—¿No les has dicho nada? —en esta ocasión fue Patrik el que alzó la vista al cielo.
—No es tan fácil. Inténtalo tú y verás —bufó Erica trasteando irritada entre ollas y cacerolas—. Tendremos que aguantar una noche más. Se lo diré mañana. Y ahora ponte a picar cebolla, que no tengo ganas de cocinar yo sola para seis personas.
Trabajaron un rato en un silencio muy tenso, hasta que Erica no pudo contenerse más.
—He estado en la biblioteca y he recopilado algún material que tal vez te sea útil. Está ahí —dijo señalando con la cabeza hacia la mesa de la cocina, donde había un buen montón de copias bien ordenadas.
—Pero si te dije que no…
—Sí, sí, ya lo sé. Pero lo hice y la verdad es que ha sido la mar de entretenido, mucho más que pasarme el día sentada en casa mirando las paredes. Así que no seas pesado.
A aquellas alturas, Patrik ya sabía cuándo era mejor cerrar el pico, de modo que se sentó a la mesa de la cocina y empezó a ojear el material. Eran artículos de periódico que trataban sobre la desaparición de las dos jóvenes, así que se aplicó a leer con sumo interés.
—¡Jo, está fenomenal! Oye, creo que me lo llevaré mañana a la oficina para echarle un vistazo con más detenimiento, pero tiene muy buena pinta.
Luego se encaminó a los fogones, donde ella estaba, se le acercó por detrás y le rodeó la enorme barriga con sus brazos.
—Venga, que no quiero ser pesado, es sólo que me preocupo por ti y por el bebé.
—Ya lo sé. —Erica se dio la vuelta y lo abrazó—. Pero te aseguro que no soy de porcelana y si en otro tiempo las mujeres podían trabajar los campos hasta que daban a luz prácticamente en mitad de la faena, pues también podré yo ir a la biblioteca a pasar hojas sin poner en peligro nuestras vidas.
—Vale, de acuerdo, lo sé —dijo con un suspiro—. En cuanto nos deshagamos de nuestros huéspedes, podremos dedicarnos más tiempo el uno al otro. Y prométeme que, si quieres que me quede en casa algún día, me lo dirás. En la comisaría saben que trabajo por propia iniciativa y que tú eres lo primero.
—Te lo prometo, pero ahora ayúdame a terminar la cena, a ver si los niños se tranquilizan un poco.
—No lo creo. Tal vez si le diésemos un poco de whisky a cada uno antes de cenar, se dormirían pronto —sugirió con una sonrisa malévola.
—Ay, mira que eres terrible. Pero a Conny y a Britta sí que puedes servirles uno, así al menos los tendremos de buen humor.
Patrik siguió su sugerencia y observó apenado el nivel de su mejor botella de whisky de malta, que había descendido drásticamente. Si se quedaban unos días más, su colección de whisky nunca volvería a ser lo que era.
A
brió los ojos muy despacio a causa de un terrible dolor de cabeza que le martilleaba los sesos y hacía que se le erizase el cabello. Pero lo más extraordinario era que no existía diferencia alguna entre lo que veía con los ojos cerrados o abiertos. Todo seguía envuelto en la más compacta oscuridad. En un momento de pánico, creyó que se había quedado ciega tal vez porque el aguardiente casero que había bebido el día anterior estuviese en mal estado. Algo de eso había oído contar: jóvenes que se quedaban ciegos por beber aguardiente de destilación casera. Tras unos segundos, el entorno empezó a deslindarse de las sombras vagamente y comprendió que su vista estaba perfectamente, sólo que se encontraba en un lugar donde no había luz alguna. Alzó la vista, por si podía ver el cielo o la luna, por ver si se encontraba en algún lugar al aire libre, pero no tardó en comprender que, en verano, la noche no era nunca tan cerrada y que tendría que haber visto enseguida la radiante noche nórdica del estío.
Tanteó el suelo sobre el que yacía y cerró la mano en torno a un puñado de tierra arenosa que dejó caer entre los dedos. Desprendía un fuerte olor a mantillo, un perfume dulzón y sofocante, y tuvo la sensación de encontrarse bajo tierra. El pánico se apoderó de ella. Sentía claustrofobia. Sin conocer en realidad las dimensiones del lugar en que se encontraba, logró representarse la imagen de unas paredes que, muy despacio, se le acercaban y la rodeaban. Sintió que el aire se acababa y se frotó la garganta, pero se obligó a respirar hondo varias veces y a dominar su terror.
Hacía frío y, de repente, se dio cuenta de que estaba desnuda y de que lo único que llevaba eran las bragas. Le dolía el cuerpo aquí y allá, y con los brazos en torno a las piernas flexionadas y pegadas a la barbilla, no podía dejar de temblar. El pánico inicial dio paso a un temor tan intenso que sintió que le corroía los huesos. ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Y por qué?
