Se llevó todo el archivador a la oficina para repasarlo a la luz del día y sentado ante su escritorio.
L
os caballos eran la única razón por la que se quedaba allí. Con mano experta, fue cepillando el lomo del caballo castrado. El trabajo físico era para ella como una válvula de escape por la que evacuaba su frustración. Sencillamente, era una mierda tener diecisiete años y no poder decidir sobre su propia vida. En cuanto alcanzase la mayoría de edad, se largaría de aquel agujero. Entonces aceptaría la oferta de aquel fotógrafo que se le acercó un día en que iba por el centro de Gotemburgo. Cuando se hubiese convertido en modelo, viviese en París y tuviese montañas de dinero, les diría a todos dónde se podían meter los malditos estudios. El fotógrafo le había dicho que, cada año que pasaba, su valor como modelo disminuía, de modo que perdería miserablemente un año de su vida hasta que tuviese la oportunidad de empezar, todo porque al viejo se le había metido en la cabeza lo de los estudios. ¿Quién necesitaba estudios para desfilar por la pasarela?; y luego, cuando tuviese veinticinco o así y empezase a resultar demasiado mayor para la pasarela, seguro que se casaría con un millonario y entonces podría reírse de la amenaza de desheredarla. En un solo día podría gastarse en compras tanto como el viejo había reunido en toda su vida.
Y el perfecto de su hermano no mejoraba las cosas. Claro que era mejor vivir con él y con Marita que en casa, pero no demasiado. Era tan condenadamente legal. Nunca hacía nada que estuviese mal, mientras que a ella siempre la culpaban de todo.
—¿Linda?
Vaya, cómo no, ni siquiera allí, en el establo, la dejaban en paz.
—¿Linda? —volvió a oírse la voz, mucho más apremiante ahora. Él sabía que se encontraba allí, así que no tenía sentido intentar escabullirse.
—Sí, sí, vale, ¡qué pesado! ¿Qué pasa?
—No tienes por qué hablarme en ese tono. Me parece que no es pedirte demasiado que intentes ser un poco respetuosa.
Linda maldijo entre dientes, pero Jacob lo dejó pasar.
—Te recuerdo que eres mi hermano, no mi padre, ¿habías caído en la cuenta?
—Soy consciente de ello, sí, pero mientras vivas bajo mi techo, tengo cierta responsabilidad sobre ti.
Sólo porque era casi quince años mayor que ella, su hermano se creía que lo sabía todo, pero era fácil leerle la cartilla a la gente cuando uno lo tenía todo resuelto. Su padre le había dicho hasta la saciedad que Jacob era un hijo del que sentirse orgulloso y que administraría bien la granja de la familia, así que Linda suponía que, llegado el día, él se lo quedaría todo. Hasta entonces, podía fingir que el dinero no era importante para él, pero Linda lo tenía más que calado. Todos admiraban a Jacob porque trabajaba con jóvenes descarriados, pero también sabían que, en su momento, heredaría tanto la granja como una fortuna y, entonces, sería curioso comprobar qué quedaba de su vocación por trabajar desinteresadamente.
Sonrió sin querer. Si Jacob supiera que se escapaba por las noches, le daría algo, y si tuviera idea de con quién se veía, le soltaría el sermón de su vida. Bien estaba ser solidario con los menos favorecidos siempre y cuando no se le instalasen a uno en el porche de su puerta. Sin embargo, había razones más profundas para que Jacob se escandalizase si supiera que se veía con Johan. Era su primo y la disputa entre las familias duraba desde antes de que ella naciese; bueno, desde antes de que naciera Jacob. Linda ignoraba los motivos, pero así era y esa circunstancia acentuaba aún más el cosquilleo en el estómago cada vez que se escapaba para ir a verlo. Además, estaba a gusto con él. Cierto que era un tanto tímido, pero también diez años mayor que ella, por lo que tenía una seguridad en sí mismo que ya quisieran los jóvenes de su edad. A Linda no le preocupaba lo más mínimo que fuesen primos. Ahora los primos podían hasta casarse y, aunque eso no entrase en sus planes de futuro, no tenía nada en contra de experimentar con él alguna que otra cosa, con tal de que todo ocurriese en secreto.
—¿Querías algo en concreto o sólo tenerme vigilada, sin más?
Jacob lanzó un hondo suspiro al tiempo que le ponía la mano en el hombro. Ella intentó retroceder, pero él la sujetó con fuerza.
—Te aseguro que no comprendo de dónde te viene tanta agresividad. Los jóvenes con los que yo trabajo habrían dado cualquier cosa por tener un hogar y una juventud así. La verdad es que no estaría de más algo de gratitud y de madurez por tu parte, ¿sabes? Y sí, sí que quería algo en concreto: Marita ya tiene lista la comida, así que ya puedes ir corriendo a cambiarte de ropa para comer con nosotros.
Le soltó el hombro y salió del establo en dirección a la casa. Renegando, Linda dejó en el suelo el cepillo y fue a prepararse. Después de todo, se sentía muy hambrienta.
