dispuesto a rendirse, le quité la vida. ¿De qué otra manera habría conseguido su armadura?

—Es verdad —dijo Ettarde—. Era un guerrero admirable, pero yo lo aborrecía por que no podía librarme de él. Lloraba y gemía y sollozaba como un ternero enfermo hasta que anhelé su muerte. Me gustan los hombres decididos. Como me has ahorrado el trabajo de matarlo, tendrás de mi lo que desees. —Y al decirlo, Ettarde se sonrojó.

Entonces Gawain la miró atentamente y vio que era hermosa, y evocó con rencor a la doncella infiel, mientras su vanidad le exigía una conquista.

—Veré de que cumplas tu promesa, señora mía —dijo con una confiada sonrisa y comprobó con satisfacción que las mejillas de Ettarde enrojecían turbadamente. Ella lo condujo al castillo y le hizo preparar un baño con agua perfumada, y en cuanto Gawain vistió una ligera túnica de púrpura, le ofreció vino y comida y se sentó junto a él, rozándolo con el hombro.

—Ahora dime qué deseas de mi —le dijo dulcemente—. Verás que sé pagar mis deudas.

Gawain le tomó la mano.

—Muy bien —le dijo—. Amo a una mujer, pero ella no me ama.

—¡Oh! —exclamó Ettarde, celosa y confundida—. Pues es una tonta. Eres hijo de rey y sobrino de rey, joven, guapo y valeroso. ¿Qué pretende tu amada? No hay mujer en el mundo que se mida con tus virtudes. Debe de ser una tonta. —Y contempló los sonrientes ojos de Gawain.

—Como recompensa —dijo él—, quiero tu promesa de que harás todo lo que está a tu alcance para conseguir el amor de mi señora.

Ettarde se dominó para ocultar su desencanto.

—No sé qué puedo hacer —dijo.

—¿Cuento con tu promesa, por tu fe?

—Bueno… si… si. Ya que lo prometí, lo prometo. ¿Quién es ella y qué puedo hacer yo?

Gawain la miró largamente antes de responder.

—Tú eres esa dama, tú eres mi amor. Tú sabes qué hacer. Tomo tu palabra.

—¡Oh! —exclamó ella—. Eres un pícaro. No hay mujer que esté a salvo contigo. Me has tendido una trampa.

—¡Tu promesa!

—Supongo que no tengo alternativa —dijo Ettarde—. Si no te diera lo que pides faltaría a mi palabra, y tengo a mi honra por encima de mi vida, de mi amor.

Era el mes de mayo y los campos eran verdes y dorados. Las flores los endulzaban y una tenue brisa los entibiaba bajo el sol de la tarde. Gawain y Ettarde salieron del oscuro castillo y, tomados de la mano, cruzaron el prado rumbo a los lustrosos pabellones que se alzaban sobre la hierba. Cenaron sentados sobre la hierba, y al caer la noche un trovero de allende el mar entonó canciones de amor y caballería, y los caballeros y las doncellas de Ettarde las escucharon mientras paseaban en el atardecer, y más tarde se escabulleron dentro de otros pabellones instalados a cierta distancia.

Y cuando los acució el frío de la noche, Gawain y Ettarde entraron a su casa de seda y dejaron caer el paño de entrada. Yacieron juntos en un mullido lecho con edredones de pluma, dedicados al amor, al lánguido reposo, y nuevamente al amor, y el tiempo transcurrió sin que lo advirtieran. En la dorada mañana desayunaron y amaron y almorzaron y amaron y cenaron y amaron y durmieron para despertar al amor… Tres días pasaron como si hubiese transcurrido una hora.

En el priorato, Sir Pelleas aguardó nerviosamente durante el día y la noche prometidos, y Gawain no regresó. «Algo lo ha demorado», se dijo Pelleas, y, víctima del insomnio, esperó otro día y otra noche. Luego, consumido y frenético, recorría su celda diciéndose: «Acaso esté herido, acaso enfermo. Y si voy ahora podría echar a perder las sutilezas de su plan. Pero supongamos que ella lo tomó prisionero». Antes del alba de la tercera noche, su paciencia estalló. Se armó y cabalgó hacia el silencioso castillo, que se erguía oscuro y sin custodia, y vio los pabellones en el prado, los pendones levemente agitados por la brisa matinal. Sujetó con sigilo su montura y se encaminó al primer pabellón, donde vio a tres caballeros durmiendo. Y en el segundo encontró cuatro doncellas que dormían desgreñadas y contentas. Luego corrió el paño que cerraba el tercer pabellón y vio a su señora y a Gawain estrechamente abrazados, durmiendo con la profunda y satisfecha fatiga del amor.

