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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (20 page)

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—No me gusta la música —dijo la doncella—. Mira, allá hay una hermosa casa. Tengo sed, mi señor.

—La típica actitud de una niña —dijo Gawain—. Sed, hambre, frío, calor, tristeza, felicidad, amor, odio… siempre algo para atraer la atención. Bueno, quizás es por eso que las niñas son atractivas.

Frente a la casa, junto al camino, había un viejo caballero. Gawain contuvo las riendas.

—Señor —le dijo—, Dios te dé buena suerte. ¿Sabes de alguna aventura en estos lugares que satisfaga a un noble caballero en busca de ellas?

—Dios te conceda a ti buena ventura, si hay escasez de ella —respondió cortésmente el viejo caballero—. ¿Aventuras? Sí, más de las que puedas enfrentar con tu lanza, pero ya cae la tarde. Lo que es aventura durante el día es muy diferente por la noche. Apéate, joven señor, y pernocta aquí. Por la mañana te ayudaré en tu búsqueda.

—Deberíamos seguir adelante —dijo Gawain—. Lo propio es que descansemos bajo el tupido ramaje de un árbol.

—Tonterías —dijo la doncella—. Estoy fatigada y sedienta.

—Es muy joven —explicó Gawain—. Muy bien, querida. Si te parece mejor.

La doncella entró a un pequeño cuarto y cenó a solas. Atrancó la puerta y no respondió a los suaves golpes de Gawain, quien volvió a sentarse junto al fuego con el viejo caballero, para hablar de caballos y armaduras y discutir si convenía que un escudo fuera chato o de frente curvo para desviar las lanzas. Así hablaron de su oficio hasta que los venció el sueño.

Por la mañana, en cuanto estuvieron armados y montados, dijo Sir Gawain:

—Ahora bien, señor, ¿qué aventura me tienes reservada?

—Cerca de aquí —dijo el viejo caballero— te encontrarás con cierto lugar… un claro en el bosque, una cruz de piedra, césped firme y parejo, y una fuente de aguas frías y claras. Este lugar atrae las aventuras como la carne atrae a las moscas. No sé con qué nos encontraremos, pero si algún prodigio acontece, allí ha de ser.

Cuando llegaron al claro de aterciopelada y verde hierba, estaba desierto. Los tres desmontaron y tomaron asiento junto a la antigua cruz de piedra. No tardaron en escuchar una voz que clamaba contra los ultrajes del destino, y de pronto irrumpió en el prado un fuerte y gallardo caballero de noble apostura, bien armado y esbelto. Al ver a Sir Gawain, acalló sus gemidos, lo saludó y rogó a Dios que le enviara la honra y la gloria.

—Gracias —dijo Gawain—. Y también a ti te depare el honor y la fama.

—Debo olvidarme de cosas semejantes, señor —dijo el caballero—. A mi sólo me están reservadas las cuitas y la deshonra, como verás. —Y cabalgó hacia el extremo opuesto del claro y detuvo el caballo y esperó. Y no tuvo que esperar mucho, pues diez caballeros salieron del bosque formando una sola línea. El primero de ellos puso la lanza en ristre y el caballero triste lo embistió en medio del campo y lo derribó. Luego enfrentó a los nueve restantes, y uno tras otro los venció con su única lanza. Concluida la lid, detuvo el caballo con ojos abatidos, y los diez caballeros se acercaron a pie y lo arrancaron de su montura sin que él opusiese resistencia. Lo sujetaron de pies y manos y lo ataron bajo el vientre del caballo, luego se llevaron el caballo con el caballero triste colgado como una bolsa. Gawain todo lo observó maravillado.

—¿Qué es esto? —preguntó—. Los venció a todos y luego consintió que se lo llevaran.

—Es verdad —dijo el viejo caballero—. Si lo hubiese querido, los habría derrotado a pie tal como lo hizo a caballo.