E
l corazón de Martin se había roto una vez más, por enésima vez, pero no dolía menos sólo porque estuviese acostumbrado. Al igual que en las ocasiones anteriores, creía que, en aquella, la mujer que recostaba la cabeza sobre su hombro era la definitiva. Claro que era del todo consciente de que ya estaba comprometida, pero, con su habitual ingenuidad, creyó que él sería para ella algo más que un entretenimiento y que los días del hombre con el que vivía estaban contados. Poco se maliciaba él que, con su apariencia inocente y su aspecto dulce como el de una muñeca, las mujeres algo mayores e instaladas en la rutina con sus respectivos veían en él lo que una mosca en un terrón de azúcar. Los respectivos eran hombres a los que ellas no pensaban abandonar por un amable policía de veinticinco años con el que, pese a todo, no dudaban en revolcarse cuando necesitaban satisfacer su deseo o su vanidad. Y no es que Martin tuviese nada en contra del aspecto físico de una relación, incluso hacía gala de un talento especial en ese terreno, pero el problema consistía en que, además, era un joven de excepcional sensibilidad emotiva. En otras palabras, los enamoramientos tenían un terreno más que abonado en la persona de Martin Molin. De ahí que sus historias siempre acabasen para él en llanto y rechinar de dientes, cada vez que las mujeres le daban las gracias y regresaban a sus vidas, aburridas, pero no por ello menos seguras y familiares.
Y allí estaba él, suspirando ante su escritorio, aunque obligándose a concentrarse en la tarea que tenía delante. Las llamadas que había hecho hasta el momento habían sido infructuosas, pero aún le faltaban muchos distritos por comprobar. Que la base de datos estuviese fuera de servicio, justo cuando él la necesitaba, no era más que otra muestra de su proverbial mala suerte, de ahí que ahora se viese en la necesidad de marcar un número tras otro para intentar encontrar a alguien que encajase con la descripción de la mujer asesinada.
Dos horas más tarde se retrepó en la silla y arrojó el bolígrafo contra la pared absolutamente desencantado. Ninguna de las personas desaparecidas coincidía con la descripción de la víctima. ¿Qué podía hacer ahora?
E
ra tan injusto… Él era mayor que aquellos dos mocosos y debería tener la dirección de la investigación, pero en este mundo reinaba la ingratitud. Llevaba varios años haciéndole la pelota al condenado Mellberg, pero nada, no recibía nada a cambio. Ernst tomaba las curvas a gran velocidad mientras conducía a Fjällbacka y, de no haber llevado un coche de la policía, seguro que le habrían sacado el dedo por el retrovisor en más de una ocasión. Pero así los malditos turistas no se atrevían, claro, si no, tendrían que atenerse a las consecuencias.
¡Ir a preguntar de casa en casa! Esa era una tarea propia de un ayudante, no para alguien con veinticinco años de experiencia en la profesión. Bien podría haberlo hecho el mocoso de Martin y así él, Ernst, habría podido hacer la ronda de llamadas y haber charlado un poco con los colegas de los distritos de los alrededores.
Le hervía la sangre, pero ese era su estado natural desde la niñez, así que no era nada fuera de lo normal. Su carácter colérico no lo hacía especialmente apto para una profesión que requería tanto contacto social, pero, por otro lado, se hacía respetar por los malos, que, instintivamente, se daban cuenta de que Ernst Lundgren era un hombre con el que no deberían discutir si le tenían algún aprecio a la vida.
Mientras circulaba por el pueblo, comprobó que la gente se ponía tensa al verlo, lo seguía con la mirada y lo señalaba, y él comprendió que ya había cundido el rumor de la noticia en toda Fjällbacka. Al llegar a la plaza Ingrid Bergman, tuvo que ir a paso de tortuga, de tantos coches como había mal aparcados, y vio, con satisfacción, que varios de los propietarios se levantaban precipitadamente de la terraza del Café Bryggan. Mejor así. Si los coches seguían allí cuando él volviese a pasar por la plaza, no le importaría lo más mínimo perder un rato destruyendo la paz vacacional de los que habían aparcado mal e incluso hacerles soplar el globito. Varios de los conductores estaban tomándose una cerveza fría cuando lo vieron pasar. Con un poco de suerte, tal vez pudiera quedarse con un par de permisos de conducir.
Había poco espacio para aparcar en la calleja próxima a Kungsklyftan, pero se las arregló y comenzó la operación de ir de puerta en puerta. Tal y como esperaba, nadie había visto nada. La gente, que por lo general notaba hasta cuando al vecino se le escapaba una ventosidad en su casa, se volvía ciega y sorda cuando la policía necesitaba información. Aunque tenía que admitir que tal vez fuese verdad y que no hubiesen visto ni oído nada. En verano había tanto ruido por la noche, con tanta gente borracha como andaba de un lado a otro a altas horas de la madrugada, que uno aprendía a ignorar los sonidos que venían de fuera para poder dormir bien. Pero, desde luego, era un fastidio.