¿Quién le habría quitado la ropa? Lo único que su cerebro era capaz de responderle era que, seguramente, no deseaba conocer la respuesta a esas preguntas. Le había sucedido algo horrible, no sabía qué, algo que multiplicaba el pavor que la tenía paralizada.
Un haz de luz se plasmó en su mano y, automáticamente, alzó los ojos hacia el lugar del que procedía. Una grieta diminuta de luz se abrió en la aterciopelada negrura, se obligó a ponerse de pie y gritó pidiendo ayuda, pero no obtuvo respuesta. Se puso de puntillas e intentó alcanzar la fuente de la luz, pero comprendió que quedaba muy lejos. Entonces sintió que empezaban a caerle unas gotas en la cara. Las gotas de agua se convirtieron en un pequeño chorro y, de pronto, tomó conciencia de lo sedienta que estaba. Sin pensarlo, abrió la boca en un acto reflejo para beber el líquido con avidez, a grandes tragos. Al principio, la mayor parte caía fuera, pero, tras unos minutos, dio con la técnica adecuada para aprovechar al máximo y bebió con ansia. Sin embargo, enseguida una especie de niebla lo envolvió todo y la habitación empezó a dar vueltas. Después no hubo más que oscuridad.
L
inda se despertó temprano, para variar, pero intentó volver a dormirse. Había estado con Johan hasta tarde, o hasta tardísimo para ser exactos, y sentía como si tuviese resaca por la falta de sueño. Por primera vez en muchos meses, oyó la lluvia caer sobre el tejado. La habitación que Jacob y Marita habían dispuesto para ella estaba justo debajo del tejado y el sonido de la lluvia contra las planchas era tan fuerte que parecía que le resonaba en las sienes.
Por otro lado, era la primera mañana desde hacía mucho tiempo que se despertaba en una habitación fresca. El calor había sido persistente durante casi dos meses, hasta batir un récord, pues era el verano más caluroso que habían tenido en cien años. Al principio acogió satisfecha el sol implacable, pero el placer de la novedad había desparecido hacía ya varias semanas, cuando empezó a detestar el hecho de despertarse todas las mañanas entre sábanas empapadas en sudor. El aire fresco y limpio que se filtraba por las vigas le resultaba muy agradable, así que retiró la fina colcha que la cubría y dejó que su cuerpo disfrutase de la grata temperatura. En contra de lo habitual, resolvió levantarse antes de que nadie viniese a echarla de la cama. Podía estar bien no desayunar sola, para variar. Abajo, en la cocina, oyó el tintineo de las tazas y cubiertos del desayuno, se puso un kimono corto y enfundó los pies en sus zapatillas.
Su temprana aparición fue recibida con sorpresa por toda la familia allí reunida, Jacob, Marita, William y Petra, y el murmullo de su conversación se interrumpió bruscamente cuando Linda se sentó y empezó a prepararse un bocadillo.
—Está bien que quieras hacernos compañía en el desayuno, para variar, pero te agradecería que te pusieras algo más de ropa para bajar. Piensa en los niños.
La mojigatería de Jacob le resultaba nauseabunda. Sólo por provocarlo, dejó caer el hombro del kimono para que, por la abertura, se entreviese uno de sus pechos. Jacob se quedó blanco de indignación, pero, por algún motivo, no tuvo fuerzas para emprender una batalla con ella y lo dejó pasar. William y Petra miraban fascinados a Linda. Esta los miró a su vez con un mohín que hizo a los dos niños estallar en una risita nerviosa. Los pequeños eran, admitió para sí, encantadores de verdad, pero Jacob y Marita terminarían por estropearlos, porque una vez terminada la educación religiosa impuesta por sus padres, no conservarían un ápice de su alegría de vivir.
—Venga, tranquilos. Y sentaos correctamente a la mesa. Baja la pierna del asiento, Petra, y compórtate como una niña mayor. Y tú, William, cierra la boca mientras masticas. No quiero verte el bocado dentro.
La risa se esfumó del rostro de los niños, que se sentaron derechos como dos soldaditos de plomo, con la mirada vacía y centrada en el desayuno. Linda suspiró para sus adentros. A veces no le entraba en la cabeza que ella y Jacob fuesen de verdad de la misma familia. No existían otros hermanos más distintos que ellos dos, de eso estaba convencida. Lo más injusto era que Jacob era el favorito de sus padres, que siempre lo ponían por las nubes, mientras que a ella andaban criticándola a todas horas. ¿Acaso era culpa suya que su nacimiento no entrase en los planes de sus padres y haber venido al mundo cuando ellos ya creían haber dejado atrás los pañales y los purés? O tal vez hubiese sido la enfermedad que Jacob sufrió muchos años antes de que ella naciera lo que los hizo reacios al riesgo de enfrentarse a ello una vez más. Claro que ella era consciente de la gravedad del asunto, de que Jacob estuvo a punto de morir, pero no por eso tenían que castigarla a ella, que no tenía la culpa de la enfermedad de su hermano.
