—No, bueno, pero habíamos pensado que tú podrías llevarnos a algún sitio que esté bien y luego podemos llamar para que nos recojas.
Erica no encontró palabras y Conny interpretó su silencio como un sí. Rogó al cielo que le diese paciencia y se dijo que no merecía la pena tener una trifulca con la familia sólo por ahorrarse unas horas de su compañía. Además, no tendría que verlos durante todo el día y, para cuando Patrik volviese del trabajo, quizá ya se hubiesen marchado. Se le había ocurrido preparar algo especial para la cena y pasar una noche agradable. Después de todo, Patrik estaba de vacaciones y quién sabía si, cuando naciera el bebé, tendrían mucho tiempo para dedicarse el uno al otro, así que más valía aprovechar.
Cuando, después de muchos dimes y diretes, la familia Flood hubo preparado el equipaje de baño, bajaron al embarcadero. El barco, en realidad un pequeño bote de madera de color azul, tenía poco calado y no era fácil subir a él desde el muelle de Badholmen. Ella, además, con su enorme barriga, no lo logró sino después de muchos intentos. Tras una hora de travesía en busca de unas «rocas desiertas o, mejor, una playa» para sus huéspedes, dio por fin con una pequeña cala que, como por un milagro, parecían no haber visto los demás turistas, y puso después rumbo a casa. Subir al muelle sola le resultó una empresa inviable y se vio obligada a algo tan humillante como pedirles ayuda a unos bañistas que pasaban por allí.
Sudorosa, acalorada, cansada e indignada, cogió el coche y se fue a casa, pero, justo antes de pasar el edificio del club de vela, giró rápidamente hacia la izquierda, en dirección a Sälvik. Tomó la curva a la derecha, bordeando la montaña, por delante del estadio deportivo y de la urbanización de apartamentos Kullen, y aparcó ante la biblioteca. Terminaría loca si se veía obligada a pasarse todo el día en casa sin hacer nada. Patrik protestaría después, pero ella le ayudaría con las tareas de documentación, quisiera él o no.
C
uando Ernst entró en la comisaría, se dirigió temeroso al despacho de Hedström. Ya cuando Patrik lo llamó al móvil y, con un tono de voz frío como el mármol, le ordenó que se presentase en la comisaría de inmediato, intuyó que lo acechaba el peligro. Hizo memoria por ver si caía en qué fallo podían haberlo sorprendido, pero tuvo que admitir que había demasiadas cosas entre las que elegir como para que él acertase con la correcta. De hecho, era un maestro en tomar atajos y había elevado la chapuza a la condición de arte.
—Siéntate.
Obedeció sumiso la orden de Patrik, pero adoptó un gesto rebelde, a modo de escudo contra la tempestad inminente.
—¿Qué es lo que corre tanta prisa? Estaba en pleno trabajo, y sólo porque te hayan asignado transitoriamente la dirección compartida de una investigación, no puedes andar dándome órdenes.
Un buen ataque solía ser la mejor defensa, pero, a juzgar por el semblante cada vez más sombrío de Patrik, era el peor camino en aquel caso.
—¿Te presentaron a ti una denuncia sobre la desaparición de una turista alemana hace más o menos una semana?
¡Mierda! Se le había olvidado. Aquella chiquilla rubia llegó justo antes del almuerzo, así que procuró quitársela de encima lo antes posible para irse a comer. Aquellas denuncias de amigos perdidos casi nunca resultaban en nada. Por lo general, estaban en el fondo de cualquier cuneta o se habían ido a casa de algún amiguito. Vaya mierda, esto le costaría caro. ¿Cómo no lo había relacionado con la joven que encontraron ayer? Pero, claro, era fácil decirlo a toro pasado. Ahora se trataba de minimizar los daños.
—Pues sí, bueno, sí que me parece que fui yo.
—¿¡Que te parece que fuiste tú!? —La voz de Patrik, por lo general tan pacífica, retumbó como un trueno en el pequeño despacho—. O bien fuiste tú quien recibió la denuncia o bien fue otro. No hay posibilidad intermedia. Y, si fuiste tú, ¿dónde c… fue a parar la denuncia? —Patrik estaba tan furioso que se le trababa la lengua—. ¿Eres consciente del tiempo que esto le ha robado a la investigación?
—Sí, claro que el asunto tiene mala sombra, pero ¿cómo iba yo a saber…?
—¡Tú no tienes que saber, lo que tienes que hacer es cumplir con tus obligaciones! Espero que esto no vuelva a ocurrir nunca más. Y ahora, venga, tenemos muchas horas perdidas que recuperar.
—¿Hay algo que yo pueda…? —Ernst puso la voz más humilde de que fue capaz y adoptó el mejor gesto de arrepentimiento que supo. Para sus adentros, maldecía la hora en que un jovenzuelo como aquel se dirigía a él en ese tono, pero puesto que Hedström parecía gozar ahora del apoyo de Mellberg, sería estúpido empeorar aún más su situación.