Hasta que no llegó a la última casa, no consiguió nada. Ninguna gran cosa, desde luego, pero algo era. El señor de la casa que estaba al final de la salida del barranco de Kungsklyftan había oído acercarse un coche a eso de las tres de la mañana, cuando se levantó a hacer pis. Podía incluso precisar que eran las tres menos cuarto, pero no se molestó en mirar, así que no podía decir nada ni del aspecto del conductor ni del coche. Pero había sido profesor de autoescuela y estaba seguro de que no era un modelo muy nuevo, sino que tendría unos cuantos años a sus espaldas.
Estupendo, lo único que había sacado en claro de dos horas de ir de puerta en puerta era que el asesino, con toda probabilidad, habría llegado allí en coche hacia las tres de la mañana y que cabía la posibilidad de que condujese un coche de un modelo algo antiguo. No era como para tirar cohetes.
No obstante, su humor mejoró un tanto cuando pasó de nuevo por la plaza de vuelta a la comisaría y se percató de que otros pecadores habían ocupado los puestos de los anteriores. Aquí iba a soplar todo el mundo hasta perder los pulmones.
E
l timbre persistente de la puerta apartó a Erica de su tarea de, con bastante esfuerzo, pasar la aspiradora por el salón. Sudaba a mares y se apartó de la cara un par de mechones húmedos antes de ir a abrir. «Deben de haber conducido como criminales huyendo de la justicia, si son ellos».
—¡Hola, gordita!
Se vio atrapada en un abrazo demoledor y notó que no era la única que estaba sudando. En efecto, su nariz había ido a encasquillarse en el sobaco de Conny y comprendió enseguida que ella, en comparación, debía de oler a rosas y lirios silvestres.
Una vez que pudo zafarse del abrazo, saludó a Britta, la mujer de Conny, aunque sólo formalmente, con un apretón de manos, pues no se habían visto más que en contadísimas ocasiones. Su apretón le resultó húmedo, flojo, como si tuviese en la mano un pez muerto. Erica se estremeció y reprimió el impulso de secársela en el pantalón.
—¡Menuda barriga! ¿Es que llevas gemelos?
A Erica le disgustaba muchísimo que hicieran ese tipo de comentarios sobre su mole, pero ya había empezado a comprender que el embarazo era un estado que propiciaba que todo el mundo comentase la forma corporal y le tocase la barriga con una familiaridad excesiva a quien lo sufría. Incluso había llegado a ocurrirle que completos extraños se le acercasen y, de forma totalmente inopinada, empezasen a tocarla. Erica estaba preparada para que comenzase la fase obligatoria de toqueteo y, de hecho, las manos de Conny no tardaron muchos segundos en empezar a palmearle la barriga.
—¡Vaya futbolista que tienes ahí dentro! Está claro que va a ser niño, con las patadas que da. ¡Venid aquí, niños, venid y comprobadlo!
Erica no tuvo fuerzas para protestar, así que se vio atacada por dos pares de manos pegajosas que le dejaron la blanca camiseta de premamá llena de huellas de helado. Por suerte, Lisa y Victor, de seis y ocho años respectivamente, no tardaron en perder el interés por aquello.
—¿Y qué dice el padre? ¿Estará orgulloso y contando los días, no? —Conny no esperaba respuesta a sus preguntas, Erica recordaba bien que mantener una conversación no era el lado fuerte de su primo—. Pues sí, uno se acuerda de cuando estos dos mocosos vinieron al mundo. Toda una experiencia. Pero dile que no se le ocurra mirar por ahí abajo, que luego se le quitan las ganas durante un tiempo.
Soltó una risotada al tiempo que le daba un codazo a Britta, que lo miró con encono. Erica tomó conciencia de que aquel sería, sin duda, un día muy largo. Ojalá Patrik no llegase muy tarde a casa.
P
atrik llamó discretamente a la puerta de Martin. Sentía cierta envidia por el orden que reinaba allí dentro. El escritorio estaba tan limpio que habría podido usarse como mesa de quirófano.
—¿Qué tal va eso? ¿Has encontrado algo?
La expresión abatida de Martin le dijo que no antes de que el joven lo confirmase con un gesto. Mierda. Lo más importante de toda la investigación en aquel momento era poder identificar a la mujer. Alguien debía de estar preocupado por ella en algún lugar. ¡Joder, alguien la echará de menos!
—¿Y tú? —preguntó Martin señalando la carpeta que Patrik llevaba en la mano—. ¿Has encontrado lo que buscabas?
—Eso creo.
Patrik tomó la silla que había junto a la pared y la arrastró para poder sentarse al lado de Martin.
—Mira esto. Dos mujeres desaparecieron de Fjällbacka a finales de los años setenta. No entiendo cómo no lo recordé enseguida, fueron noticias de primera plana, pero, bueno, aquí está el material que conservamos de la investigación.
La carpeta, que había dejado sobre la mesa, estaba llena de polvo, y se dio cuenta de que Martin sentía tal deseo de limpiarla que le pinchaban los dedos, pero una mirada de Patrik lo disuadió. Abrió la carpeta y le mostró lo primero que había dentro, que eran unas fotografías.