A Pelleas se le quebró el corazón. «Entonces… él me traicionó —pensó—. ¿Habrá actuado con premeditada mala fe o por encantamiento?». Se alejó dolorido y montó a caballo. Tras recorrer un buen trecho con la imagen de los amantes clavada en los ojos, fue presa de la cólera. «No es amigo mío. Es mi enemigo. Volveré y le daré muerte por haber faltado a su promesa. Debería matarlos a los dos». Volvió grupas y desandó el camino que había andado. Y lo acosaron muchos años de honor y de inocencia. «No puedo matar a un caballero dormido y desarmado —pensó—. Seria una traición más grave que la suya, una traición a mi condición de caballero y a toda la orden de la caballería». Y nuevamente volvió grupas y regresó al priorato. Y mientras cabalgaba, estalló en su pecho el clamor de la ira, y gritó: «¡Al diablo la caballería, al diablo el honor! ¿Acaso ellos han sido honorables? Los mataré a ambos por su ruindad y libraré al mundo de su infamia». Y otra vez cambió de rumbo y cabalgó hacia el castillo. Ató su caballo y sigilosamente se dirigió al pabellón mientras crecía la luz del alba. Sin hacer ruido, desenvainó la espada. Le ardían las fosas nasales, le silbaba el pecho, tan agitado estaba su corazón. En la tienda se paró junto a los amantes dormidos. Ettarde se volvió sin despertarse y sus labios susurraron un plácido sueño, mientras Gawain sin despertarse, la estrechaba con fuerza. Sir Pelleas jamás había cometido un acto cruel o injusto, y aunque intentó levantar su espada, no pudo hacerlo. Se inclinó cómodamente sobre ellos y tendió la espada desnuda sobre sus gargantas. Luego se alejó sin hacer ruido y cabalgó de regreso al priorato llorando con amargura. Sus escuderos lo buscaban ansiosamente, y cuando se reunieron alrededor de él, Pelleas les dijo:

—Me habéis sido fieles y leales en un mundo donde la fidelidad no existe. Os doy todos mis bienes, mi armadura y todo lo que poseo. Mi vida ha terminado. Me tenderé en el lecho y jamás volveré a levantarme. No tardaré en morir, pues mi corazón está destrozado. Cuando haya muerto, prometedme que me arrancaréis el corazón del pecho y lo depositaréis en mi doble fuente de plata y con vuestras propias manos se lo llevareis a Lady Ettarde, diciéndole que la vi durmiendo con mi falso amigo Sir Gawain.

Los escuderos protestaron, pero él los serenó y luego se acostó para caer desvanecido y yacer durante muchas horas agobiado por el brutal impacto de su dolor.

Cuando Ettarde despertó y sintió la hoja en su garganta, se levantó sobresaltada y por la empuñadura advirtió que era la espada de Pelleas, y se asustó y enfureció. Despertó violentamente a Gawain y le dijo:

—Así que me has mentido. No mataste a Pelleas. Aquí está su espada. Está noche estuvo aquí y se negó a matarnos. Nos has traicionado a ambos. Si él te hubiera hecho lo que tú le hiciste, ahora estarías muerto, pues a otro no le perdonarías lo que tú mismo has hecho. Ahora te conozco y avisaré a todas las damas que se cuiden de tu amor y a los caballeros que se cuiden de tu amistad. —Gawain intentó responderle, ella no lo consintió—. No busques excusas. Sólo empeorarás tu situación.

Y Sir Gawain le dirigió una sombría sonrisa y se apartó de ella y fue al castillo en busca de su armadura. Y en cuanto se armó y se alejó en su caballo, reflexionando: «Mucho le faltaba para ser la más bella. Y en cuanto a Pelleas, he aquí mi recompensa por vengarlo de la mujer que lo hacia desdichado. Bueno, así son las cosas. En este mundo ya no hay gratitud. Cada uno debe cuidar de sí mismo, y eso es lo que haré de ahora en adelante. He recibido una lección».

En la Floresta de la Aventura, Nyneve del Lago viajaba sin descanso. Mucho había cambiado desde que, siendo una joven impaciente, había despojado a Merlín de sus secretos y luego de su vida. Después había codiciado el poder y la supremacía sin límites. Pero en los años transcurridos desde entonces, su poder había impuesto sus propios limites. Podía realizar actos imposibles para el común de las gentes, y en vez de ser libre era esclava de los desvalidos. Con el don de curar era sierva de los enfermos, su poder sobre la fortuna la encadenaba a los infortunados, mientras que sus conocimientos, que le revelaban el mal pese a las máscaras que vistiera para ocultarse, la reclutaban en una guerra constante contra las ambiciosas conspiraciones de la codicia y la traición. Y más aún, Nyneve advertía con tristeza que, aunque su fuerza la sujetara a los débiles y atribulados, éstos no se sujetaban a ella, pues no podían ofrecerle la amistad en pago de sus deudas. Así, aislada y solitaria, reverenciada por todos y sin el afecto de nadie, añoraba con frecuencia los viejos tiempos, cuando todos contribuían con su porción de amor y gentileza, pues no hay soledad semejante a la de quienes sólo pueden dar y no hay furor semejante al de quienes sólo pueden recibir y detestan el peso de la deuda. No permanecía mucho tiempo en el mismo lugar, pues la gratitud hacia sus servicios siempre se mudaba en recelo hacia su poder.