—Ya has hecho bastante. Martin y yo seguimos con la investigación. Tú te encargarás de lo que vaya entrando. Tenemos una denuncia por robo en un chalet de Skeppstad. Ya he hablado con Mellberg, que me ha confirmado que puedes arreglártelas solo.
Patrik le volvió la espalda en señal de que daba por terminada la conversación y comenzó a aporrear el teclado con tal ímpetu que las teclas resonaban a cada golpe.
Ernst se marchó refunfuñando. Tampoco había sido para tanto; total, simplemente, no había redactado un informe. En su momento mantendría una charla con Mellberg sobre lo inadecuado de designar jefe de una investigación de asesinato a alguien con un humor tan variable. Desde luego que sí, eso era lo que pensaba hacer.
E
l muchacho lleno de acné que tenía delante era, en sí mismo, un caso de estudio sobre el letargo. Todos los rasgos de su semblante denotaban desesperanza y hacía ya mucho tiempo que la falta de sentido de su existencia había dejado en él su huella. Jacob reconocía los signos a la perfección y no podía evitar considerarlo como un reto. Sabía que tenía la capacidad necesaria para orientar la vida del chico en un sentido totalmente distinto y que lo consiguiese dependía ahora exclusivamente de que el muchacho abrigara o no el menor deseo de emprender el buen camino.
En la parroquia conocían bien el trabajo de Jacob con los jóvenes. Muchos de ellos eran almas rotas acogidas en la granja para luego salir de allí como ciudadanos productivos para la sociedad. No obstante, él procuraba atenuar el aspecto religioso de cara al entorno, pues las instituciones estatales descansaban sobre una base poco firme: siempre había personas sin fe dispuestas a gritar «¡es una secta!» tan pronto como algo se salía de su rígida visión de la religión.
La mayor parte del respeto de que gozaba se lo había ganado por méritos propios, pero no podía negar que otra parte se la debía al hecho de ser nieto de Ephraim Hult, el
Predicador
. Claro que su abuelo no había pertenecido a aquella parroquia, pero su fama se extendía por toda la costa de Bohuslän y tenía resonancias en todas las comunidades de iglesias libres de la zona. Ni que decir tiene que la iglesia sueca ortodoxa veía al
Predicador
como un charlatán al igual que, por otro lado, todos aquellos que preferían limitarse a predicar los domingos ante los bancos vacíos del templo, de modo que las iglesias libres no prestaban mucha atención a esas descalificaciones.
El trabajo con los jóvenes inadaptados y drogodependientes había colmado la vida de Jacob durante casi un decenio, pero ya no lo satisfacía como antes. Él había contribuido a poner en marcha el centro de formación de Bullaren, pero su trabajo no llenaba ya ese vacío que lo había acompañado toda su vida. Le faltaba algo y la búsqueda de ese «algo» desconocido lo aterraba. Él, que durante tanto tiempo había creído pisar suelo firme, sentía ahora cómo todo temblaba bajo sus pies, y la amenaza de descubrir un abismo que lo engullese entero, en cuerpo y alma, lo llenaba de terror. ¡En cuántas ocasiones, al amparo de su certeza, no había afirmado, sentencioso, que la duda era la principal herramienta del diablo…, sin saber que un día se vería a sí mismo en ese estado!
Se levantó, colocándose de espaldas al chico. Miró por la ventana, que daba al lago, pero sin ver más que su imagen reflejada en el vidrio. Un hombre fuerte y sano, se dijo con ironía. Lucía un cabello oscuro y lo llevaba muy corto. Marita, que era quien se lo cortaba en casa, lo hacía bastante bien. Tenía el rostro perfilado con rasgos que denotaban una personalidad sensible, sin dejar de ser masculinos. No era ni delgado ni corpulento, sino más bien el paradigma de una persona de complexión normal. Pero lo mejor de Jacob eran sus ojos, de un azul intenso, que tenían la extraordinaria capacidad de parecer dulces y penetrantes al mismo tiempo. Sus ojos le habían ayudado infinidad de veces a convencer a mucha gente de cuál era el camino correcto. Consciente de ello, utilizaba su mirada siempre que podía.
Aquel día, en cambio, no lo hizo. Sus propios demonios le impedían concentrarse en los problemas ajenos y le resultaba más fácil interiorizar lo que el chico le decía sin mirarlo a la cara. Apartó la vista del reflejo de su imagen y posó la mirada sobre el lago Bullarsjon y más allá, sobre el bosque que, infinito, se extendía ante él. Hacía tanto calor y el aire era tan denso que podía verlo vibrar sobre el agua. La granja era grande y la habían comprado por poco dinero, pues se encontraba en muy mal estado después de tantos años abandonada, tras muchas horas de esfuerzo conjunto, habían conseguido renovarla hasta dejarla en la forma en que ahora se hallaba. No era lujosa, pero estaba como nueva, limpia y acogedora. El representante del ayuntamiento siempre quedaba impresionado por la casa y la belleza del entorno, y no paraba de hablar sobre el efecto positivo que todo aquello tendría sobre los pobres chicos y chicas inadaptados. Hasta ahora nunca habían tenido problemas para recibir subvenciones y el centro había marchado bien desde que empezó a funcionar hacía ya diez años, de modo que los problemas sólo existían en su cabeza. ¿O sería en su alma?