—Me parece que podrías ayudarlo, si eres tan grande como dices —dijo ásperamente la doncella—. Es uno de los caballeros más diestros y hermosos que he visto jamás.

—Pude ayudarlo de haberlo querido. Pero me pareció que él estaba resignado a esa suerte. No es sabio ni cortés interferir en asuntos ajenos a menos que a uno se lo pidan.

—Opino que no quisiste ayudarlo —dijo la muchacha—. Acaso estés celoso de él. Es posible que tengas miedo.

—Eres una campesina ignorante —dijo Gawain—. ¿Miedo yo? Permíteme que te aclare que nunca tengo miedo.

—¡Silencio! —los interrumpió el viejo caballero—. El día es joven y se acumulan las aventuras. Mirad, a la derecha del prado hay un caballero armado por completo, salvo en la cabeza.

—Lo veo —dijo la doncella—. Una hermosa cabeza, un rostro viril.

Mientras así hablaba, otro jinete irrumpió en el claro por la izquierda, un enano con armadura, también con la cabeza descubierta, un monstruo de espaldas anchas como una puerta, con enorme y gruesa boca de sapo, nariz chata y simiesca y ojos fulgurantes que centelleaban como la espuma, una fealdad tan perfecta que casi era hermosa.

—¿Dónde está la doncella? —le gritó el enano al caballero Una atractiva doncella salió de entre los árboles.

—Aquí estoy —clamó.

—Es una tontería discutir y luchar por ella —dijo el caballero—. Vamos, enano. Disponte a lidiar por su causa.

—Con satisfacción, si no queda otro remedio —replicó el enano—. Pero allí veo a un buen caballero sentado junto a la cruz. Que él decida a quién de los dos le pertenece.

—De acuerdo —dijo el caballero—, siempre que jures atenerte a su decisión.

Lo consultaron con Gawain, quien declaró:

—No parece haber dudas sobre la elección. Ya que me toca resolver, propongo que la dama decida con quién desea ir, y yo defenderé su decisión.

La dama no vaciló. Fue al enano con cara de sapo y alzó las manos. El se inclinó, la tomó en brazos y la sentó frente a él en su montura, y la doncella lo estrechó y lo besó. El enano sonrió sabiamente y con una irónica reverencia se despidió de todos y se internó en el bosque llevándose a la doncella.

El caballero derrotado se acercó desconsoladamente y tomó asiento junto a la cruz, sin que ninguno de ellos pudiera creer lo que había visto. El viejo caballero, disgustado, montó a caballo y partió rumbo a su casa.

Entonces apareció en el claro un caballero con armadura completa, gritando:

—Sir Gawain, te conozco por el escudo. Ven a lidiar conmigo por tu honor de caballero.

Y como Gawain vaciló, dijo su doncella:

—Tenias razones para eludir a los diez caballeros. ¿Qué razones darás para eludir a este que te desafía?

—Ninguna —dijo Gawain, incorporándose con furia—. Acepto el reto. —Montó a caballo y acometió al retador y ambos cayeron de sus monturas. Desenvainaron las espadas con fiereza y se trabaron en un lento y pesado combate a pie, tirando unos pocos tajos y luego descansando como si no sintieran mayor entusiasmo.

Entretanto, junto a la cruz, el caballero desconsolado le dijo a la doncella:

—No puedo comprender por qué se fue con ese enano espantoso.

—¿Quién sabe qué es lo que atrae el corazón de una doncella? —dijo la muchacha—. Las facciones de un hombre no confunden a una mujer, quien reconoce a su amado por algo más profundo.

—En tu caso no es necesario —replicó él—. Tu amado es tan bien parecido como el que más. —Y miró a los dos caballeros que lidiaban en el claro tapizado de hierba.

—Eso prueba mis palabras —destacó esquivamente la doncella—. El no es mi amado. Ni siquiera me gusta. Tu rostro quizá no tenga su arrogante perfección, pero a mis ojos es más viril.

—¿Es decir que si tuvieras que escoger me elegirías a mí?