Mientras recorría el bosque se encontró con un joven escudero que sollozaba, y cuando ella le preguntó por qué, él le contó que su querido amo había sido traicionado por su señora y un caballero, por lo cual tenía destrozado el corazón y aguardaba la muerte con los brazos abiertos.

—Llévame donde tu señor —dijo Nyneve—. No morirá por el amor de una mujer indigna. Si es inclemente en el amor, su castigo adecuado será amar sin ser amada.

Entonces el escudero se animó y la condujo al lecho donde Sir Pelleas yacía afiebrado y consumido, con los ojos desorbitados, y Nyneve pensó que jamás había visto un caballero tan atractivo y apuesto.

—¿Por qué el bien se arroja bajo los pies del mal? —dijo Nyneve. Y apoyó la mano fría en la frente de Pelleas y sintió la caliente sangre que palpitaba en sus sienes. Luego lo arrulló con dulzura, y lo serenó hasta que la repetición de ese acto mágico le trajo a Pelleas la paz y el hechizo de un sueño sin sueños. Luego encargó a los escuderos que velaran por él y que no lo despertaran hasta su regreso. Entonces se apresuro a ir al castillo de Lady Ettarde y a traerla, pese a su voluntad, junto al lecho del dormido Pelleas.

—¿Cómo te atreves a provocar la muerte de un hombre como éste? —le dijo—. ¿Quién te crees que eres para no ser amable? Te ofrezco el dolor que le infligiste a otro. Ya sientes mi hechizo y amas a este hombre. Lo amas más que a nada en el mundo. Lo amas. Darías la vida por él, lo amas.

Y Ettarde repetía con ella:

—Lo amo. ¡Oh, Dios mío! Lo amo. ¿Cómo puedo amar lo que tanto aborrecí?

—Es una pequeña parcela del infierno que solías ofrecerle a los otros —dijo Nyneve—. Y ahora lo verás desde el otro lado.

Susurró por largo tiempo al oído del caballero dormido y luego lo despertó y se apartó para mirar y escuchar.

Sir Pelleas miró en torno con ojos desencajados, y de pronto la vio a Ettarde, y al mirarla se sintió colmado de odio, y cuando ella le tendió su mano cariñosa, Pelleas se apartó con repulsión.

—Vete de aquí —le dijo—. No soporto tu presencia. Eres fea y horrible, déjame en paz y no vuelvas a yerme.

Y Ettarde cayó al suelo sollozando. Entonces Nyneve la ayudó a incorporarse y la llevó fuera de la celda, diciéndole:

—Ahora conoces su dolor. Esto es lo que él sentía por ti.

—Lo amo —gimió Ettarde.

—No dejarás de amarlo mientras vivas —dijo Nyneve—. Y morirás con tu amor no correspondido, una muerte hueca y baldía. Ahora vete, aquí no tienes nada que hacer. Vé a tu muerte polvorienta.

Luego Nyneve volvió junto a Pelleas y le dijo:

—Levántate y reinicia tu vida. Encontrarás tu verdadero amor y ella te encontrará a ti.

—He consumido mi capacidad de amar —dijo él—. Eso ha terminado.

—No es así —dijo Nyneve del Lago—. Toma mi mano. Yo te ayudaré a encontrar tu amor.

—¿Te quedarás conmigo hasta entonces? —preguntó él.

—Si. Prometo quedarme contigo hasta que encuentres a tu amor.

Y vivieron juntos y dichosos el resto de sus vidas.

Ahora debemos regresar a la triple encrucijada y partir rumbo al sur con Sir Marhalt y su doncella de treinta años. Ella montaba de costado junto a él, ciñéndole la cintura con uno de sus torneados brazos.

—Qué contento estoy de que me hayas tocado en suerte —dijo Marhalt—. Pareces ser una mujer confortable y eficaz. Cuando uno llega a cierta edad ya es bastante difícil concentrarse en la búsqueda de aventuras sin el calor y el frío del amor joven y tempestuoso como para complicar aún más un modo de vivir de por si bastante confuso.

—La búsqueda de aventuras es un extraño oficio —dijo ella—. Uno puede hacer de él lo que le guste.

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