Tal vez la tensión del día a día lo había empujado en la dirección incorrecta, cuando se vio ante una encrucijada decisiva. Nunca tuvo la menor duda cuando llegó la hora de acoger a su hermana en su casa. ¿Quién, si no él, podría mitigar su desasosiego interior y calmar la rebeldía de su carácter? Pero la muchacha había demostrado ser superior a él en la lucha psicológica y, mientras el yo de la joven crecía y se fortalecía de forma constante, la irritación que él experimentaba sin pausa le carcomía los cimientos. A veces se sorprendía cerrando el puño con rabia y pensando que su hermana era una niñata tonta que merecía que la familia le retirase su apoyo, pero aquella no era una forma cristiana de pensar, y las consecuencias de hacerlo solían ser horas de examen de conciencia y de intensos estudios bíblicos, que emprendía con la esperanza de hallar la fortaleza que le faltaba.
Visto desde fuera, seguía, siendo la misma roca de siempre, una mole de seguridad y confianza. Jacob sabía que la gente de su entorno necesitaba verlo siempre dispuesto a prestarles su apoyo, y aún no se sentía preparado para sacrificar esa imagen de sí mismo. Desde que venció la enfermedad que durante un tiempo se cebó en él, había luchado por no perder el control de su existencia. Pero el esfuerzo por mantener la fachada minaba sus últimos recursos y presentía que se aproximaba al abismo a pasos de gigante. Una vez más, reflexionó sobre lo irónico de que, después de tantos años, se hubiese cerrado el círculo. Aquella noticia lo había llevado a, por un segundo, hacer lo impensable: dudar; una duda que murió al instante, pero que logró abrir una grieta diminuta, muy pequeña, en el recio tejido que había sostenido su existencia; una grieta que no dejaba de crecer.
Jacob desechó aquellas ideas y se obligó a centrarse en el jovencito que tenía delante y en su vida absolutamente deplorable. Las preguntas que fue haciéndole surgían de sus labios de forma automática, al igual que la empatía de su sonrisa, que siempre tenía a mano para cada nueva oveja negra que se unía al rebaño.
Otro día más. Otro ser humano deshecho que reparar. Aquello no se acababa nunca. Sin embargo, incluso Dios descansó el séptimo día.
D
espués de recoger en la isla a su familia, rojos todos como gambas, Erica esperaba ansiosa el regreso de Patrik. Entretanto buscaba indicios de que Conny y su familia empezasen a hacer el equipaje, pero habían dado ya las cinco y media y no hacían ningún amago de marcharse. Así las cosas, decidió aguardar un poco hasta hallar el modo de, con delicadeza, preguntarles si no deberían ir pensando en partir dentro de un rato, pero que como los gritos de los niños le habían provocado un intenso dolor de cabeza, el rato no debía prolongarse demasiado. Oyó con alivio los pasos de Patrik acercándose en la escalera y se acercó a recibirlo.
—¡Hola, cariño! —lo saludó Erica, poniéndose de puntillas para poder besarlo.
—Hola. ¿Aún no se han marchado? —preguntó Patrik con voz queda y mirando hacia la sala de estar.
—No, y no parecen tener intención de hacerlo. ¿Qué demonios vamos a hacer? —Erica respondía también en voz baja, alzando la vista al cielo para subrayar hasta qué punto la irritaba la situación.
—Pero no pueden pensar en serio en quedarse aquí un día más sin preguntar siquiera, ¿no? —opinó Patrik, cada vez más nervioso—. ¿O sí?
Erica resopló, antes de explicarle:
—No te imaginas cuántos invitados han tenido mis padres en verano, durante años y años, que sólo venían a quedarse un rato y que, al final, permanecían aquí durante una semana entera, esperando además que los atendiesen y les diesen de comer. La gente está mal de la cabeza, y la familia, peor.
Patrik estaba horrorizado.
—Pero no van a quedarse una semana, ¿verdad? Tenemos que hacer algo. ¿Por qué no les dices que tienen que marcharse?
—¿Yo? ¿Por qué tengo que ser yo quien se lo diga?
—Pues porque son tus parientes.
Erica no pudo por menos de admitir que ahí tenía razón, así que no le quedaba más que tragarse el pastel. Entró en la sala de estar dispuesta a averiguar los planes de la familia, pero no tuvo oportunidad.
—¿Qué hay para cenar? —Cuatro pares de ojos la miraban expectantes.
—Eh… —Erica no supo reaccionar; tan sorprendida estaba ante tal desfachatez que revisó mentalmente el frigorífico antes de responder—: Espaguetis con salsa boloñesa. Dentro de una hora.
Mientras iba a la cocina, donde esperaba Patrik, sintió deseos de darse ella misma una paliza.
—¿Qué te han dicho? ¿Cuándo se van?
Erica le contestó sin mirarlo a los ojos:
—Pues la verdad es que no lo sé. Pero dentro de una hora cenamos espaguetis con salsa boloñesa.