Los miramientos dispensados a Jacob durante su convalecencia continuaron incluso después de que los médicos declararan que estaba totalmente recuperado y sano. Era como si sus padres considerasen un regalo de Dios cada día de la vida de su hijo, mientras que la de Linda no les suponía más que problemas y molestias. Por no hablar de Jacob y el abuelo. Desde luego, ella comprendía que la relación entre ellos debía de ser muy especial después de lo que el abuelo había hecho por Jacob, pero eso no significaba que no quedase espacio alguno para sus otros nietos. Cierto que el abuelo había muerto antes de que ella naciera, así que no se había visto en la necesidad de sufrir su indiferencia, pero sabía por Johan que él y Robert se habían visto privados del favor del abuelo porque toda su atención se había centrado en el primo Jacob. Y seguramente, si el abuelo siguiese con vida, a ella le habría ocurrido lo mismo.
La injusticia flagrante de todo aquel asunto le llenó los ojos de lágrimas, pero se obligó a contenerlas, como había hecho en tantas otras ocasiones. No tenía intención de darle a Jacob la satisfacción de verla llorar y con ello la oportunidad de, una vez más, hacer de salvador del mundo. Sabía que Jacob tenía unas ganas locas de hacerla entrar por el buen camino, pero antes prefería morir que convertirse en el felpudo humano que él había llegado a ser. Las niñas buenas tal vez fuesen al cielo, pero ella pensaba llegar mucho, mucho más lejos. Más valía arruinarse la vida con bombo y platillo que deslizarse por ella dulcemente como su hermano mayor, que se sentía seguro al saber que todos lo querían.
—¿Tienes algún plan para hoy? Necesitaría que me ayudaras un poco en casa.
Marita dirigió la pregunta a Linda mientras seguía preparándoles tostadas a los niños. Era una mujer muy maternal, de facciones vulgares y cierto sobrepeso. Linda siempre pensó que Jacob podría haber encontrado a alguien mejor. Recordó la fotografía de su hermano y su cuñada que había en el dormitorio. Seguro que lo hacían una vez al mes, según los cánones, con la luz apagada y su cuñada vestida con un camisón largo que la tapase entera. El recuerdo de la foto la hizo soltar una risita que le valió una mirada inquisitiva de los demás.
—Oye, que Marita acaba de hacerte una pregunta. ¿Puedes quedarte a ayudarla hoy en casa? Esto no es un hostal, ¿sabes?
—Sí, sí, ya lo había oído. No tienes que ser tan pesado. Y no, hoy no puedo quedarme, voy a… —buscó en su cabeza una buena excusa—. Tengo que cuidar a
Scirocco
. Ayer vi que cojeaba un poco.
El pretexto que presentó fue acogido con una serie de miradas llenas de escepticismo, a las que Linda respondió con su gesto más retador, preparada para el combate. Pero, para su sorpresa, nadie tuvo valor aquella mañana para entablar esa lucha, pese a que su mentira era más que evidente. La victoria, un día más de ociosidad, era suya.
S
entía unas ganas irresistibles de salir y colocarse bajo la lluvia, con el rostro hacia el cielo, para que el agua le corriese por todo el cuerpo. Pero había cosas que un adulto no podía permitirse si, además, estaba en el trabajo, así que Martin no tuvo más remedio que contener un impulso tan infantil, pese a que era magnífico. Todo el calor sofocante, el ardor que los había tenido prisioneros durante los dos últimos meses quedó borrado de un solo chaparrón. Podía oler el perfume de la lluvia a través de la ventana que tenía abierta de par en par. El agua salpicaba sobre la parte del escritorio que estaba más cerca de la ventana, pero él había cambiado de lugar todos los documentos, así que no importaba lo más mínimo. Merecía la pena, sólo por sentir aquel frescor.
Patrik llamó para avisar de que se había quedado dormido, así que, para variar, Martin había sido el primero en ocupar su puesto aquella mañana. El día anterior había terminado con un ambiente más que enrarecido a causa del descubrimiento de la metedura de pata de Ernst, y resultaba muy agradable poder sentarse en paz y tranquilidad a ordenar las ideas sobre el último giro de los acontecimientos. No le envidiaba a Patrik la misión de comunicar la muerte de la mujer a sus familiares, aunque era consciente de que conocer la noticia era el primer paso para que se recuperasen de su dolor. Lo más probable era que ni siquiera supiesen que había desaparecido, así que la noticia les causaría un gran impacto. En cualquier caso, ahora se trataba ante todo de localizarlos, y esa era una de las tareas del día de Martin, ponerse en contacto con los colegas alemanes. Esperaba poder comunicarse con ellos en inglés, pues, de lo contrario, tendría problemas. Recordaba lo suficiente del alemán de la escuela como para no ver el de Patrik como un gran recurso, tras haber oído al colega atrancándose en su conversación con la amiga de Tanja.