—¿Qué dije? —exclamó ella sonrojándose—. Es un fanfarrón. Se cree mejor que cualquier otro. Piensa que a una mujer le basta mirarlo para prendarse de él. Un hombre como ése necesita una lección.

—Mientras luchan —dijo ansiosamente el caballero—, monta a caballo y alejémonos.

—No sería correcto —dijo ella.

—Pero tú dices que no lo amas.

—Es verdad. Sin duda te prefiero a ti.

—Cuidaré de ti y te entregaré mi corazón.

—Él sólo piensa en sí mismo.

—¿Crees que nos seguirá?

—No creo que se atreva. Es un necio.

Los dos caballeros lucharon largo tiempo bajo el sol implacable que rebotaba en sus armaduras, y manaban más sudor que sangre. Finalmente el retador se apartó, reclinó la espada y dijo:

—Por mi parte, creo que todo se ha cumplido como corresponde y que ambos nos hemos comportado con dignidad. Si no me guardas especial rencor, hagamos las paces. Comprende que no te suplico la paz.

—Te comprendo —dijo Gawain—. No hay deshonra en el acuerdo mutuo, y ambos de nosotros hemos medrado nuestra honra. ¿Convenido?

—Convenido —dijo el caballero, y se quitaron los yelmos y se abrazaron formalmente. Luego fueron a la fuente y saciaron su sed y se lavaron la salada transpiración que les punzaba los ojos.

—¿Dónde está mi doncella? —preguntó en eso Gawain, mirando en derredor—. La dejé sentada junto a la cruz.

—¿Era tuya? —preguntó el otro—. La vi alejarse con el otro caballero y creí que estaba con él.

Entonces Gawain carraspeó un momento y luego rió con inquietud.

—Puede sonar poco galante, pero estoy contento de que se haya ido. Me tocó por sorteo. Es una campesina ignorante, hoy hermosa, pero con tendencia a engordar rápidamente.

—No la miré con mucha atención.

—No perdiste nada —dijo Gawain—. Casi me enloquecía con su cháchara interminable. Me gustan las mujeres más maduras, con alguna experiencia del gran mundo, no esas campesinas estúpidas.

—¿Una charlatana? Conozco a esa especie.

—Nunca frenaba la lengua —dijo Gawain—. Y ese pobre hombre acaso crea que me la robó. No tardará en darse cuenta.

—Bien, me alegro por ti —dijo el caballero—. Soy propietario de una pequeña y agradable finca y de unas casas no lejos de aquí. Ven a alojarte conmigo. Quizás alguna granjera te ayude a olvidar a esa charlatana.

—Con gusto —dijo Gawain. Y mientras cabalgaban hacia las casas, le dijo—: Si vives por aquí, acaso puedas decirme quién es ese caballero capaz de vencer a diez hombres con su lanza y de consentir que luego lo capturen y sujeten sin resistirse.

—Lo conozco bien —dijo el anfitrión—. Y conozco su historia. ¿Quieres que te la cuente?

—Por cierto —dijo Gawain—. Me dejó muy intrigado.

—Se llama Sir Pelleas —dijo el caballero—, y entiendo que es uno de los mejores caballeros del mundo.

—Pude comprobarlo en la lid… Derribó diez caballeros con una sola lanza.

—Oh, es capaz de hazañas más grandes. Cuando Lady Ettarde, una dama dueña de inmensas posesiones y un castillo en la vecindad, anunció un torneo de tres días, Sir Pelleas entró en el combate y, pese a que quinientos caballeros lidiaron por el premio, venció a todos los que lucharon con él. El premio consistía en una bella espada y una diadema de oro para ofrendársela a la dueña de su corazón. Nadie puso en duda quién era el merecedor del premio, pero cuando Sir Pelleas vio a Lady Ettarde se prendó de ella y le ofrendó la diadema, proclamándola la dama más bella de toda la comarca (aunque la afirmación es cuestionable) y retando a combate mortal a quien osara negarlo. Pero la tal Ettarde es una extraña criatura, vanidosa y soberbia. No quiso saber nada con él. Nunca entenderé a las mujeres.

—Yo tampoco —dijo Gawain—. Justamente, una doncella hoy se decidió por un enano con cara de batracio.

—Ahí tienes —dijo el otro—. En el castillo hay muchas damas más hermosas que Ettarde y ninguna de ellas habría rechazado a un caballero tan atractivo y apuesto como Sir Pelleas, especialmente después que demostró su valía contra quinientos caballeros, durante tres días seguidos. Pero Sir Pelleas se negó a mirar a otra mujer. La seguía a Ettarde gimiendo como un cachorro, y cuanto más la requería, ella más lo desdeñaba e insultaba y trataba de apartarlo. No entiendo qué le vio para amarla.

—¿Quién conoce los misterios del corazón de un hombre? —dijo Gawain—. Debe amarla muy profundamente.

—Con razón puedes afirmarlo, señor. Ha dicho que la seguirá hasta el confín del mundo y que no la dejará en paz hasta que corresponda a su amor.

—A veces eso es lo que menos resulta —dijo Gawain—. Quizá fuera mejor robarle un beso y huir. Algunas mujeres no saben valorar lo que tienen.

—No hay duda de que ella habla en serio. Ha tratado de librarse de él por todos los medios. Pero él se ha instalado en un priorato cercano al castillo y da vueltas con su caballo bajo el ventanal de su dama, proclamando su dolor y suplicando clemencia, hasta que Ettarde pierde los estribos y manda a sus caballeros contra él. Entonces él derriba a todos de sus monturas y luego consiente que lo capturen.

—Eso es lo que hizo hoy. ¿Por qué razón?

—Es el único modo de verla. Y aunque ella lo insulta y lo humilla de todas las formas posibles, él la quiere cada vez más y ruega que lo aprisione con tal de poder verla. Y en cuanto ella lo echa del castillo, vuelve bajo el ventanal aullando como un perro en celo.

—Es una vergüenza que un hombre llegue tan bajo —dijo Gawain.

—En fin —dijo el otro—, él da por cierto que si insiste largo tiempo acabará por cansarla, pero el único resultado es que el fastidio de esta mujer se ha convertido en un odio acérrimo. Le ha acarreado tantos problemas que Ettarde adoraría al hombre que lo matara, pero no puede encontrar a un caballero capaz de derrotarlo en el campo y nadie está dispuesto a matarlo.

—Es una lástima —dijo Gawain—. Mañana lo buscaré y trataré de ayudarlo.

—Será en vano —dijo su anfitrión—. No escuchará razones.

—No obstante me has dado una idea —dijo Gawain.

En la mañana, Gawain preguntó cómo ir al priorato donde residía Sir Pelleas, y encontró al caballero magullado y apaleado.

—¿Cómo puedes permitir esto sin defenderte? —preguntó Gawain.

—Amo a una dama y ella… —comenzó Sir Pelleas.

—Ya conozco la historia —dijo Gawain—. Pero no comprendo por qué dejas que te pisotee.

—Porque tengo esperanzas de que al fin se apiade de mi. El amor instiga a muchos buenos caballeros a padecer antes de que los acepten. Pero, ay, yo soy infortunado.

—Entre los adornos femeninos —dijo Gawain—, la piedad es una rareza.

—Si puedo demostrarle la profundidad de mi amor, ella se rendirá.

—Renuncia a tus quejas —dijo Gawain—. Tu método es doloroso, infamante e ineficaz. Si me das tu venia, tengo un plan para poner en tus manos el corazón de tu señora.

—¿Quién eres?

—Soy Sir Gawain, de la corte del rey Arturo. Soy hijo de su hermana. Mi padre era el rey Lot de Orkney.

—Yo soy Sir Pelleas, señor de las Islas. Y hasta ahora nunca he amado a una dama o una doncella.

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